Por Dominique Venner
Según cuenta Péroncel-Hugoz, un
gran periodista de Le Monde durante muchos años, y actualmente de La Nouvelle
Revue d’Histoire, Jean-Paul Sartre decía a propósito de Ernst Jünger: “Lo odio
no por alemán, sino por aristócrata…”. Sartre tenía algunos graves defectos. Se
equivocó, con rara obstinación, en sus entusiasmos políticos. Después de haber
tenido una actitud bastante vil y cobarde durante la Ocupación, se convirtió,
pasado el peligro, en ayatola denunciador, fustigando a sus colegas que no se
comprometían con toda la ceguera requerida a favor de Stalin, Mao o Pol Pot.
Aun extraviándose así con infalible constancia, tenía un muy fino olfato para
detectar la altura de miras —que le horrorizaba— o, al revés, la bajeza hacia
la que tendían ciertas fibras de su ser (como lo muestran las Memorias de
Bianca Lamblin, en las que ésta relata sus relaciones íntimas con Jean-Paul
Sartre y Simone de Beauvoir).
No se equivocó con Jünger: “Lo
odio no por alemán, sino por aristócrata…”. Aristócrata, Jünger no lo era por
su cuna. Su familia pertenecía a la burguesía culta del norte de Alemania. Si
fue “aristócrata” —o, dicho de otro modo, si su actitud se caracterizó siempre
por la nobleza y la elegancia, tanto en lo moral como en lo físico, no es por
haber nacido con una partícula, cosa que nunca preserva contra las bajezas del
corazón y del comportamiento. Si era “aristócrata”, no era por una cuestión de
rango, sino de naturaleza.
Combatiente heroico en su juventud, escritor lleno de éxito de la “revolución conservadora”, convertido ulteriormente en una especie de sabio contemplativo, Jünger tuvo una vida excepcional, habiendo atravesado por todos los peligros de un siglo tenebroso sin mancharse en lo más mínimo. Si fue un modelo, ello se debe a su constante «elegancia». Pero su elegancia física no hacía sino traducir la espiritual. Tener elegancia es también saber mantenerse a distancia. A distancia de las bajas pasiones y de la bajeza de las pasiones. Lo que en él había de superior siempre estuvo alejado de lo sórdido, de lo infame o de lo mediocre. En la época de los Acantilados de mármol pudo sorprender su metamorfosis, la cual, sin embargo, no tiene nada de vil. Más adelante el guerrero herborista rectificaría su postura, escribiendo en el Tratado del rebelde que la época exigía otros recursos que las escuelas de yoga —dulzonas tentaciones que ahora mantenía a distancia.
Acabo de escribir que Jünger no era un aristócrata de cuna. Corrijo. No era un aristócrata por su cuna, por su origen familiar. Pero lo era desde la cuna por una misteriosa alquimia íntima. A la manera de la muchacha y de la portera de La elegancia del erizo. O a la manera de Martin Eden, personaje de la novela epónima de Jack London. Nacido en los bajos fondos y la pobreza, Martin Eden tenía una naturaleza noble. El azar hizo que, muy joven aún, se encontrara viviendo en un medio refinado. Se enamoró incluso de una joven de aquel mundo. El descubrimiento de la literatura despertó en él la vocación de escritor, así como una extraordinaria voluntad de superarse, de salir de la nada de la que procedía. Así lo hizo al cabo de muy arduas pruebas. Habiendo llegado a ser un célebre escritor, descubrió simultáneamente la vanidad del éxito y la mediocridad de la joven burguesa a la que había creído amar. Y se mató. Este fin carece de importancia para lo que quiero decir. Existen y siempre existirán los Martin Eden que sobreviven a sus desilusiones. Son almas nobles, enérgicas y “aristocráticas”. Pero para que semejantes naturalezas “se declaren”, como se dice de los perros de caza, y se alcen luego hacia lo alto, resulta irremplazable el estímulo de los modelos. Los ejemplos vivos de heroísmo interno y de auténtica nobleza constituyen a través del tiempo una especie de caballería secreta, un Orden implícito cuyo precursor fue el troyano Héctor. Ernst Jünger fue su encarnación en nuestro tiempo. Sartre lo vio bien a las claras.
Extraído de: La Bandera Negra
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