Por Fernando Roldán
Es común leer y escuchar a
personas decir que nuestro mensaje no cala en la sociedad. Las gentes no nos
escuchan, sus miradas se inundan de extrañeza al vernos hablar y al leer algún
panfleto nuestro. Algunos creen que el problema radica en la ignorancia popular,
que la plebe no sabe que es lo mejor para ella, no sabe someterse a la verdad.
Esto lo dicen mientras se regodean en un aura de falsa aristocracia, mientras
hinchan su pecho y desde las alturas de su torre de marfil pretenden cambiar el
mundo, eso sí, sin salir de sus cómodos sillones, no vaya a ser que el
populacho les contagia la enfermedad de la vulgaridad.
Esta actitud de élite
autoproclamada esconde en su interior una profunda cobardía y denota
(permítanme los lectores el uso del anglicismo) un frikismo que asusta y
provoca la risa floja a partes iguales. Cobardía, porque autoproclamarse como
élite es lo más cómodo y fácil que existe, solamente necesitas un grupo de
cuatro amigos que a los que les agrade ser palmeros y aislarse del mundo
exterior y de toda realidad para que a continuación puedas repetir frases
usando una terminología abstracta y a su vez vacua que te haga parecer ante tu
público como un verdadero intelectual, un mesías incomprendido al que debemos
de alabar y aplaudir. Esta actitud evasiva denota miedo, falta de valor al
preferir el aislamiento a enfrentarse con la realidad que nos rodea, nuestras
circunstancias vitales que debemos cambiar mediante la acción, de cara al
pueblo y no refugiándonos en una realidad paralela que sólo existe en las
mentes de cuatro personajes como nosotros. Frikismo, sí, porque tal
actitud sólo hace parecer pedante y estúpido a aquel que la enarbola, una
auténtica caricatura esperpéntica que sumida en su sectarismo cerril pretende
presentarse como un líder de masas cuando es un pobre diablo que juega a hacer
política desde el salón de su casa.
El problema no lo tiene el
pueblo, el problema está en nosotros al adoptar estas dos actitudes estériles y
terriblemente ingenuas que nos condenan al fracaso y a la más absoluta
marginalidad política. Cuando la gente nos mira extrañados al hablar, el por
qué del ridículo porcentaje de votos obtenidos en las sucesivas elecciones no
es porque sean una masa ignorante y necia, es porque nos hemos aferrado a una
retórica vacía de significado que a la gente no engancha. Repetimos hasta la
saciedad consignas ideológicas que al pueblo no le dicen absolutamente nada y
que sólo tienen significado para nosotros.
“España es una unidad de
destino en lo universal”, frase manida y repetida por todos pero que nadie,
incluido muchos militantes nacionalsindicalistas, conoce su verdadero significado.
Retórica bella que en nuestros días se ha convertido en un dogma ideológico que
no atrae a las gentes porque no somos capaces de adaptar nuestro diagnóstico
político al lenguaje popular, a un lenguaje sencillo que todos entiendan sin
problemas y que permita a la gente adherirse a nuestra causa. Nadie entenderá
dicha frase pero si nos comprenderán si hablamos de una España unida y
solidaria frente a unos separatismos que ondean la falacia y el egoísmo por
bandera.
También hay que evitar caer en
las posturas ultrarrevolucionarias, ese lenguaje técnico que sólo tiene
cabida en los libros de teoría política y económica. Hablar del capitalismo y
de la plusvalía como entes abstractos, del sindicalismo autogestionario y de la
modificación de los medios de producción a gente que no tiene un profundo
conocimiento es caer de nuevo en el sectarismo y en esa postura
pseudointelectual que nos perjudica. Esta grandilocuencia no va a modificar la
opinión pública y sí nos va a convertir en un grupo marginal anclado en unos
márgenes ideológicos estrechísimos de los cuales no salimos por ignorancia y
autocomplacencia con nuestro propio fracaso. El pueblo no nos va a escuchar
porque le hablamos de conceptos abstractos ajenos a ellos, pero sí nos
entenderán si les hablamos de como se está gobernando para los bancos y no para
el pueblo, que no se reduce el paro porque prefieren ahogar y explotar a la
juventud mediante contratos temporales y que se recorta en servicios públicos
para salvar a esos bancos que nos han hundido en la miseria. Es señalar de
forma directa al capitalismo como mal y a su vez las gentes lo entenderán, pues
es algo palpable en el día a día de los españoles.
Algunos achacarán que asumir
esto supone perder el estilo, o incluso es traicionar nuestra ideología, pero
la realidad política de nuestro país nos muestra que no es así. Ahí está el
ejemplo de Podemos, partido de izquierdas que ha triunfado no sólo por el
carisma de Pablo Iglesias sino porque ha sabido romper con la parafernalia y el
discurso manido y sectario tradicional de la izquierda española y ha hablado al
pueblo de manera sencilla sobre sus problemas. Pablo Iglesias sabe que no
triunfaría si diera grandiosos mítines hablando sobre el materialismo
dialéctico, que es necesario adaptar el lenguaje político para poder ganarse el
apoyo popular. Es nuestro deber aprender esta lección y abandonar tanto
el barroquismo retórico como la fraseología superrevolucionaria y utilizar de
una vez por todas un mensaje que todos entiendan y que nos permita el éxito
político, utilizar el lenguaje del pueblo.
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