Por Alain de Benoist
¿Occidente? Raymond Abellio
afirmaba que “Europa” está fija en el espacio, es decir, geográficamente, en
contraposición a Occidente, que es algo “variable”. De hecho, “Occidente” ha
estado viajando y cambiando de dirección. Inicialmente, el término venía a
significar el lugar donde el sol se pone (Abendland), oponiéndose a la
tierra donde nace el sol (Morgenland). Con el reinado de Diocleciano en
el s. III DC, la oposición entre Oriente y Occidente representó la distinción
entre el Imperio Romano de Occidente (cuya capital fue Milán y posteriormente
Ravena) y Imperio Romano de Oriente, con capital en Constantinopla. El primero
desapareció en el año 476 DC, con la abdicación de Rómulo Augusto.
Posteriormente, Occidente y Europa se fusionaron para bien. Sin embargo, a
principios del s. XVIII, el adjetivo “Occidental” se utilizó en cartas náuticas
para hacer referencia al Nuevo Mundo, también llamado “Sistema Americano”, en
contraposición al “Sistema Europeo”, o “Hemisferio Oriental” (el cual incluía
Europa, África y Asia).
En el periodo de entreguerras,
Occidente, habiendo estado siempre asociado a Europa, como por ejemplo en la
obra de Spengler, fue enfrentado a Oriente, que se convirtió en un objeto de
fascinación (René Guenon) y en un objeto de temor infundado (Henri Massis).
Durante la Guerra Fría, Occidente incluía Europa Occidental y sus aliados
anglosajones, Inglaterra y Estados Unidos, todos enfrentados al “Bloque
Oriental”, dominado por la Rusia Soviética. Este punto de vista, que permitió a
los Estados Unidos legitimar su hegemonía, sobrevivió al colapso del Sistema
Soviético (Huntington).
A día de hoy, Occidente ha
adquirido nuevos significados. En ocasiones se utiliza un significado puramente
económico: “Occidentales” son todos los países desarrollados, modernizados e
industrializados, como Japón, Corea del Sur y Australia, incluyendo a los
países que antiguamente pertenecían a “Europa Oriental”, América del Norte o
América Latina. “Ex Oriente lux, luxus ex Occidente,” (La luz viene
de Oriente; la lujuria de Occidente), ocurrencia en tono sarcástico del
escritor polaco Stanislaw Jerzy Lec. Occidente está perdiendo su sentido
espacial para ser absorbido por la noción de modernidad. A un nivel global y
como última encarnación del furor oriental en los ojos de los Occidentales,
Occidente se contrapone a Islamismo. En consecuencia, hay una división
fundamental que separa el Occidente “judeocristiano” del Oriente
“árabe-musulmán”, y algunas personas no dudan en predecir que la lucha final
entre “Roma” e “Ismaël” – la guerra de Gog y Magog – dará lugar a la era
mesiánica.
En realidad, no hay nada parecido
a un “Occidente” unitario, al igual que no hay un “Oriente” homogéneo. Al igual
que la noción de “Occidente Cristiano”, que ha perdido todo su significado
desde que Europa se hundió en la indiferencia y el “materialismo pragmático” y
desde que la religión pasó a ser una cuestión personal. Europa y Occidente se
han separado totalmente el uno del otro, hasta el punto de que defender Europa
a menudo signifique luchar contra Occidente. Dado que ya no está relacionada
con una localización territorial específica, ni siquiera cultural, lo mejor es
que la palabra “Occidente” sea olvidada.
Hablemos de Europa. Al pensar de
forma objetiva, es decir, tomando la cuestión desde la distancia y separándose
de sí misma, para ser capaz de gobernar de manera verdadera, justa y
buena, Europa, de repente, deseó ser universal – un deseo que no se encuentra
en otras culturas. Jean-François Mattei habla sobre la “visión especulativa de
lo universal”. Esta idea de lo universal degeneró posteriormente en el
universalismo, el cual tenía inicialmente una naturaleza religiosa y, a partir
de entonces, adquirió una naturaleza secular (hay tanta distancia entre
universal y universalismo como la que hay entre libertad y liberalismo). En su
cruzada por la Igualdad, el universalismo se reduce a la ideología de lo Igual
en detrimento de lo Diferente, es decir, afirmando la primacía de Unidad sobre
Multiplicidad. Pero esto también refleja un etnocentrismo oculto, puesto que
cualquier idea de universal refleja inevitablemente una concepción específica
de lo universal. Inicialmente, había una necesidad de comprender al “Otro”
desde el punto de vista de los “Otros” y no desde el punto de vista de uno
mismo, algo que era admirable y necesario. Posteriormente, uno dejaba de ser él
mismo, lo que resultó ser catastrófico.
Europa actualmente parece estar
en decadencia a todos los niveles. La gran construcción de Europa se está
deshaciendo ante nuestros ojos. No solo es Europa “el hombre enfermo del mundo
económico” (Marcel Gauchet), sino que también se enfrenta a una crisis sin
precedentes de inteligencia y determinación política. Su deseo es salirse de la
historia, llevada por la idea de que la situación actual de las cosas – el
capital ilimitado y la ciencia tecnológica – van a seguir su curso para siempre
y que ya no hay ninguna otra alternativa posible, especialmente ninguna mejor.
Cediendo ante un ímpetu que se ha
convertido en parte y objeto de la historia de otros, Europa se ha eximido a si
misma de su propio ser. Entre la miseria de su propio pasado y el miedo de su
futuro, Europa ya no cree nada más que en un abstracto moralismo y principios
incorpóreos que la salvarían de su propio beneficio – incluso si el precio de
ello es la metamorfosis. Olvidando que la historia es trágica, asumiendo que se
puede rechazar cualquier consideración de poder, buscando el consenso a cualquier
precio, flotando sin peso alguno, en una especie de letargo, Europa no solo
consiente su propia desaparición, sino que también interpreta su desaparición
como una prueba de su superioridad moral. Obviamente, se puede llegar a pensar
en el “último hombre” del que Nietzsche hablaba.
Por tanto, la única cuestión que
no está en decadencia es el sujeto de la propia decadencia – que es el sujeto
de “decadencia” permanente. Esta cuestión no es un brote de la antigua
tradición de pesimismo cultural. Necesitamos saber si la historia obedece
intrínsecamente leyes que van más allá de la acción humana. Si hay una
decadencia de Occidente, entonces esta decadencia viene de lejos y no debe
reducirse solamente al presente estado de cuestiones como la globalización. El
destino de una cultura está contenido en sus orígenes. Su historia está
determinada por sus orígenes porque sus orígenes determinan su itinerario
histórico, su habilidad narrativa y el contenido de su narración.
Históricamente, la idea Occidental primero expresó a Occidente de una forma
metafísica, posteriormente de una forma ideológica y finalmente de una forma
científica. Evidentemente, a día de hoy se está quedando en nada. Occidente ha
dicho todo lo que tenía que decir; conjugó todos los mitos de todas las formas
posibles. Está llegando a su final en una disolución caótica, en un nihilismo
total, con toda su energía agotada.
La cuestión real es si existe
otra cultura que, habiendo abrazado la modernidad, pudiera ofrecer al mundo una
nueva forma de hacerse líder universal, en teoría y práctica, o si la cultura
Occidental, habiendo alcanzado su fase terminal, pudiera engendrar otra
cultura. De hecho, cuando una cultura está cerca de su final, otra puede
reemplazarla. Europa ya ha sido el terreno de numerosas culturas y, por tanto,
no hay razón por la que no pueda convertirse de nuevo en patria de una nueva
cultura, de la cual tenemos que detectar señales de aviso. Esta nueva cultura
continuará a la precedente, pero no será su extensión. Más que distraernos en
lamentos innecesarios, lo que se necesita es un ojo suficientemente agudo para
mirar a los márgenes donde puede crecer algo que albergue nuestras esperanzas.
Volvemos a Spengler, pero con una
corrección: lo que llega a un final trae un nuevo comienzo.
Extraído de: Cultura y Geopolítica
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