Por José María de Areilza
Con Ramiro trabé amistad en Madrid, poco después de proclamada la República en el otoño de 1931. Dirigía él, entonces, un semanario o quincenario, llamado La Conquista del Estado, de signo nacionalista, sindical y autoritario con fuerte acento en la revolución social. El círculo donde se redactaba estaba situado en plena Gran Vía, creo que a la altura del número siete, que entonces se llamaba avenida de Eduardo Dato. Sus compañeros en la aventura eran Giménez Caballero, genial acuñador de tantas cosas, Bermúdez Cañete, Juan Aparicio, Souto Vilas, Emiliano Aguado y algunos más, brillante constelación de intelectos juveniles. Ramiro era un hombre en la treintena, no muy alto, de aspecto fornido, recio, de cara pálida, nariz prominente, barbilla afirmativa, frente despejada, pelo abundante castaño oscuro y una mirada gris acerada, profunda e inquisitiva, como de hombre sumido en reflexión; atento a la meditación interior. Cooperaba a esa sensación su sordera bastante acentuada, que ponía un punto de interrogante perenne a su rostro cuando escuchaba al interlocutor, midiendo la modulación de los labios de éste. Hablaba con un ligero acento entre galaico y extremeño, propio de la tierra fronteriza de Zamora de la que procedía. Rodaba un poco las erres y añadía un cierto tono nasal a la dicción. Era una mente clara, ordenada y metódica. Exponía, analizaba y enjuiciaba. Parecía hombre acostumbrado a manejar esquemas mentales y a navegar entre coordenadas matemáticas.
Tenía una ancha y extendida cultura en la que
se adivinaba a ratos el enorme esfuerzo hecho por el autodidacto, que se ganaba
un modesto salario en el cuerpo de Correos para subvenir con él sus gastos de
las carreras universitarias. Pienso que Hegel y Nietzsche, con Fichte, las
páginas del Diario de Santa Helena, Sorel y Heidegger habían
sido, acaso, sus lecturas extranjeras favoritas, y que el Quijote, al
que dedicó un prodigioso ensayo a los diecinueve años, junto con Unamuno, Ganivet,
Costa y Ortega y Gasset eran algunas de las fuentes en que abrevó
primordialmente su ansia de lector español. En aquellos meses que yo le vi por
vez primera, estaba preparando el manifiesto original de las JONS para ensayar
el lanzamiento de una agrupación política que aceptase las directrices que en
el semanario se manifestaban. Confiaba en los jóvenes. Creía que a ellos
—estudiantes y obreros— había de dirigirse especialmente el esfuerzo de
captación. La República era, a su juicio, anacrónica en sus planteamientos
ideológicos formales que acabarían siendo devorados por la presión de las
masas, socialista y comunista. En ese difícil terreno, pensaba él que sería
preciso dar la batalla. Arrebatando al marxismo la bandera de la revolución
social para darle un contenido de signo nacional inequívoco frente al
internacionalismo de los otros. Pienso que ahí estaba la clave de su
originalidad política. Y también en haber elegido los dos movimientos populares
existentes en el cuerpo social —el carlismo y el anarquismo— que consideraba
más profundamente auténticos y entroncados en la raíz celtibérica de la raza.
El carlismo como protesta armada del patriotismo tradicional y de las viejas y
autóctonas formas de vida hispanas y el anarquismo como reacción primitiva, y
un tanto bárbara, a los abusos capitalistas del sistema liberal y como cauce
espontáneo y libertario de la idiosincrasia española frente a la tiranía
burocrática de las internacionales obreras.
Era un interlocutor rápido y sugestivo. Hablé
con él durante muchas horas en almuerzos íntimos que celebrábamos en la
cervecería alemana de la calle de Zorrilla. Las ideas de Ramiro eran brillantes
y bien acabadas, aunque él mismo dudaba de la viabilidad táctica de su
propagación en aquellos momentos de torrencial pasión política. Contaba con
escasos medios materiales. Yo mismo le proporcioné algunos, acudiendo a mis
amistades bilbaínas, aunque muchas de ellas no lo conocían, ni entendían muy
bien qué era aquello del nacional-sindicalismo. Al semanario sucedió una
revista doctrinal, pobre de presentación, pero abigarrada de contenidos
diversos. Otro local de reunión fue entonces un piso de la calle de los Caños
que yo solía visitar en mis breves viajes a la capital y donde conocí a nuevos
amigos y seguidores de Ramiro que ya se había fusionado con las Juntas
Castellanas de Actuación Hispánica que fundara casi simultáneamente Onésimo
Redondo en Valladolid.
Ramiro había utilizado en sus primeros mensajes
un símbolo heráldico que representaba la huella de la garra del león encerrada
en un sol y que recordaba, en su disposición, el pendón de alguno de los viejos
valles navarros pirenaicos. Pero un día apareció el dibujo del yugo y de las
flechas sacado de tantos testimonios de nuestra arqueología histórica, traído
por Juan Aparicio, que era entonces un joven delgado de morena tez, ojos
meridionales penetrantes, que había cursado Derecho en la Universidad y oído
algún comentario sobre esa simbología de Fernando de los Ríos, granadino como
él.
Era grato conversar con Ramiro pero no era
fácil negociar con él. Yo no acepté la disciplina de su organización aunque le
prometí y conseguí apoyos sustanciales. Mi posición era coincidente en algunas
cosas pero discrepante en otras. Además, en mi actividad política en Vizcaya y
en los comicios electorales, no podía desprenderme de mi condición,
públicamente mantenida, de monárquico y de mis contactos con quienes dirigían
desde Madrid aquella tendencia. En virtud de ello, y dentro de una total
independencia para mis movimientos, fui una especie de colaborador por libre de
la naciente organización enviando incluso algunos pequeños trabajos a la
revista política. Cuando en 1933 nació la Falange, con el ímpetu y la
expectación que le comunicara la relevante personalidad de José Antonio, yo me
permití aconsejar a Ramiro que tratara de buscar un entendimiento con él, para
evitar fraccionamiento y dispersiones en un sector que alimentaba muchas
esperanzas, pero que contaba todavía con escasas realidades. No fue rápido, ni
cómodo, el convencer a Ramiro de esta negociación. Se oponía a ella por razones
doctrinales que entendía debía salvaguardar y que, a su juicio, correrían
riesgo de anulación en la hipótesis de un acuerdo de fusión entre ambos
movimientos.
Yo intervine como mediador en varias de estas
conversaciones entre Ramiro y José Antonio, hablando después a solas con cada
uno de ellos, con ánimo de limar asperezas y superar divergencias personales.
Los contactos se iniciaron ya, a fines de agosto de 1933, en San Sebastián.
Ramiro —recién salido del penal de Ocaña— me pidió que buscáramos un lugar de
encuentro con José Antonio y quienes entonces le acompañaban en su intento de
fundar la Falange. La entrevista se celebró en uno de los hoteles de San
Sebastián que da a la Concha. Almorzamos juntos, José Antonio, Ledesma,
Valdecasas y Ruiz de Alda, prolongándose la sobremesa hasta casi las seis de la
tarde. Hubo mutuo recelo desde un principio y mayor reserva y casi mutismo
sobre algunos extremos por parte de Ramiro, que tanteaba visiblemente a sus
interlocutores.
Éstos hablaron de la inminente aparición
pública del nuevo movimiento político que ellos habían de acaudillar como
triunvirato fundacional. Se hablaba entonces de la probable disolución de las
Cortes y de la caída del Gobierno Azaña a cuya nueva etapa se esperaba para
gozar de un mayor margen de libertad expresiva. Debo decir que mis recuerdos me
inclinan a pensar que la intransigencia estaba más veces del lado de Ramiro que
del lado de su interlocutor. Eran en realidad dos tipos humanos muy diversos.
José Antonio era un gran señor andaluz, mundano, elegante, ingenioso y de una
irresistible seducción personal. Ramiro era un hombre de las orillas del Duero,
montaraz, autodidacto, de humilde extracción, introvertido. No voy a relatar
aquí los muchos y contradictorios laberintos que tuvo aquella larga negociación
que culminó en el acuerdo de febrero del 34. Sólo resumiré lo ocurrido diciendo
que José Antonio aceptó prácticamente todo el contenido doctrinal de la tesis
del sindicalismo nacional y buena parte de su simbología y liturgia. Al acto de
fusión, celebrado en Valladolid en marzo siguiente, acudí desde Bilbao con un
grupo de amigos. Ramiro estaba satisfecho de su discurso, extenso, sistemático
y muy aplaudido. A la salida hubo incidentes bastante graves con los grupos
armados de la juventud socialista.
Por qué aquello duró solamente unos meses
—hasta enero de 1935—, en que se volvieron a separar Ramiro, con varias
personalidades de su grupo, de la Falange joseantoniana, es problema intrincado
al que no fueron ajenos, a mi parecer, elementos que trataron, desde la
unificación misma, de sembrar el mutuo receló y la sospecha entre dos hombres
que en definitiva luchaban por una causa común aunque hubiera importantes
matices tácticos que los diferenciaran. La ruptura fue acogida con alborozo
indisimulado en el campo adversario y quizá también en algún sector de la
derecha conservadora al que en el fondo todo aquello molestaba y parecía
perturbar para el logro de otros objetivos puramente reaccionarios y
defensivos. Ramiro vino a Bilbao a relatarme lo ocurrido y me pareció inútil
tratar de rehacer lo que irremediablemente se había consumado. Me habló de
sacar un semanario, La Patria libre, y de sus apoyos
sindicales en Barcelona que procedían en gran parte de antiguos militantes de
la CNT. También me confió su idea de publicar dos libros de diverso alcance y
contenido pero obedientes a un mismo contexto. Un discurso a las juventudes que
resumiera sus reflexiones doctrinales y sirviera también de exhortación a la
actividad política. Y una pequeña historia crítica de lo sucedido en la
trayectoria del movimiento jonsista y en las relaciones y fusión con la Falange
hasta el momento de la ruptura. Le expuse los riesgos e inconvenientes que
tenía un trabajo de esa naturaleza en que naturalmente muchos detalles habían
de permanecer inéditos y que, aun así, sería explotado por el adversario con la
intención que se supone. Mas él seguía firme en el propósito, aunque ocultando
su nombre bajo el seudónimo «Roberto Lanzas», solución un tanto ingenua
teniendo en cuenta lo reducido del cotarro en que aquellas discordias se
movían.
Al cabo de unos meses, creo que a fines de
junio de 1935, me llamó Ramiro desde Madrid para proponerme encontrarnos en
Burgos. Quería enseñarme algunos trozos originales del Discurso y
varios capítulos del otro libro, titulado provisionalmente¿Fascismo en
España? Nos citamos para el sábado siguiente. Entonces no existía eso
que hoy se llama el «tráfico» en las carreteras. Subí en solitario desde Bilbao
por Orduña y llegué a la puerta del restaurán en que nos habíamos de encontrar
a mediodía. Al poco tiempo llegó Ramiro, enfundado en una cazadora de cuero con
una boina calada hasta las cejas y gafas de motorista, cabalgando una Royal
Enfield de escandaloso petardeo. Había sufrido, meses antes, un accidente que
le amputó una falange del dedo índice derecho. Pasamos en seguida al comedor
—no éramos ninguno de los dos, gentes de aperitivo— y comenzó la conversación.
En una carpeta traía parte de los originales de sus obras pendientes y me las
dio a leer, ilustrando su contenido con apostillas y comentarios. No creía que
su intento aislado de La Patria libre tendría probabilidades
de éxito y comprendió muy bien que las preocupaciones políticas de aquel
extraño período cedo-radical en el que las veleidades y caprichos del
presidente Alcalá Zamora protagonizaban la marcha de los gobiernos, estaban
lejos de sus iniciativas y proyectos. Pero seguía confiando con ciega fe en que
sus postulados esenciales, lo que él había aportado como pasto espiritual a un
gran sector juvenil, darían inevitablemente sus frutos en una u otra coyuntura
cuya predicción le parecía arriesgada.
Eran las dos, cuando el almuerzo terminó. Me
propuso dar un paseo y como las calles no eran apetecibles, subimos en mi coche
hacia las ruinas del viejo castillo, entonces abandonadas a la invasión vegetal
y a la desolación. Mirando a la ciudad, con San Esteban al pie, las agujas
góticas de la catedral a la derecha y el caserío arracimado en torno, el
horizonte se adivinaba con limpios perfiles que llegaban a la crestería de la
Sierra de la Demanda y al cerro de San Lorenzo, con nieve todavía. El campo
estaba verde, de trigo en agraz y la colina de Miraflores renovaba su arbolado,
dando escolta al monasterio. Nos sentamos en el suelo de hierbas altas. Y
hablamos sin cesar hasta el anochecer.
Han pasado casi cuarenta años de aquella
conversación. Y sin embargo yo recuerdo casi literalmente la escena, la voz,
los términos, de mucho de lo que Ramiro dijo. Si lo traigo aquí, a esta breve
silueta, es porque entiendo que ayuda a completar el perfil humano de aquel
buen amigo mío. Ramiro, que nunca había salido de las fronteras, salvo un breve
viaje a Lisboa a visitar a Onésimo Redondo, exiliado temporalmente en aquella
capital, tenía una aguda conciencia de que lo europeo, es decir, lo que se
adivinaba como inevitable en el viejo continente, condicionaría la entera
problemática española de los años siguientes. Las apariciones sucesivas del
nacionalismo revolucionario y juvenil en Italia y Alemania y el claro signo
antimarxista de ambos movimientos le parecían síntomas inequívocos de una gran
conmoción europea próxima. «La guerra será irremediable», me repetía. Confiaba
poco en la resistencia militar de los anglo-franceses por considerarlos mal
equipados, ideológica y psicológicamente, para aguantar la eventual embestida
fascista. Curiosamente, subestimaba a Norteamérica, a la que consideraba lejana
y desinteresada y sacudida por una grave crisis económica interior, lo que a su
juicio la encerraría en el aislacionismo. El enigma soviético le preocupaba sin
atreverse a pronunciar un juicio sobre su definitiva alineación en caso de
grave conflicto, inclinándose por suponerle una neutralidad expectante. Es
sorprendente que un hombre como Ledesma, ajeno a la diplomacia activa y a la
política internacional que en aquellos años apenas contaba en nuestras
polémicas interiores, salvo esporádicamente durante la conquista de Abisinia
por Italia, tuviera tan absorbente interés por los grandes problemas exteriores
y tan certera intuición en considerarlos interdependientes del porvenir
nacional. A cada momento subrayaba sin embargo su discrepancia con el partido
italiano y el nacional-socialismo alemán. Pensaba que Mussolini no había
logrado atraerse a las masas trabajadoras y que las corporaciones eran fórmulas
de atrincheramiento burgués para evitar la auténtica transformación social que
él propugnaba. Más le impresionaba el nacional-socialismo alemán, cuya capacidad
revolucionaria juzgaba auténtica como basada en la violencia y en los mitos de
la sangre y la raza, encarnados por el Reich germánico. Pero no dejaba de ver
la forzosa limitación que una ideología excluyente por naturaleza había de
tener para proyectarse fuera de esas mismas fronteras raciales.
Tenía un radical escepticismo sobre las
soluciones inmediatas interiores. Habló con gran respeto de José Antonio cuyo
talento y personalidad admiraba y me insistió una y otra vez en que después de
la ruptura la Falange había recogido, sin excepción, el contenido entero de sus
ideas jonsistas primitivas a pesar de la oposición de muchos. Pero, a su
juicio, la gran oportunidad se había perdido después de la revolución de 1934.
Aquello era, según él, la coyuntura más favorable que había tenido el
movimiento de intervenir activamente, incluso insurreccionalmente, en la lucha
política, atrayendo a las filas de los que hubieran asaltado el Estado, buen
número de jóvenes oficiales que a juicio de él, se hubieran comprometido en la
intentona. Abandonado el propósito, por otras tácticas distintas, se había
desdibujado la presencia de la Falange en la escena política de la República y
si otra coyuntura se presentaba —quizá por la amenaza de una nueva revolución
de signo marxista— la presión de la derecha atemorizada exigiría un mando
militar que lo absorbería todo dentro de su órbita específica. Temía que,
entonces, se diluyeran las metas de la ambición originaria y que la burguesía
triunfante daría un tinte atrozmente reaccionario a la situación, incluso
efectuando concesiones verbales a determinadas liturgias por considerarlas
útiles para atraer a la juventud.
Veía en su obra el fallo de su trayectoria
formal, dispersa, con la ruptura sobrevenida, y la consideraba desorientada,
por falta de horizontes concretos en los que trabajar políticamente. Pero
tenía, en cambio, viva conciencia de haber sembrado con fruto una ideología con
aportaciones novedosas y semántica bien acuñada. No le importaba haber sido
precursor aunque el curso de los acontecimientos le hubiera arrebatado el timón
de la organización. Seguía escribiendo y leyendo sin cesar: Filosofía alemana.
Política francesa. Era un perpetuo y aplicado inquiridor y le satisfacía que el
interlocutor lo acompañase en el itinerario de sus divagaciones intelectuales.
Me habló finalmente de su familia, de la que
apenas yo sabía nada. De sus hermanos, de su pueblo natal, de un tío médico al
que guardaba agradecimiento por haberle ayudado en sus primeros pasos. Años
después, conocí una carta de Ramiro a ese pariente en que revela una entrañable
disposición hacia el afecto de los suyos, «el grande y bello regazo familiar».
En esa misiva dice también que sus ansias eran saber lo más posible y
simultáneamente comprender. «No podré nunca arrepentirme de haber empleado mi
tiempo en saber y comprender. De aquí ha de partir mi obra futura, guiada por
esos dos verbos, como dos faros en la noche de tormenta.»
Bajamos del castillo hacia la ciudad, cuando ya
los fulgores del sol de junio se escondían tras la línea horizontal de la
meseta que cortaban los erguidos chopos del Arlanzón. Recogió Ramiro su moto y
se enfundó en la zamarra de cuero. Nos abrazamos fuertemente y salió por el
puente, camino de Madrid. No nos volvimos a ver después de este largo y
apasionado diálogo que fue también, sin saberlo, nuestra despedida.
Capítulo extraído del libro Así los he visto, Ed. Planeta, Barcelona, 1975, pp. 71-80
Visto en: El Archivo Ramiro Ledesma Ramos
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