Por Juantxo García
Hasta no hace mucho un joven rebotado, a disgusto con el mundo que le rodea, se bebía un brebaje recuelo de todas las ideas archifracasadas de los siglos XIX y XX (anarquismo, marxismo, leninismo, maoísmo, trotskismo, guevarismo y un largo etcétera) y se convertía en un radical. Bien entendido que un radical epidérmico y, como no podía ser de otra manera, enganchado a través de miles de cables a sistema de valores burgueses del liberal-capitalismo.
Hace un buen puñado de años, una amiga que trabajaba en la Conselleria de Cultura de la Generalitat valenciana me presentó a un amigo vasco. El chico venía a Valencia a pasar unos días de Usurbil, cerca de San Sebastián. Era lo que se podría definir un "abertzale de izquierdas", pero charlando sobre varias cuestiones, en un momento, dado me confesó que el sueño de su vida era "vivir en Nueva York". "Pues no es tan fiero el león como me lo han vendido", pensé para mis adentros.
En el magma del radicalismo sólo una minoría era y es capaz de dar el salto de la superficie a la médula. Esto es, el radicalismo hace las veces, en la mayoría de los casos, de envoltorio, de pose porque, allá en el fondo, a lo que se aspira el (falso) rebelde es a encontrar un hueco donde consumir... y cuanto más mejor.
El "hippie" de los años sesenta se convirtió en el "yuppie" de los años ochenta, y el "radical" de siempre acaba mutando en el político al uso (y al abuso) que todos conocemos. Pienso, sin ir más lejos, en el corrupto Rafael Blasco: del FRAP maoísta al PP y de aquí al trinque. La lista es kilométrica.
Sin embargo, algo está cambiando en el llamado occidente. El nuevo radicalismo ya no mama en los subproductos generados por el propio occidente, sino que abreva en el takfirismo; esto es, en el fanatismo islamista más endemoniado y cruel. El joven occidental que se pasa con armas, bagajes y espíritu al takfirismo, ya no encuentra en las banderas rojas la suficiente carga de nihilismo y se entrega, no ya a la enseña verde del profeta Mahoma, sino a la bandera negra del yihadismo. Y la cuestión es que esto es sólo el comienzo y si la "crisis" se dilata en el tiempo como todos los indicadores parecen apuntar, la cosa, indefectiblemente, tiene que ir a más.
Cuando alguien se sale del redil es porque el redil apesta. Nuestra sociedad demoburguesa, enamorada de sí misma como Narciso tras encontrase con su imagen en el charco, permanentemente anclada en el hiperculto a su ombligo, se considera a sí misma el culmen de la humanidad, de la civilización, sin darse cuenta que lo que realmente hemos construido es un gigantesco, totalitario y aterrador Leviatán antihumano, ecocida y etnocida.
Esta sociedad se alarma ante los radicales. Tanto más en cuanto hemos pasado del simpático y entrañable izquierdoso al abominable takfirí. Occidente tiene miedo. No miedo al chaval que se enfunda una "t-shirt" con la cara del "Che" Guevara (al que sabe que tiene, por unos u otros mecanismos, amarrado) sino a alguien que, en verdad, quiere acabar con el "mundo conocido".
El problema, insisto, no es que un cuerpo social tenga enemigos, incluso enemigos letales, el problema es que ese mundo sea absolutamente incapaz de parar la hemorragia porque él es el principal responsable de la herida que sangra. Porque, ¿qué ofrecen nuestras sociedades a las franjas más jóvenes de la sociedad? Una piara compartimentada entre burgueses ricos y burgueses pobres y, como consecuencia de ello, todo un rosario de despropósitos sin otros valores que los estrictamente bursátiles y, en general, entretenimientos (porque en el fondo de lo que se trata es de entretener a la masa) carentes de otro sentido que no sea el de anestesiar e inhibir.
Y, por último, una idea que no es conveniente apartar del horizonte. Que nadie se engañe, la cosa no va de la burra vieja y destentada fukuyamiana del "choque de civilizaciones", el nudo gordiano es medularmente distinto: son las convulsiones del (des)orden burgués que se niega a reconocer que es un insoportable vejestorio.
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