Por Ramiro Ledesma Ramos
La conquista del Poder por el
marxismo en Rusia es, sin ninguna duda, el primer fruto subversivo de la época
actual, en el orden del tiempo. Cada día que pasa se hace más fácil comprender
el verdadero carácter histórico de la revolución soviética, el papel que le
corresponde en el proceso de realizaciones revolucionarias inaugurado a raíz de
la Gran Guerra. Su legitimidad, entendiendo con esta palabra sus títulos a
presentarse como una manifestación positiva del espíritu propiamente actual, es
incuestionable. Ahora bien, apresurémonos a decir que esa contribución valiosa
y positiva lo es en el grado mismo en que resultaron fracasadas y fallidas las
apetencias más profundas que informaron sus primeros pasos.
En efecto, pudo creerse y
pudieron también creer naturalmente los animadores rojos hacia 1920-21, que la
llamarada soviética se disponía a ser la bandera única de la revolución
universal, es decir, que toda la capacidad trasmutadora de nuestro tiempo iba a
polarizarse y unirse en el único objetivo mundial de instaurar la dictadura
proletaria, con arreglo a los ritos, a la mecánica y a los propósitos del
marxismo. Tal creencia es ya hoy un error absoluto, y no tiene creyentes
verdaderos ni en el mismo Comité supremo de la III Internacional. Y ello no
porque resultasen falsas las características subversivas del presente momento
histórico, es decir, no porque se haya abroquelado o impermeabilizado la época
para toda hazaña revolucionaria, sino porque los moldes trasmutadores
bolcheviques no se han ajustado ni han monopolizado los valores realmente
eficaces de la subversión moderna.
La revolución bolchevique triunfó
en Rusia no tanto como revolución propiamente marxista que como revolución
nacional. El fenómeno no es nada contradictorio y tiene una explicación en
extremo sencilla. En el año 1917, en plena guerra europea, culminaban bajo el
cielo ruso todas esas bien conocidas monstruosidades que eran la base del
régimen zarista. Una aristocracia rectora, extraña en absoluto al ser de Rusia,
antinacional, que apenas hablaba ruso sino francés, y no tenía de su papel real
en la vida rusa la más mínima idea. Una alta burocracia necia, venal y de
funcionamiento irritante. Y sobre todo, en 1917, la realidad cruda de la
matanza guerrera, a las órdenes de Estados mayores continuamente reñidos con la
victoria, en plena y absoluta desorganización, bloqueadas y castigadas las
masas por todas las furias imaginables, por el hambre, la desesperación y la
impotencia. En esas condiciones, los bolcheviques eran los únicos que podían
dar las consignas salvadoras de la situación, consignas que no eran otras
que las de curar el dolor de cabeza cortando si era preciso la cabeza.
Había quizá que aniquilar completamente
a Rusia para hacer posible sobre aquel suelo, y con aquellas grandes masas
rusas supervivientes de campesinos, de obreros y de soldados, una sociedad
nacional. Los bolcheviques eran los únicos, repito, que podían manejar sin
escrúpulos una palanca aniquiladora de tal magnitud. Los únicos que podían
jugar con entereza la carta que se requería, y que era nada menos la
liquidación definitiva de la Rusia histórica. Su victoria y su triunfo parecen
innegables. Jugaron la carta de Rusia y la ganaron. Incorporaron desde luego
una cosa que en esta época no sólo no es nada despreciable sino principalísima
y fértil: un nuevo sentido social, una nueva manera de entender la ordenación
económica y una concepción, asimismo nueva, del mundo y de la vida. Con esos
ingredientes han forjado su victoria. Pero entendámoslo bien: esa victoria no
es otra que la de haber edificado de veras una Patria. Es una victoria
nacional.
Que la revolución soviética sea
en efecto la revolución mundial es cosa que parece ya resuelta en sentido
negativo. Es más, la Rusia actual no sacrificaría un adarme de sus intereses
nacionales por incrementar y ayudar una revolución de su mismo signo en una
parte cualquiera del globo. No pondría en riesgo su vida, la vida de la patria
rusa, ni comprometería esa arquitectura social, industrial y guerrera que ha
edificado con tanto dolor y tanta ilusión a través de veinte años.
¿Puede ser la Rusia bolchevique
un espectáculo normal para el resto del mundo? ¿No es una provocación y un
peligro para los demás pueblos? Una contestación reaccionaria a esas dos
interrogantes la consideramos en absoluto inadmisible. Desde el punto de vista
del espíritu de la época, es decir, para quien de veras se sienta dentro de la
realidad operante en esta hora del mundo, la Rusia bolchevique es una nación
más, provista de un régimen social más o menos apetecible, en parte monstruoso
y en parte interesante para nosotros. ¿Es que el reconocimiento de las naciones
como tales se hace en virtud de similitudes de régimen y costumbres? ¿Depende
del tipo de Código civil en ellas vigente?
Discurso a las Juventudes de España, pp. 41-42
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