Por Alain de Benoist
En 1973, poco antes de su muerte,
el presidente Pompidou reconocía haber abierto las puertas a la inmigración a
petición de un cierto número de grades empresarios, como Francis Bouygues,
deseosos de beneficiarse de una mano de obra dócil, barata, desprovista de
conciencia de clase y carente de toda tradición de lucha social, con el
fin de ejercer presión a la baja sobre los salarios de los trabajadores
franceses, de reducir su fuerza reivindicativa y, de paso, romper la unidad del
movimiento obrero. Esos grandes empresarios, subrayaba Pompidou, ‘siempre
quieren más’.
Cuarenta años después nada ha
cambiado. En un momento en el que ningún partido que aspire a gobernar* se arriesgaría a pedir que se acelere aún más
el ritmo de la inmigración, sólo la patronal se pronuncia en ese sentido,
simplemente porque se trata siempre de su interés. La única diferencia es que
ahora los sectores económicos afectados por la inmigración son más numerosos,
ahora incluyen no sólo al sector industrial y a la hostelería sino que afectan
a profesionales antes protegidos frente a la inmigración, como los ingenieros o
los informáticos.
Es un hecho conocido que Francia
recurrió masivamente a la inmigración desde el siglo XIX. En 1876 los
inmigrantes eran ya 800.000 personas y eran 1,2 millones en 1911. La industria
francesa fue en un primer momento centro de atracción de la inmigración belga e
italiana y atrajo más tarde a los polacos, y después a los españoles y a los
portugueses. “Esta inmigración poco cualificada, no sindicada, permitirá al
empleador burlar las crecientes restricciones que impone el derecho laboral”.1
En 1924 llegó a crearse una
Sociedad General de Inmigración (SGI) a iniciativa de la industria del carbón y
de los dueños de las grandes explotaciones agrícolas del Nordeste. Esta
sociedad abrió oficinas de empleo en Europa, que funcionaron como una bomba
para aspirar mano de obra. En 1931 se llegaría a los 2,7 millones de
extranjeros en Francia, el 6,6% de la población total (515 de cada 100.000
habitantes).
“Un medio efectivo para una parte
de los empresarios para hacer presión a la baja sobre los salarios. […] Desde
esa época el capitalismo busca hacer competir unos con otros a los trabajadores
recurriendo a un ejército de reserva para bajar los salarios”.2
Tras la segunda guerra mundial,
los inmigrantes llegarán cada vez con más frecuencia de países del Magreb,
primero Argelia, después Marruecos. Camiones fletados por las grandes empresas
(sobre todo de los sectores del automóvil y la construcción) acuden por
centenares para reclutarlos en sus lugares de origen. Desde 1962 a 1974 se
instalarán en Francia por esta vía casi dos millones de inmigrantes
adicionales; de ellos unos 550.000 serán reclutados por la Oficina Nacional de
Inmigración (ONI), organismo gestionado por el Estado pero controlado bajo mano
por la patronal. Desde entonces la oleada no ha dejado de incrementarse.
“Cuando hay escasez de mano de
obra en un sector -explica Francois-Laurent Balssa- sólo hay dos alternativas:
o se aumentan los salarios o se recurre a mano de obra extranjera. Y es la
segunda la que generalmente prefiere el Consejo Nacional de la Patronal
Francesa (CNPF) y, después, a partir de 1998, el Movimiento de Empresas (MEDEF)
que lo sucede. Una elección que manifiesta el deseo de beneficio a corto plazo
y que tendría como efecto retardar el progreso de los medios de producción y la
innovación industrial. El ejemplo del comportamiento de Japón en ese mismo
periodo muestra cómo el rechazo de la inmigración a favor de la mano de obra
autóctona permitió a ese país llevar a cabo una revolución tecnológica con
la que se adelantó en el tiempo a la mayor parte de sus competidores
occidentales”.3
La inmigración fue, pues, en sus
inicios un fenómeno inducido por los empresarios. Hoy, lo continúa siendo. Son
las grandes empresas las que quieren siempre más inmigración. Esta inmigración
se produce de acuerdo con el espíritu del capitalismo, que tiende a la
eliminación de las fronteras (según el lema ‘dejad hacer, dejad pasar’).
“Obedeciendo a la lógica del dumping
social –prosigue Francois-Laurent Balssa- se ha creado de esta manera un
mercado de trabajo ‘low cost’, con los sinpapeles poco cualificados haciendo
las veces de trabajadores comodín. Es como si los grandes capitalistas y la
extrema izquierda hubieran hecho un pacto, unos porque quieren desmantelar el
Estado social, que consideran les sale demasiado caro, y los otros porque
quieren eliminar el Estado-Nación, al que consideran demasiado arcaico”.4
Por eso, el Partido Comunista
Francés y el sindicato Confederación General del Trabajo (CGT) combatieron
hasta 1981 el principio liberal de la apertura de fronteras en nombre de la
defensa de los intereses de la clase obrera y cambiaron después radicalmente su
postura.
“Dejad pasar a las personas pero
también a los capitales y a las mercancías, esa es la doctrina de la Comisión
Europea. Mejor: dejad pasar a las personas con el fin de rentabilizar mejor el
movimiento de capitales y mercancías” escribe Eric Zemmour, que recuerda que
“los importantes movimientos migratorios de los últimos veinte años han sido
componentes mayores de un crecimiento económico sin inflación porque el flujo
continuo de mano de obra barata pesa como una losa sobre los salarios de los
trabajadores occidentales5. Michèle Tribalat observa a su vez que
“la inmigración modifica el reparto de la tarta económica y este hecho
innegable tiene mucho que ver con que unos sean partidarios de una inmigración
intensa mientras otros intentan combatirla”.6
El liberal Phillippe Nemo, que
está inspirado aunque sólo sea en este caso, confirma esas observaciones:
“En Europa ciertos responsables
económicos sueñan con hacer venir a Europa una mano de obra barata,
capaz de ocupar, en un primer momento, ciertos empleos para los que
la mano de obra local es insuficiente y de presionar después significativamente
a la baja los salarios de los demás trabajadores europeos. Estos grupos de
presión, que tienen medios de sobra para hacerse oír en los gobiernos
nacionales y en la Comisión de Bruselas, son partidarios tanto de la
inmigración en general como de la extensión de la Unión Europea porque ésta
facilitará considerablemente la inmigración de trabajadores. Tienen razón desde
su punto de vista, es decir, según una lógica puramente económica (…). El
problema es que no se puede razonar en este tema usando una lógica meramente
económica, dada la cantidad de consecuencias sociológicas importantes que tiene
el flujo hacia Europa de población no europea. Si los capitalistas en general
prestan poca atención a este problema quizá sea porque ellos suelen disfrutar
de los beneficios económicos de la inmigración sin sufrir los perjuicios
sociales consiguientes. El dinero ganado por sus empresas, cuya rentabilidad
han asegurado mediante la inmigración, les permite vivir en residenciales de
lujo, dejando que sus compatriotas menos afortunados se las vean con la
población extranjera en los barrios desheredados”.7
Ésta es también la opinión de los
expertos. Es lo que reveló en el 2009 un informe del Consejo de Análisis
Económico (CAE), organismo que depende directamente del gobierno. Ese
documento, titulado ‘Inmigración, Cualificación y Mercado de Trabajo’, empieza
por explicar que la noción de ‘escasez de mano de obra’, que es lo que
tradicionalmente se alega para justificar el recurso a la inmigración, no tiene
un significado claro en épocas de desempleo. “Desde el punto de vista de la
ciencia económica, esa noción de escasez no está clara” se lee en ese texto,
porque “el hecho de que ciertos nativos rechacen ciertos tipos de empleo puede significar
sencillamente que esos trabajadores tienen acceso a otros empleos mejores, de
modo que en aquellos los salarios deberían aumentar para que los trabajadores
quisieran desempeñarlos” (p. 45). Esto revela claramente que la escasez se
produce sólo cuando en un sector no se ofrecen salarios suficientes -y que el
recurso a la inmigración es en definitiva un medio para no aumentar los
salarios, es decir, se crea artificialmente una escasez de mano de obra que se
remediará después buscando fuera mano de obra que acepte salarios inferiores.
El informe concluye además que “en el caso del mercado de trabajo esto
significa que en lugar de la inmigración de los años 60 podría haberse
producido un alza en los salarios de los trabajadores menos cualificados” (p.
46).
Ese mismo documento revisa además
una serie de estudios que han intentado calcular, en Francia y fuera de ella,
el impacto de la inmigración sobre los salarios: “Atlonji y Card encuentran que
un alza del 1% en la proporción de inmigrantes reduce el salario en un 1,2% […].
Boris concluye su estudio afirmando que entre 1980 y 2000 la inmigración debió
aumentar en un 11% la oferta de trabajo, lo que habría reducido el salario de
los nativos aproximadamente en un 3,2%” (pp. 37-38)
Desde principios de siglo la
inmigración ha aportado a la población de Francia aproximadamente 350.000
personas por año, la mayor parte de origen extra-europeo (de ellas 200.000
corresponden a entradas regulares debidas a inmigración por causas de trabajo o
de reagrupamiento familiar, 50.000 corresponden a peticiones de asilo y 80.000
a nacimientos en familias de origen extranjero). El número de
inmigrantes nacionalizados aumenta cada año en unos 150.000, de modo que a
mediados de siglo un tercio al menos de la población francesa procederá de la
inmigración.
Según las cifras oficiales, los inmigrantes que viven en hogares normales son hoy 5 millones, es decir, un 8% de la población francesa en el 2008. Los niños de cuyos padres al menos uno es inmigrante son 6,5 millones, o sea, el 11% de la población. Se calcula que los inmigrantes ilegales son entre 300.000 y 550.000 (las expulsiones de ilegales cuestan 232 millones al año, es decir, 12.000 euros cada caso). Por su parte, Jean-Paul Gourévitch, calcula que la población de origen extranjero sumaba en Francia en el 2009 unos 7,7 millones de personas (de ellas 3,4 millones de magrebíes y 2,4 millones de subsaharianos), es decir, el 12,2% de la población actual en la Francia europea. En el 2006 el 17% de los nacidos procedían de la población inmigrante.
Según las cifras oficiales, los inmigrantes que viven en hogares normales son hoy 5 millones, es decir, un 8% de la población francesa en el 2008. Los niños de cuyos padres al menos uno es inmigrante son 6,5 millones, o sea, el 11% de la población. Se calcula que los inmigrantes ilegales son entre 300.000 y 550.000 (las expulsiones de ilegales cuestan 232 millones al año, es decir, 12.000 euros cada caso). Por su parte, Jean-Paul Gourévitch, calcula que la población de origen extranjero sumaba en Francia en el 2009 unos 7,7 millones de personas (de ellas 3,4 millones de magrebíes y 2,4 millones de subsaharianos), es decir, el 12,2% de la población actual en la Francia europea. En el 2006 el 17% de los nacidos procedían de la población inmigrante.
Ahora bien, si es cierto que la
inmigración aporta a los negocios privados más de lo que les cuesta, en
contraste cuesta al sector público mucho más de lo que le aporta. Existen
cálculos del coste total de la inmigración. Según un estudio de Contribuyentes
Asociados, reeditado por Jean-Paul Gourévitch, el coste de la política
migratoria de Francia, los gastos que el Estado destina a la inmigración suman
hoy 79.400 millones de euros por año, de los que casi tres cuartos (58.600
millones) son costes sociales. Los aportes de los inmigrantes suman 48.900
millones, de los que dos tercios se deben a la fiscalidad directa (del Estado y
entidades locales) y a los impuestos indirectos (IVA y TIPP), de manera que el
déficit global para las finanzas públicas se eleva a 30.400 millones de euros
anuales, o sea, un 1,56 del PIB. Téngase en cuenta que el coste no económico de
la inmigración no está incluido en esas cifras.
Jean-Paul
Gourévitch precisa que “los estudios llevados a cabo al otro lado
del Canal de la Mancha y al otro lado del Atlántico muestran que el efecto
global de la inmigración sobre las finanzas públicas no es positivo porque la
inmigración de población no trabajadora, que cuesta al Estado más de lo que
aporta, es más numerosa que la inmigración de mano de obra, que aporta un poco
más de lo que cuesta, cuando no se trata de trabajadores ilegales”8.
Añade que si a los déficits fiscales que produce la inmigración se añaden los
gastos de expatriación, es decir, más de 11.000 millones, y lo que el Estado
deja de ingresar, entonces “el coste de la política migratoria de Francia se
eleva hoy a 38.300 millones de euros por año, lo que supone casi el 2% del PIB”.9
En Francia se está produciendo en
estos tiempos una inmigración de población no trabajadora, consecuencia del
reagrupamiento familiar. Pero hoy los inmigrantes constituyen más que nunca el
ejército de reserva del capital. En este sentido, resulta cuanto menos chocante
ver como las redes de sinpapeles que sostiene la extrema izquierda, que espera
encontrar en los inmigrantes un nuevo proletariado como el que perdió, sirven a
los intereses de la patronal. Redes mafiosas, traficantes de hombres y de
mercancías, grandes patronos, militantes ‘humanitarios’, empleadores en la
economía sumergida: todos son partidarios de la abolición de las fronteras a
favor del librecambismo a escala mundial. ¡Olivier Besancenot** y Laurence
Parisot*** unidos en la misma lucha!
Revelador es, por ejemplo, que
Michael Hardt y Antonio Negri, en sus libros-manifiesto Imperio y Multitud
10, se pronuncien por una “ciudadanía mundial” y hagan una
llamada a la eliminación de las fronteras, que tendría como efecto inmediato
acelerar el establecimiento en los países desarrollados de masas de
trabajadores con bajos salarios procedentes del Tercer Mundo o de los países
emergentes. El hecho de que la mayor parte de los inmigrantes deban hoy su
desarraigo a las dislocaciones continuas impuestas por la lógica del mercado
global, de que ese desarraigo sea precisamente el que busca el capitalismo para
someter más fácilmente el ser humano al mercado, el hecho en fin de que, por
otro lado, al arraigo territorial sea parte de las motivación humana, todo eso
no molesta de manera alguna a estos autores, que, muy al contrario, observan con
satisfacción que “el capital ha exigido una movilidad creciente de la mano de
obra y migraciones continuas a través de las fronteras nacionales”11.
El mercado mundial constituirá, desde su punto de vista, el marco natural de la
“ciudadanía mundial”, porque ese mercado “exige un espacio abierto a flujos
descodificados y desterritorializados”; esos autores suponen que el mercado
mundial sirve a los intereses de la “multitud” porque “la movilidad conlleva un
precio que tendrá que pagar el capital, que es el deseo acrecentado de
liberación”.12
El problema de esta apología del
desarraigo, considerado como pre-condición del “nomadismo” liberador, es que se
basa en una visión completamente irreal de la situación concreta de los
inmigrantes y de las personas desplazadas. Escriben Jacques Guigou y Jacques
Wajnsztein: “Hardt y Negri se hacen ilusiones sobre la capacidad de los flujos
migratorios para convertirse a la vez en una nueva posibilidad de
revalorización del capital y en una base para un enriquecimiento de las
perspectivas de la “multitud”. Las migraciones no son, sin embargo, nada más
que un aspecto de la competencia universal y, en sí mismo, emigrar no es más
liberador que quedarse en la propia tierra. El sujeto “nómada” no es más
proclive a la crítica y la sublevación que el sujeto sedentario”.13 “Mientras
los hombres abandonen a sus personas cercanas y vayan, incluso con riesgo de
sus vidas, a buscar trabajo en otros lugares -para incorporarse a la rueda del
capitalismo- no serán más portadores de emancipación que esos defensores
autocomplacientes del Occidente postmoderno, de los que vendrán a ser
simplemente la versión miserable”.14
Quienes critican el capitalismo y
aprueban a la vez esa inmigración cuya primera víctima es la clase obrera,
harían mejor callándose. Quienes critican la inmigración pero guardan silencio
sobre el capitalismo deberían hacer exactamente lo mismo.
Notas y referencias:
1. François-Laurent Balssa, « Un
choix salarial pour les grandes entreprises », en Le Spectacle du monde,
octubre 2010, p. 42.
2. Ibid., p. 43.
3. Ibid., p. 44.
4. Ibid., p. 45.
5. Le Spectacle du monde, septiembre 2010, pp. 16-17.
6. Michèle Tribalat, Les yeux grands fermés. L’immigration en France, Denoël, Paris 2010.
7. Philippe Nemo, entrevista online en la página de Le Temps d’y penser, 29 septiembre 2010.
8. Jean-Paul Gourévitch, « La réalité de l’immigration », en La Nef, mayo 2010, p. 14.
9. Ibid., p. 15.
10. Michel Hardt y Antonio Negri, Empire, Exils, Paris 2000 ; Multitude, La Découverte, Paris 2004.
11. Empire, op. cit., p. 481.
12. Ibid., pp. 403-404 y 312.
13. Jacques Guigou y Jacques Wajnsztejn, L’évanescence de la valeur. Une présentation critique du groupe Krisis, L’Harmattan, Paris 2004, p. 126.14. Robert Kurz, « L’Empire et ses théoriciens », en Anselm Jappe y Robert Kurz, Les habits neufs de l’Empire. Remarques sur Negri, Hardt et Rufin, Lignes-Léo Scheer, Paris 2003, pp. 114-115.
2. Ibid., p. 43.
3. Ibid., p. 44.
4. Ibid., p. 45.
5. Le Spectacle du monde, septiembre 2010, pp. 16-17.
6. Michèle Tribalat, Les yeux grands fermés. L’immigration en France, Denoël, Paris 2010.
7. Philippe Nemo, entrevista online en la página de Le Temps d’y penser, 29 septiembre 2010.
8. Jean-Paul Gourévitch, « La réalité de l’immigration », en La Nef, mayo 2010, p. 14.
9. Ibid., p. 15.
10. Michel Hardt y Antonio Negri, Empire, Exils, Paris 2000 ; Multitude, La Découverte, Paris 2004.
11. Empire, op. cit., p. 481.
12. Ibid., pp. 403-404 y 312.
13. Jacques Guigou y Jacques Wajnsztejn, L’évanescence de la valeur. Une présentation critique du groupe Krisis, L’Harmattan, Paris 2004, p. 126.14. Robert Kurz, « L’Empire et ses théoriciens », en Anselm Jappe y Robert Kurz, Les habits neufs de l’Empire. Remarques sur Negri, Hardt et Rufin, Lignes-Léo Scheer, Paris 2003, pp. 114-115.
Notas del traductor:
* En Francia. En otros países,
los gobernantes siguen llamando a la inmigración.
** Político trotskista francés,
portavoz del Nuevo Partido Anticapitalista.
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