Por Juan Manuel de Prada
En unas declaraciones recientes,
el presidente del Círculo de Empresarios abogaba por «un sistema de
contratación por debajo del salario mínimo» para jóvenes que, a la vez que
trabajan, están recibiendo formación. Se trataría, en apariencia, de recuperar
la figura del aprendiz, que en un orden social justo tiene mucho sentido; pues,
a cambio de un corto período escasamente remunerado, el trabajador aprende su
oficio, sabiendo además que obtendrá un trabajo estable. Pero el presidente del
Círculo de Empresarios no debía de referirse al aprendizaje que fructifica en
un empleo estable, porque a renglón seguido afirmó que «los puestos de trabajo
y los salarios fijos ya no serán para siempre»; y también que tendremos que
acostumbrarnos «a una vida más incierta, ligada a nuestra productividad». Pero
un «sistema de contratación por debajo del salario mínimo» en un contexto
laboral donde no hay puestos de trabajo estables ni salarios fijos, y donde
debemos acostumbrarnos a «una vida más incierta», significa, en román paladino,
la posibilidad de deslomar y ordeñar a un joven durante un corto período de
tiempo, para después pegarle una patada en el culo y arrojarlo a la basura; y
no a cambio de un salario ínfimo, como ya se hace, sino menos que ínfimo.
Sorprende que, a la vez que se postulan estas salvajadas, haya gente que se lleve las manos a la cabeza ante el ascenso de Podemos; y que haya agoreros que proclaman jeremíacos las calamidades futuras que nos traerá Podemos, después de callar (¡o aplaudir!) ante las sucesivas 'reformas laborales' que han legalizado la explotación laboral más indecorosa. Siempre que los escucho, perorando desde sus púlpitos mediáticos, recuerdo aquellas palabras escritas por el gran Leonardo Castellani poco sospechoso de comunista, cuando explicaba los orígenes de nuestra Guerra Civil: «Toda esa sangre de cristianas venas ha sido reclamada ante Dios por una gran pirámide de pecados previos contra el pobre, de pecados contra el hermano, de pecados contra el débil, de pecados contra el niño, de pecados contra Dios. De pecados de esos que dice la Escritura claman al cielo». Y es que, en efecto, defraudar el jornal al trabajador es uno de los cuatro pecados que claman al cielo. Quienes han pretendido solucionar la crisis económica deteriorando las condiciones laborales y aniquilando cualquier vestigio de justicia social ya están empezando a probar este castigo; y esto sólo es el aperitivo.
El único trabajo digno es el que está ligado al destino de la empresa; y la obligación de todo empresario es ofrecer un trabajo indefinido (puesto que todo empresario, salvo que sea un especulador, desea que su empresa dure indefinidamente). Esto, que es una obligación natural, es también lo más beneficioso para el empresario, que no necesita trabajadores de «vida incierta», sino ciertamente comprometidos con su trabajo, pues como nos enseña Saint-Exupéry en El principito uno sólo llega a amar la rosa que ha cultivado con amor, la rosa en cuyo cuidado ha empeñado sus desvelos. Rafael Gambra, glosando este hermoso pasaje de Saint-Exupéry, nos recuerda que sólo cuando hay lazos efectivos y duraderos tienen sentido el vivir, el luchar y hasta el morir; y que, cuando faltan esos lazos, no hay más que soledad espiritual y desaliento vital, angustia, desesperación y falta de sentido en la existencia. Un trabajo temporal y mal remunerado no hace sino agrandar las lacras propias de una «vida incierta». Quien tiene que trabajar en condiciones indignas no tarda en quebrarse anímicamente (si es que antes no se ha quebrado físicamente); y quien ofrece este tipo de trabajo no podrá reclamar a su trabajador compromiso alguno con la empresa, que tarde o temprano acabará pereciendo, sepultada entre los escombros de su propia iniquidad.
Una vida sin compromiso es una vida que carece de cuanto la hace humana. Y acostumbrarse a un trabajo y a un sueldo inciertos es la vida más inhumana concebible, porque el hombre necesita comprometerse y sentirse vinculado a lo que verdaderamente le importa (su familia, su patria, su trabajo); cuando no existe este vínculo o compromiso, la falta de amor no tarda en degenerar en hastío, en desapego, en aversión, en rabia, incluso en deseo de venganza. Todo eso es lo que trae «acostumbrarse a una vida incierta», que es el modo fino con el que algunos denominan a los pecados contra el pobre que claman al cielo. Y las injusticias siempre se pagan; aunque, con frecuencia, las pagan justos por pecadores, como ya se ha probado en otras fases de nuestra Historia (porque, cuando llega la hora de la venganza, los pecadores ¡esos patriotas tan tremendos! ya están fuera del país, lo mismo que su dinero).
Sorprende que, a la vez que se postulan estas salvajadas, haya gente que se lleve las manos a la cabeza ante el ascenso de Podemos; y que haya agoreros que proclaman jeremíacos las calamidades futuras que nos traerá Podemos, después de callar (¡o aplaudir!) ante las sucesivas 'reformas laborales' que han legalizado la explotación laboral más indecorosa. Siempre que los escucho, perorando desde sus púlpitos mediáticos, recuerdo aquellas palabras escritas por el gran Leonardo Castellani poco sospechoso de comunista, cuando explicaba los orígenes de nuestra Guerra Civil: «Toda esa sangre de cristianas venas ha sido reclamada ante Dios por una gran pirámide de pecados previos contra el pobre, de pecados contra el hermano, de pecados contra el débil, de pecados contra el niño, de pecados contra Dios. De pecados de esos que dice la Escritura claman al cielo». Y es que, en efecto, defraudar el jornal al trabajador es uno de los cuatro pecados que claman al cielo. Quienes han pretendido solucionar la crisis económica deteriorando las condiciones laborales y aniquilando cualquier vestigio de justicia social ya están empezando a probar este castigo; y esto sólo es el aperitivo.
El único trabajo digno es el que está ligado al destino de la empresa; y la obligación de todo empresario es ofrecer un trabajo indefinido (puesto que todo empresario, salvo que sea un especulador, desea que su empresa dure indefinidamente). Esto, que es una obligación natural, es también lo más beneficioso para el empresario, que no necesita trabajadores de «vida incierta», sino ciertamente comprometidos con su trabajo, pues como nos enseña Saint-Exupéry en El principito uno sólo llega a amar la rosa que ha cultivado con amor, la rosa en cuyo cuidado ha empeñado sus desvelos. Rafael Gambra, glosando este hermoso pasaje de Saint-Exupéry, nos recuerda que sólo cuando hay lazos efectivos y duraderos tienen sentido el vivir, el luchar y hasta el morir; y que, cuando faltan esos lazos, no hay más que soledad espiritual y desaliento vital, angustia, desesperación y falta de sentido en la existencia. Un trabajo temporal y mal remunerado no hace sino agrandar las lacras propias de una «vida incierta». Quien tiene que trabajar en condiciones indignas no tarda en quebrarse anímicamente (si es que antes no se ha quebrado físicamente); y quien ofrece este tipo de trabajo no podrá reclamar a su trabajador compromiso alguno con la empresa, que tarde o temprano acabará pereciendo, sepultada entre los escombros de su propia iniquidad.
Una vida sin compromiso es una vida que carece de cuanto la hace humana. Y acostumbrarse a un trabajo y a un sueldo inciertos es la vida más inhumana concebible, porque el hombre necesita comprometerse y sentirse vinculado a lo que verdaderamente le importa (su familia, su patria, su trabajo); cuando no existe este vínculo o compromiso, la falta de amor no tarda en degenerar en hastío, en desapego, en aversión, en rabia, incluso en deseo de venganza. Todo eso es lo que trae «acostumbrarse a una vida incierta», que es el modo fino con el que algunos denominan a los pecados contra el pobre que claman al cielo. Y las injusticias siempre se pagan; aunque, con frecuencia, las pagan justos por pecadores, como ya se ha probado en otras fases de nuestra Historia (porque, cuando llega la hora de la venganza, los pecadores ¡esos patriotas tan tremendos! ya están fuera del país, lo mismo que su dinero).
Extraído de: XLSemanal
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