Por Juantxo García
La decisión de demoler el monumento a Onésimo Redondo Ortega no podemos desencajarla del proceso de desmemoria histórica (e histérica) del pasado del país, a manos de una clase (casta) política nauseabunda que pretende hacernos creer que España vino al mundo de los vivos en 1976.
Es falso, empero, que estemos frente a un mero proceso de "desfranquistización", sino ante una operación de mucho mayor calado.
El capitalismo y sus colaboradores necesarios (izquierda incluida) precisan de una masa que no se plantee interrogantes, que no apele a su historia en caso alguno y, sobre todo, que viva el día a día en el marco de un sistema lobotomizador en la línea de lo que Orwell retrata, poco más o menos, en su magistral distopía "1984". Quieren (y para ello se financian a través del saqueo el erario público) que creamos que "este mundo" es el "mejor de los mundos posibles".
Onésimo Redondo Ortega no fue ni pudo ser franquista por una simple cuestión de calendario. Sí fue un gran luchador en defensa de los remolacheros vallisoletanos, un sindicalista de una pieza y, por supuesto, un gran patriota que abogó siempre por la construcción de un Estado nacional frente a los enemigos de toda laya y condición, y todo ello envuelto en un discurso sin concesiones, un mensaje de justicia social radical, abiertamente enemigo de usureros de la banca y cuatreros de las finanzas internacionales.
Lo de laminar el monumento a Onésimo Redondo Ortega es la enésima canallada del poder burgués vendido al criminal-imperialismo norteamericano. Pero es una canallada, insisto, que tiene su urdimbre y su lógica. Mientras se trata de borrar de la memoria de los españoles a aquellos compatriotas que combatieron por una España mejor, los poderes oligárquicos, con su otra mano, ensalzan o toleran a auténticos engendros sociales.
Así, en Valencia, concretamente en el Forn d'Alcedo, tenemos, por ejemplo, una calle dedicada al hijo de un rabino gandul y gorrón (Carlos Marx), una plaza con una placa dedicada a un recaudador de la organización criminal ETA (Olof Palme) y un monumento, en el epicentro de la plaza de Cánovas del Castillo, dedicado a un capitalista y tratante de esclavos negros (Marqués de Campo). La lista, obviamente, podría ser más larga y me imagino que en la capital castellana sucederá tres cuartos de lo mismo.
Llegados a este punto, alguien se puede preguntar por el qué hacer como respuesta. Desde luego, nada de ademanes histéricos. Es muy sencillo: reeditar sus obras completas y difundir su mensaje a través de internet, para que las generaciones nuevas tengan, al menos, la posibilidad de conocer a un español cuyo cerebro albergó ideas concretas para construir una España unida y libre.
Manos a la obra.
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