Por Alain de Benoist
Más allá de
la indignación legítima sobre la masacre perpetrada en los locales de Charlie,
¿qué lecciones pueden extraerse de este acontecimiento? ¿Es preciso ver, como
han hecho algunos medios, la prueba de que una “guerra total” se ha declarado
entre el islam y la cristiandad, entre Oriente y Occidente?
La forma abominable como han sido masacrados
los colaboradores de Charlie Hebdo nos ha conmovido, naturalmente. Y lo que
resulta más difícil cuando la emoción lo inunda todo, es conservar la razón. Y
esto hoy es lo más necesario. Imponerse una distancia interior que permita
analizar el acontecimiento y extraer lecciones. ¿Frente a qué nos encontramos?
Frente a una forma nueva de terrorismo, inaugurada en Francia con los casos de
Haled Kelkal y Mohammed Merah. Se distinguen olas de terrorismo precedentes
(los atentados del 11-S o el atentado de Madrid), que eran concebidos y puestos
en marcha a partir del extranjero por grandes redes internacionales
organizadas.
Aquí,
estamos ante atentados concebidos en Francia por individuos que han ido
radicalizándose de manera más o menos autónoma. Han pasado progresivamente de
la delincuencia al yihadismo, pero a menudo han recalado en el yihadismo. Son
de una gran sangre fría, saben utilizar armas y son perfectamente indiferentes
ante la vida de otros. Al mismo tiempo, son aficionados, como los hermanos
Kouachi que deciden diezmar una redacción “para vengar al profeta”, pero
empiezan por equivocarse de dirección, dejan huellas por todas partes, no
prevén ninguna estrategia de repliegue y olvidan su carné de identidad en el
coche que acaban de abandonar. Aficionados imprevisibles, lo que les hace mucho
más peligrosos.
Es preciso
estar atento al contagio mimético. La misma lógica mimética que ha suscitado la
comunión emocional de las concentraciones espontáneas en favor del Charlie
Hebdo no van a faltar émulos potenciales de Merah, de los hermanos Kouachi o de
Amedy Coulibaly. Imaginen la histeria social que podría provocar la repetición
a breves intervalos de atentados tales como el que acabamos de presenciar. Se
han visto cosas similares en el pasado. A esto se le llama “estrategia de la
tensión”.
Es preciso
evidentemente hacer la guerra a los que nos la hacen, y hacerla con todos los
medios necesarios. Pero hablar de “guerra total” no quiere decir gran cosa. Los
yihadistas (o los imanes que lanzan fatwas) son tan representativos del islam
como el Ku Kux Klan es representativo de la cristiandad. No son los yihadistas,
sino los occidentales quienes han agitado el espectro del “choque de
civilizaciones” que emplearon en desestabilizar a todo el Próximo Oriente y
eliminar a todos los jefes de Estado árabe-musulmanes que, desde Saddam Hussein
a Gadafi habían erigido barreras contra el islamismo radical. La necesidad de
luchar contra las consecuencias inmediatas no debe hacer olvidar la reflexión
sobre las causas primeras.
No es la
primera vez que una revista es atacada de forma violenta. Recordamos
especialmente atentados contra Minute o Le Choc du Mois, afortunadamente sin
víctimas que lamentar. Sin embargo, en esas ocasiones existió menos empatía con
esas acciones que pudieron ser mortales. ¿Dos pesos, dos medidas?
Digamos que
si, en lugar de emprender con la redacción de Charlie Hebdo, los terroristas la
hubieran emprendido contra la revista Valeurs Actuelles, es muy probable que
las reacciones no hubieran sido las mismas. No hubiéramos visto florecer los
«Yo soy Valeurs» como hemos visto florecer el «Yo soy Charlie» (del verbo “ser”,
supongo, no del verbo “seguir”). La clase política gubernamental no habría
hablado ciertamente de “unión nacional” (tema mitificador por excelencia, por
otra parte, pues una tal “unión” beneficia siempre a los que detentan el poder
y quieren beneficiarse de un consenso). Contrariamente a su predecesor Hara
Kiri, Charlie Hebdo, revista liberal-libertaria, se había convertido en uno de
los órganos de la ideología dominante. Ésta sabe reconocer a los suyos.
Se nos dice
de manera unánime que Charlie Hebdo había hecho de la libertad de expresión su
caballo de batalla. Pero el quid de sus campañas de delación ¿les habían
llevado a poner a Richard Millet a la puerta del comité de lectura de las
Éditions Gallimard, a remitir a Fabrice Le Quintrec de France Inter, o a Robert
Ménard et Éric Zemmour de Télé? ¿La libertad de expresión puede tener límites?
Basta de
hipocresía. El 26 de abril de 1999, los dirigentes de Charlie Hebdo habían
llevado al ministerio del interior 173.700 firmas reclamando la prohibición del
Front National. En materia de defensa de la libertad de expresión ¡podía
hacerse mejor! Hace solo unas semanas, Manuel Valls declaraba que «el libro de
Zemmour no merece que se lea», mientras que otro ministro pedía sin la más
mínima vergüenza que «los platós de TV y las columnas de los diarios cesen de
albergar tales propósitos». Y no hablemos ya del mismo affaire Dieudonné. Dicho
esto, seamos justos: entre los que celebran la libertad de expresión cuando se
trata de Zemmour, hay desgraciadamente muy pocos que estarían dispuestos a
reclamarla para sus adversarios. Pero, «la libertad es siempre la libertad de aquel
que piensa de otra manera» (Rosa Luxemburgo), lo que quiere decir que no tiene
mérito defenderla más que cuando se está dispuesto a que también se beneficie
aquellos a los que se execra. Pero esto es precisamente lo que rechaza la
ideología dominante, comprendida en los Estados Unidos, donde el primer
mandamiento permite a cada uno decir o escribir lo que quiera, pero donde las
opiniones no conformistas son aún más marginalizadas de lo que lo están en
Francia. Al igual que el derecho al trabajo no crea jamás un puesto de trabajo,
el derecho a hablar no garantiza la posibilidad de ser escuchado.
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