viernes, 2 de enero de 2015

EL ERROR DEL LIBERALISMO

Por Alain de Benoist


La concepción del hombre como “animal/ser económico” (el Homo oeconomicus de Adam Smith y su escuela) es el símbolo, el signo incluso, que connota a la vez el capitalismo burgués y el socialismo marxista. Liberalismo y marxismo han nacido como polos opuestos de un mismo sistema de valores económicos. El uno defiende al “explotador”, el otro al “explotado”, pero en ambos casos nos movemos dentro de la alienación económica. Liberales (no neoliberales) y marxistas están de acuerdo en un punto esencial: la función determinante de una sociedad es la economía. Ella constituye la infraestructura real de todo grupo humano. Son sus leyes las que permiten apreciar de un modo “científico” la actividad del hombre y prever su comportamiento. Dentro de la actividad económica, los marxistas conceden el papel preponderante al modo de producción, mientras que los liberales se lo dan al mercado. Es el modo de producción o el modo de consumo (economía “de partida” o economía “de llegada”) el que determina la estructura social. En esta concepción, el único fin que la sociedad civil consiente en asignarse es el bienestar material y el medio adecuado a tal fin es el pleno ejercicio de la actividad económica.

Se piensa que los hombres, definidos en lo esencial como agentes económicos, son en todo momento capaces de obrar según su “mejor interés” (económico); es decir, en los liberales en busca de un mayor bienestar material, y en los marxistas, de acuerdo con sus intereses de clase, determinados a su vez, en última instancia, por la posición del individuo dentro del aparato productivo. Nos hallamos ante un sistema fundamentalmente optimista: el hombre es por naturaleza “bueno” y “racional”; su tendencia “natural” le lleva a discernir constantemente dónde está su interés (económico) y cuáles son los medios para conseguirlo; de modo que, siempre que se le dé la posibilidad, se pronunciará a favor de la solución capaz de proporcionarle las mayores “ventajas”. Es también un sistema racionalista, construido por entero en torno al postulado (aún no demostrado) de la “racionalidad natural” de las decisiones del individuo, y en especial del consumidor y del empresario. En cuanto a estas “ventajas” y ese “interés” que se supone busca el individuo, no están bien definidos. ¿De qué tipo de “interés” se trata? ¿Con relación a qué sistema de valores hemos de apreciar las “ventajas? Ante tales cuestiones, los autores liberales hacen gala de las mismas reticencias que los marxistas cuando se trata de definir la “sociedad sin clases”. ¡Por el contrario, postulan, por unanimidad, que el interés individual se confunde con el general, el cual no sería otra cosa que la suma de cierto número de intereses individuales arbitrariamente considerados como no contradictorios.

Esta teoría general es presentada simultáneamente como empírica y como normativa, sin que podamos siempre distinguir bien lo que resulta del “dato experimental” y lo que se deduce de la “norma”. En efecto, no sólo se afirma que el hombre busca automáticamente su “beneficio individual”, sino que se declara, de manera más o menos implícita, que esa conducta es “natural” y, por consiguiente, preferible. El comportamiento basado en motivaciones económicas se convierte así en el mejor comportamiento posible.

La aparición de la teoría del Homo oeconomicus fue simultánea a la de la economía como ciencia, una “ciencia” puesta continuamente en jaque por lo imprevisto; es decir, por un factor humano no aprehensible racionalmente y que los partidarios del “economicismo” se esfuerzan en reducir mediante un proceso que supone desposeer al hombre de lo que le es más propio (la conciencia histórica). En efecto, sólo puede haber “ciencia económica” si la economía constituye una esfera autónoma, no dependiente de más leyes que de las suyas propias, y cuyos imperativos no pueden estar subordinados a otros considerados superiores. Si, por el contrario, la economía no es más que una esfera subordinada, la “ciencia económica” se reduce a una técnica o metodología “de geometría variable”; en cuanto disciplina, no es más que la descripción histórica y clasificación de los medios adecuados para alcanzar tal o cual intención de motivaciones no económicas. Finalmente, si la economía es una “ciencia” y, por otra parte, la función determinante de la estructura social, el hombre no es ya dueño de su destino, sino el objeto de unas “leyes económicas” cuyo conocimiento, cada vez más profundo, permite dilucidar el sentido de la historia. El devenir histórico responde a datos económicos, el hombre es movido por esos datos; el mundo marcha necesariamente hacia “un progreso cada vez mayor” (o hacia la “sociedad sin clases”).

El economicismo aparece así como una primera “laicización” de la teoría judeocristiana del sentido de la historia. De ahí la observación de Henri Lepage, para quien la teoría liberal se apoyó en un principio, paralelamente a la aparición del concepto de propiedad, en “la lenta maduración de la filosofía del progreso de que fue vehículo por tradición judeocristiana y su nueva visión “vectorial” (= lineal) de la historia, frente a la visión “circular” (= cíclica) del mundo antiguo” [Autogestión et capitalisme, Masson, 1978].

Los factores propiamente económicos –añade Lepage- no habría bastado para engendrar una nueva civilización en profunda ruptura con la precedente si, a la vez, la difusión del universo mental judeocristiano no hubiese contribuido a modelar un nuevo espíritu [ibídem].

Pero el liberalismo no es sólo eso. Históricamente, consiste sobre todo, como ha observado Thierry Maulnier, en una “reivindicación de la libertad para las nuevas formas de poder que nacen frente al Estado y para quienes las manejan” [La Societé nationale et la lutte des classes, en Les cahiers de combat, 1937]. En otros términos, el liberalismo es la doctrina por la que la función económica se emancipó de la tutela de lo político y justificó esa emancipación.

Frente al Estado, el liberalismo se manifiesta en una doble forma. De una parte, hace de él una crítica violenta, glosa su “ineficacia” y denuncia los “peligros del poder”. De otra, y en una segunda etapa, se esfuerza por hacerla bascular hacia la esfera económica, a fin de despolitizarlo e invertir la antigua jerarquía de las funciones. A medida que va desarrollándose, la casta económica atrae a sí la sustancia del Estado, subordinando poco a poco la decisión política a los imperativos económicos.

La única tarea del gobernante consiste en mantener el orden y la seguridad, sin los que no hay libertad de comercio, defender la propiedad (económica), etc. A cambio, debe igualmente exigir lo menos posible, proteger a los negociantes dejándoles la máxima libertad de acción, etc. En resumen: no ser ya el señor, sino el esclavo de los que, mejor informados que él de las “leyes de la economía” (que son las determinantes dentro de la sociedad), están también mejor situados para organizar el mundo con arreglo a su “mejor interés”. Constant y Jean-Baptiste Say describen al Estado como un mal necesario, una triste necesidad, un agente torpe cuyas prerrogativas hay que reducir constantemente (sistema de los “contrapoderes”, en espera del día feliz en que podamos desembarazarnos de él. Esta idea ha inspirado siempre a los teóricos liberales, y resulta notable que en su resultado final coincida con la tesis de la desaparición del Estado anunciada por Marx.

Paralelamente, la idea de igualdad, tomada del ámbito teológico, es a su vez “reducida al estado laical” y traída a la tierra en nombre de una metafísica profana, centrada en una abstracción hipostasiada que hace las delicias de la teoría jurídica del derecho natural: la “naturaleza humana”. En la Enciclopedia, Francois de Jaucort (1704-1779) escribe:

La igualdad natural o moral se basa en la constitución de la naturaleza humana común a todos los hombres, que nacen, crecen, viven y mueren de la misma manera. Puesto que la naturaleza humana es la misma en todos los hombres, es evidente que, según el derecho natural, todos deben estimar y tratar a los demás como seres que les son iguales por naturaleza.

Este postulado de una “igualdad natural” aparece implicado desde el principio en la teoría. En efecto, si los hombres no fuesen fundamentalmente iguales, no todos serían capaces de obrar “racionalmente” en aras de su “mejor interés”. Sin embargo –vale la pena subrayarlo- , la puesta en práctica de esta teoría de la igualdad “natural” tiene sobre todo el efecto de sustituir unas desigualdades no económicas por otras económicas. Antes se era rico por ser poderoso. Hoy se es poderoso por ser rico. La superioridad económica, injustificable cuando no es el corolario de una superioridad espiritual, se convierte en factor decisivo: tal individuo gana más dinero, , luego tiene más razón. El éxito económico se confunde con el éxito sin más (e incluso, en el sistema calvinista, con una superior moralidad). El espíritu competitivo, cuando no es totalmente aniquilado como en las sociedades comunistas, se va acantonando en un solo terreno. El aprendizaje del éxito económico selecciona a los “mejores”, es decir, a quienes se revelan como más aptos para la “lucha por la vida” con arreglo a las leyes de la sociedad mercantil (darwinismo social). Se suprimen los “privilegios” de nacimiento, las aristocracias hereditarias y los órdenes feudales, pero al mismo tiempo se instaura la jungla económica en nombre de la igualdad universal y la libertad del zorro en el gallinero: las desigualdades subsistentes son atribuidas a la pereza o la imprevisión, mientras se crean –la diástole llama a la sístole- las condiciones para que legue el socialismo a mejorar la oferta.

Esta concepción descarriada de la libertad y esta falsa idea de la igualdad acaban por despojar al individuo de todas sus adscripciones, de cuantas inclusiones le hacen participar de una identidad colectiva.

En el sistema liberal sólo cuenta la dimensión individual, acompañada de su antítesis, la “humanidad”. Todas las dimensiones intermedias: naciones, pueblos, culturas, etnias, etc, tienden a ser negadas, descalificadas (en tanto que “productos” de la acción política e histórica, y en tanto que “obstáculos” a la libertad de comercio) o consideradas como insignificantes. El interés individual domina al comunitario. Los “derechos del hombre” se refieren exclusivamente al individuo aislado, o a la “humanidad”. Los individuos reales son percibidos como reflejos, como “encarnaciones” de un concepto abstracto de individuo universal. La sociedad, a la que la tradición europea consideraba como integradora del individuo (en el sentido en que el organismo integra en un orden superior a los órganos que lo componen), se ve despojada de sus propiedades específicas y pasa a ser la simple suma de sus habitantes en un momento dado. En adelante es definida como una colección de personas arbitrariamente consideradas como soberanas, libres e iguales. La propia soberanía política es reducida al nivel individual. Al estar proscrita cualquier trascendencia del principio de autoridad, el poder no es ya más que una delegación hecha por unos individuos cuyos votos se suman con ocasión de las elecciones, delegación que vence regularmente y de la que el poder debe rendir cuentas a la manera de un presidente de consejo de administración ante la junta de accionistas. La “soberanía del pueblo” no es en modo alguno la del pueblo en cuanto tal, sino la indecisa, contradictoria y manipulable de los individuos de que ese pueblo se compone. Al ser los individuos iguales y tener primacía sobre las colectividades, el desarraigo se convierte en regla. La movilidad social, necesidad económica, cobra fuerza de ley. La práctica dirigida a consumar la teoría, favorece la abolición de las diferencias, que han acabado por ser calificadas de “injustas”, al depender del azar del nacimiento. Lo que implica, como subraya Pierre François Moureau, “romper las comunidades naturales, las metáforas orgánicas, las tradiciones históricas propicias a encerrar al sujeto en un conjunto que se supone no ha elegido” (Les racines du liberalisme, Seul, 1978). La concepción orgánica de la sociedad, derivada de la observación del mundo viviente, es sustituida por una concepción mecánica, inspirada en una física social. Se niega que el Estado pueda ser asimilado a la familia (Locke), que la sociedad sea un cuerpo, etcétera.

De hecho, una de las principales características de la economía liberal es su indiferencia y su irresponsabilidad frente a las herencias culturales, las identidades colectivas, los patrimonios y los intereses nacionales. La venta al extranjero de las riquezas artísticas nacionales, la interpretación de la “utilidad” en términos de rentabilidad comercial a corto plazo, la dispersión de las poblaciones y la organización sistemática de las migraciones, la cesión a sociedades “multinacionales” de la propiedad o la gestión de sectores enteros de la economía y la tecnología nacionales, la libre difusión de modos culturales exóticos, la sumisión de los media a maneras de concebir y de hablar ligados al desarrollo de las superpotencias políticas o ideológicas del momento, etc, son características de las sociedades occidentales actuales que constituyen la derivación lógica de la aplicación de los principales postulados de la doctrina liberal. El arraigo, que exige cierta continuidad cultural y una relativa estabilidad en las condiciones de vida, no puede menos que chocar con el leitmotiv del nomadismo permisivo resumido en el principio liberal laisser faire, laisser passer. Tales son las bases del “error liberal”.

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