Por Alain de Benoist
La concepción del hombre como
“animal/ser económico” (el Homo oeconomicus de Adam Smith y su escuela) es el
símbolo, el signo incluso, que connota a la vez el capitalismo burgués y el
socialismo marxista. Liberalismo y marxismo han nacido como polos opuestos de
un mismo sistema de valores económicos. El uno defiende al “explotador”, el
otro al “explotado”, pero en ambos casos nos movemos dentro de la alienación
económica. Liberales (no neoliberales) y marxistas están de acuerdo en un punto
esencial: la función determinante de una sociedad es la economía. Ella
constituye la infraestructura real de todo grupo humano. Son sus leyes las que
permiten apreciar de un modo “científico” la actividad del hombre y prever su comportamiento.
Dentro de la actividad económica, los marxistas conceden el papel preponderante
al modo de producción, mientras que los liberales se lo dan al mercado. Es el
modo de producción o el modo de consumo (economía “de partida” o economía “de
llegada”) el que determina la estructura social. En esta concepción, el único
fin que la sociedad civil consiente en asignarse es el bienestar material y el
medio adecuado a tal fin es el pleno ejercicio de la actividad económica.
Se piensa que los hombres,
definidos en lo esencial como agentes económicos, son en todo momento capaces
de obrar según su “mejor interés” (económico); es decir, en los liberales en
busca de un mayor bienestar material, y en los marxistas, de acuerdo con sus
intereses de clase, determinados a su vez, en última instancia, por la posición
del individuo dentro del aparato productivo. Nos hallamos ante un sistema fundamentalmente
optimista: el hombre es por naturaleza “bueno” y “racional”; su tendencia
“natural” le lleva a discernir constantemente dónde está su interés (económico)
y cuáles son los medios para conseguirlo; de modo que, siempre que se le dé la
posibilidad, se pronunciará a favor de la solución capaz de proporcionarle las
mayores “ventajas”. Es también un sistema racionalista, construido por entero
en torno al postulado (aún no demostrado) de la “racionalidad natural” de las
decisiones del individuo, y en especial del consumidor y del empresario. En
cuanto a estas “ventajas” y ese “interés” que se supone busca el individuo, no
están bien definidos. ¿De qué tipo de “interés” se trata? ¿Con relación a qué
sistema de valores hemos de apreciar las “ventajas? Ante tales cuestiones, los
autores liberales hacen gala de las mismas reticencias que los marxistas cuando
se trata de definir la “sociedad sin clases”. ¡Por el contrario, postulan, por
unanimidad, que el interés individual se confunde con el general, el cual no
sería otra cosa que la suma de cierto número de intereses individuales
arbitrariamente considerados como no contradictorios.
Esta teoría general es presentada
simultáneamente como empírica y como normativa, sin que podamos siempre
distinguir bien lo que resulta del “dato experimental” y lo que se deduce de la
“norma”. En efecto, no sólo se afirma que el hombre busca automáticamente su
“beneficio individual”, sino que se declara, de manera más o menos implícita,
que esa conducta es “natural” y, por consiguiente, preferible. El
comportamiento basado en motivaciones económicas se convierte así en el mejor
comportamiento posible.
La aparición de la teoría del
Homo oeconomicus fue simultánea a la de la economía como ciencia, una “ciencia”
puesta continuamente en jaque por lo imprevisto; es decir, por un factor humano
no aprehensible racionalmente y que los partidarios del “economicismo” se
esfuerzan en reducir mediante un proceso que supone desposeer al hombre de lo
que le es más propio (la conciencia histórica). En efecto, sólo puede haber
“ciencia económica” si la economía constituye una esfera autónoma, no
dependiente de más leyes que de las suyas propias, y cuyos imperativos no
pueden estar subordinados a otros considerados superiores. Si, por el
contrario, la economía no es más que una esfera subordinada, la “ciencia
económica” se reduce a una técnica o metodología “de geometría variable”; en
cuanto disciplina, no es más que la descripción histórica y clasificación de
los medios adecuados para alcanzar tal o cual intención de motivaciones no
económicas. Finalmente, si la economía es una “ciencia” y, por otra parte, la
función determinante de la estructura social, el hombre no es ya dueño de su
destino, sino el objeto de unas “leyes económicas” cuyo conocimiento, cada vez
más profundo, permite dilucidar el sentido de la historia. El devenir histórico
responde a datos económicos, el hombre es movido por esos datos; el mundo
marcha necesariamente hacia “un progreso cada vez mayor” (o hacia la “sociedad
sin clases”).
El economicismo aparece así como
una primera “laicización” de la teoría judeocristiana del sentido de la
historia. De ahí la observación de Henri Lepage, para quien la teoría liberal
se apoyó en un principio, paralelamente a la aparición del concepto de
propiedad, en “la lenta maduración de la filosofía del progreso de que fue
vehículo por tradición judeocristiana y su nueva visión “vectorial” (= lineal)
de la historia, frente a la visión “circular” (= cíclica) del mundo antiguo”
[Autogestión et capitalisme, Masson, 1978].
Los factores propiamente económicos
–añade Lepage- no habría bastado para engendrar una nueva civilización en
profunda ruptura con la precedente si, a la vez, la difusión del universo
mental judeocristiano no hubiese contribuido a modelar un nuevo espíritu
[ibídem].
Pero el liberalismo no es sólo
eso. Históricamente, consiste sobre todo, como ha observado Thierry Maulnier,
en una “reivindicación de la libertad para las nuevas formas de poder que nacen
frente al Estado y para quienes las manejan” [La Societé nationale et la lutte
des classes, en Les cahiers de combat, 1937]. En otros términos, el liberalismo
es la doctrina por la que la función económica se emancipó de la tutela de lo
político y justificó esa emancipación.
Frente al Estado, el liberalismo
se manifiesta en una doble forma. De una parte, hace de él una crítica
violenta, glosa su “ineficacia” y denuncia los “peligros del poder”. De otra, y
en una segunda etapa, se esfuerza por hacerla bascular hacia la esfera
económica, a fin de despolitizarlo e invertir la antigua jerarquía de las
funciones. A medida que va desarrollándose, la casta económica atrae a sí la
sustancia del Estado, subordinando poco a poco la decisión política a los
imperativos económicos.
La única tarea del gobernante
consiste en mantener el orden y la seguridad, sin los que no hay libertad de
comercio, defender la propiedad (económica), etc. A cambio, debe igualmente
exigir lo menos posible, proteger a los negociantes dejándoles la máxima
libertad de acción, etc. En resumen: no ser ya el señor, sino el esclavo de los
que, mejor informados que él de las “leyes de la economía” (que son las
determinantes dentro de la sociedad), están también mejor situados para
organizar el mundo con arreglo a su “mejor interés”. Constant y Jean-Baptiste
Say describen al Estado como un mal necesario, una triste necesidad, un agente
torpe cuyas prerrogativas hay que reducir constantemente (sistema de los
“contrapoderes”, en espera del día feliz en que podamos desembarazarnos de él.
Esta idea ha inspirado siempre a los teóricos liberales, y resulta notable que
en su resultado final coincida con la tesis de la desaparición del Estado
anunciada por Marx.
Paralelamente, la idea de
igualdad, tomada del ámbito teológico, es a su vez “reducida al estado laical”
y traída a la tierra en nombre de una metafísica profana, centrada en una
abstracción hipostasiada que hace las delicias de la teoría jurídica del
derecho natural: la “naturaleza humana”. En la Enciclopedia, Francois de
Jaucort (1704-1779) escribe:
La igualdad natural o moral se basa en la constitución de la naturaleza
humana común a todos los hombres, que nacen, crecen, viven y mueren de la misma
manera. Puesto que la naturaleza humana es la misma en todos los hombres, es
evidente que, según el derecho natural, todos deben estimar y tratar a los
demás como seres que les son iguales por naturaleza.
Este postulado de una “igualdad
natural” aparece implicado desde el principio en la teoría. En efecto, si los
hombres no fuesen fundamentalmente iguales, no todos serían capaces de obrar
“racionalmente” en aras de su “mejor interés”. Sin embargo –vale la pena
subrayarlo- , la puesta en práctica de esta teoría de la igualdad “natural”
tiene sobre todo el efecto de sustituir unas desigualdades no económicas por
otras económicas. Antes se era rico por ser poderoso. Hoy se es poderoso por
ser rico. La superioridad económica, injustificable cuando no es el corolario
de una superioridad espiritual, se convierte en factor decisivo: tal individuo
gana más dinero, , luego tiene más razón. El éxito económico se confunde con el
éxito sin más (e incluso, en el sistema calvinista, con una superior
moralidad). El espíritu competitivo, cuando no es totalmente aniquilado como en
las sociedades comunistas, se va acantonando en un solo terreno. El aprendizaje
del éxito económico selecciona a los “mejores”, es decir, a quienes se revelan
como más aptos para la “lucha por la vida” con arreglo a las leyes de la
sociedad mercantil (darwinismo social). Se suprimen los “privilegios” de
nacimiento, las aristocracias hereditarias y los órdenes feudales, pero al
mismo tiempo se instaura la jungla económica en nombre de la igualdad universal
y la libertad del zorro en el gallinero: las desigualdades subsistentes son
atribuidas a la pereza o la imprevisión, mientras se crean –la diástole llama a
la sístole- las condiciones para que legue el socialismo a mejorar la oferta.
Esta concepción descarriada de la
libertad y esta falsa idea de la igualdad acaban por despojar al individuo de
todas sus adscripciones, de cuantas inclusiones le hacen participar de una
identidad colectiva.
En el sistema liberal sólo cuenta
la dimensión individual, acompañada de su antítesis, la “humanidad”. Todas las
dimensiones intermedias: naciones, pueblos, culturas, etnias, etc, tienden a
ser negadas, descalificadas (en tanto que “productos” de la acción política e
histórica, y en tanto que “obstáculos” a la libertad de comercio) o
consideradas como insignificantes. El interés individual domina al comunitario.
Los “derechos del hombre” se refieren exclusivamente al individuo aislado, o a
la “humanidad”. Los individuos reales son percibidos como reflejos, como
“encarnaciones” de un concepto abstracto de individuo universal. La sociedad, a
la que la tradición europea consideraba como integradora del individuo (en el
sentido en que el organismo integra en un orden superior a los órganos que lo
componen), se ve despojada de sus propiedades específicas y pasa a ser la
simple suma de sus habitantes en un momento dado. En adelante es definida como
una colección de personas arbitrariamente consideradas como soberanas, libres e
iguales. La propia soberanía política es reducida al nivel individual. Al estar
proscrita cualquier trascendencia del principio de autoridad, el poder no es ya
más que una delegación hecha por unos individuos cuyos votos se suman con
ocasión de las elecciones, delegación que vence regularmente y de la que el
poder debe rendir cuentas a la manera de un presidente de consejo de
administración ante la junta de accionistas. La “soberanía del pueblo” no es en
modo alguno la del pueblo en cuanto tal, sino la indecisa, contradictoria y
manipulable de los individuos de que ese pueblo se compone. Al ser los
individuos iguales y tener primacía sobre las colectividades, el desarraigo se
convierte en regla. La movilidad social, necesidad económica, cobra fuerza de
ley. La práctica dirigida a consumar la teoría, favorece la abolición de las
diferencias, que han acabado por ser calificadas de “injustas”, al depender del
azar del nacimiento. Lo que implica, como subraya Pierre François Moureau,
“romper las comunidades naturales, las metáforas orgánicas, las tradiciones
históricas propicias a encerrar al sujeto en un conjunto que se supone no ha
elegido” (Les racines du liberalisme, Seul, 1978). La concepción orgánica de la
sociedad, derivada de la observación del mundo viviente, es sustituida por una concepción
mecánica, inspirada en una física social. Se niega que el Estado pueda ser
asimilado a la familia (Locke), que la sociedad sea un cuerpo, etcétera.
De hecho, una de las principales
características de la economía liberal es su indiferencia y su irresponsabilidad
frente a las herencias culturales, las identidades colectivas, los patrimonios
y los intereses nacionales. La venta al extranjero de las riquezas artísticas
nacionales, la interpretación de la “utilidad” en términos de rentabilidad
comercial a corto plazo, la dispersión de las poblaciones y la organización
sistemática de las migraciones, la cesión a sociedades “multinacionales” de la
propiedad o la gestión de sectores enteros de la economía y la tecnología
nacionales, la libre difusión de modos culturales exóticos, la sumisión de los
media a maneras de concebir y de hablar ligados al desarrollo de las
superpotencias políticas o ideológicas del momento, etc, son características de
las sociedades occidentales actuales que constituyen la derivación lógica de la
aplicación de los principales postulados de la doctrina liberal. El arraigo,
que exige cierta continuidad cultural y una relativa estabilidad en las
condiciones de vida, no puede menos que chocar con el leitmotiv del nomadismo
permisivo resumido en el principio liberal laisser faire, laisser passer. Tales
son las bases del “error liberal”.
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