Por Julius Evola
Cualquiera que haya rechazado el mito
racionalista del «progreso» y de la interpretación de la historia como
un desarrollo positivo ininterrumpido de la humanidad, se encontrará
gradualmente conducido hacia una visión del mundo que era común a todas
las grandes culturas tradicionales, y que tiene en su centro la memoria
de un proceso de degeneración, de un lento oscurecimiento, o de la caída
de un mundo anterior más elevado. Si penetramos más profundamente en el
interior de esta nueva (y antigua) interpretación, nos volvemos a
encontrar problemas variados, entre los cuales el principal es el
secreto de la decadencia.
En su sentido literal, esta pregunta no supone de ninguna manera una
novedad. Si se contemplan los magníficos vestigios de las culturas cuyo
nombre mismo ni siquiera ha llegado a nosotros, pero que parecen hacer
alcanzado, incluso en sus aspectos materiales, una grandeza y un poder
más que terrestres, se pueden difícilmente evitar plantearse problemas
sobre la muerte de las culturas, y sentir la insuficiencia de las
razones que son habitualmente dadas como explicaciones.
Podemos agradecer al conde de Gobineau por la mejor exposición y la más
de conocida, de este problema y también por una crítica magistral de las
principales hipótesis que le afectan. Su solución sobre la base del
pensamiento racial y de la pureza racial comporta también una gran parte
de verdad, pero tiene necesidad de ser ampliado por algunas
observaciones que conciernen a un orden de cosas más elevado. Pues han
existido numerosos casos donde una cultura se ha hundido incluso cuando
su raza ha permanecido pura, y esto es particularmente claro en algunos
grupos que han sufrido una lenta, inexorable extinción, aunque hubieran
permanecido racialmente asilados como islas. Estos pueblos están hoy en
la misma forma racial que en la que estaban dos siglos antes, pero es
difícil encontrar en el presente la heroica disposición y la conciencia
racial que poseyeron en otro tiempo.
Otras grandes culturas parecen simplemente haberse quedado rígidas como
momias: desde hacía mucho tiempo estaban interiormente muertas y bastaba
el menor soplo para abatirlas. Tal fue el caso, por ejemplo, del
antiguo Perú, este imperio solar gigantesco que fue aniquilado por
algunos aventureros salidos de los bajos fondos de Europa.
Si consideramos el secreto de la degeneración desde un punto de vista
exclusivamente tradicional, resulta más difícil todavía resolverlo
completamente. Es entonces una cuestión de división de todas las
culturas en dos tipos principales. De una parte, hay culturas
tradicionales, cuyos principios son idénticos e invariables, al margen
de todas las diferencias superficiales. El eje de estas culturas y la
cúspide de su orden jerárquico consisten en poderes y acciones
metafísicas, supra-individuales, que sirven para informar y justificar
todo lo que es simplemente humano, temporal, sujeto al devenir y a la
“historia”. Por otra parte, hay una «cultura moderna», que es
verdaderamente la antitradición y que se agota en sí misma en una
construcción de formas puramente humanas y terrestres y en el desarrollo
total de estas, en la búsqueda de una vida enteramente desvinculada del
“mundo de lo alto”.
Desde el punto de vista de esta última, la totalidad de la historia es
degeneración, porque muestra el declive universal de las primeras
culturas de tipo tradicional y el ascenso decisivo y violento de una
nueva civilización universal de tipo “moderno”.
Entonces aparece una doble cuestión.
En primer lugar, ¿cómo fue posible que esto pudiera ocurrir? Existe un
error lógico subyacente en toda la doctrina de la evolución: es
imposible que lo más elevado pueda emerger de lo menos evolucionado y lo
más grande de lo más pequeño. Pero ¿no existe una dificultad similar en
la solución de la doctrina de la involución? Como es posible que lo más
elevado pueda caer? Si pudiéramos razonar por simples analogías, sería
fácil tratar esta cuestión. Un hombre en buena salud puede convertirse
en un enfermo; un hombre virtuoso puede volver al vicio. Existe una ley
natural que cualquier considerada como emanada de sí mismo: que cada ser
viviente empieza con el nacimiento, el crecimiento y la fuerza, luego
viene la vejez, el debilitamiento y la desintegración. Y así
sucesivamente. Pero esto es precisamente realizar afirmaciones, no
explicar, incluso si reconocemos que tales analogías están efectivamente
relacionadas con la cuestión aquí planteada.
En segundo lugar, la cuestión no es solamente explicar la posibilidad de
la degeneración de un mundo cultural particular, sino también la
posibilidad de que la degeneración de un ciclo cultural pueda
transmitirse a otros pueblos y los arrastre en su caída. Por ejemplo, no
tenemos que explicar solamente como la antigua realidad occidental se
hunde, sino también mostrar la razón por la cual fue posible para la
cultura «moderna» conquistar prácticamente el mundo entero y, porqué
posee el poder de desviar a pueblos de cualquier tipo de cultura y
dominar incluso allí donde los Estados de forma tradicional parecían aún
vivos (basta recordar el Oriente ario). A este respecto, no basta decir
que esto solamente se refiere a una conquista puramente material y
económica. Este punto de vista parece muy superficial, fundamentalmente
por dos razones. En primer lugar, un país que es conquistado sobre el
plano material sufre también, a largo plazo, influencias de un tipo más
elevado, correspondientes al tipo cultural de su conquistador. Podemos
afirmar, de hecho, que la conquista europea siembra casi por todas
partes las semillas de la “europeización”, es decir la forma de
pensamiento racionalista, hostil a la tradición. En segundo lugar, la
concepción tradicional de la cultura y del Estado es jerárquica, no
dualista. Sus alcances no pudieron jamás suscribirse, sin severas
reservas, a los principios del «Dar al César lo que es del César» y del
«Mi Reino no es de este mundo». Para nosotros, la «Tradición» es la
presencia victoriosa y creativa en el mundo de lo que «no es de este
mundo», es decir del Espíritu, comprendido como una potencia que es más
potente que todo poder puramente humano o material.
Es la idea de base de la visión de la vida auténticamente tradicional,
que nos permite hablar con desprecio de las conquistas puramente
materiales. Por el contrario, la conquista material es el signo, sino de
una victoria espiritual, al menos de una debilidad espiritual o de una
especie de “retroceso” en las culturas que son conquistadas y que
pierden su independencia. En todas partes donde el Espíritu se considera
como la potencia más fuerte, está verdaderamente presente, los medios
-visibles o invisibles- no faltaron nunca para resistir a la
superioridad técnica y material de todos los adversarios. Pero esto no
es lo que se ha producido. Se debe pues concluir que la degeneración era
ocultada tras la fachada tradicional de todos los pueblos que el mundo
“moderno” ha podido conquistar. Occidente debe pues haber sido la
cultura en la cual una crisis que era ya universal todo su forma más
aguda. Aquí la degeneración fue equivalente, por así decir, de un golpe,
y cuando tuvo lugar, rompió con más o menos facilidad de otros pueblos
en los que la involución no había ciertamente «progresado» tanto, pero
donde la tradición había perdido ya su potencia original y por tanto
estos pueblos no fueron capaces de protegerse de un asalto exterior.
Con estas consideraciones, el segundo aspecto de nuestro problema se une
al primero. La cuestión es explicar sobre todo el significado y la
posibilidad de la degeneración, sin hacer referencia a otras
circunstancias.
Para esto debemos ser claros a propósito de una cosa: es un error
presumir que la jerarquía del mundo tradicional está basada en una
tiranía de las clases superiores. Esto es solamente una concepción
«moderna», completamente ajena a la forma de pensar tradicional. La
doctrina tradicional concebía de hecho la acción espiritual como una
«acción sin actuar»; hablaba del «motor inmóvil»; en todas partes donde
utilizada el simbolismo del «polo», el eje inalterable en torno al cual
todos los movimientos ordenados toman plaza (y en otro lugar hemos
mostrado que este es el significado de la esvástica, la “cruz gamada”);
subrayan siempre la espiritualidad “olímpica” y la autoridad auténtica,
así como su forma de actuar directamente sobre sus subordinados, no por
la violencia sino por la «presencia»; finalmente utilizaba la imagen del
amante, en la cual se encuentra la clave de esta cuestión, tal como
vamos a ver.
Solamente hoy alguien podría imaginar que los auténticos portadores del
Espíritu, de la Tradición, buscan las gentes para agruparlas y ponerlas
en su lugar –es decir, que «dirigen» a las gentes-, o tienen un interés
personal en establecer y mantener estas relaciones jerárquicas en virtud
de las cuales pueden aparecer de manera visible como los dirigentes.
Esto sería ridículo e insensato. Es antes bien, no es en el
reconocimiento procedente de las clases bajas, lo que está en la base de
toda la jerarquía tradicional. No es lo más elevado quien tiene
necesidad de lo menos elevado, sino a la inversa. La esencia de la
jerarquía es que existe algo viviente como una realidad en algunas
personas, que en las otras está presente solamente bajo forma de un
ideal, de una premonición, de un esfuerzo ininterrumpido. Así estas
últimas son fatalmente atraídas por las primeras y su más baja condición
es la de la subordinación, no tanto a algo ajeno, sino a su propio “Yo”
verdadero. Aquí reside el secreto, en el mundo tradicional, de toda
disponibilidad para el sacrificio, de toda lealtad; y por otra parte, de
un prestigio, de una autoridad, y de una calma poderosa que el tirano
más sólidamente armado jamás podrá poseer.
Con estas consideraciones, hemos llegado muy cerca de la solución no
solamente al problema de la degeneración, sino también a la posibilidad
de una caída particular. ¿No estaríamos fatigados de oir que el éxito de
cada revolución indica la debilidad y la degeneración de las clases
dirigentes anteriores? Una comprensión de esto tipo es muy parcial. Esto
sería, en efecto el caso si perros feroces fueran atados y bruscamente
soltados: sería la prueba de que las manos que los han asido primero y
soldado después se han debilitado. Pero las cosas se presentan de forma
muy diferente en la estructura de la jerarquía espiritual, de la que ya
hemos explicado su base real. Esta jerarquía degenera y puede ser
derribada en un caso solamente: cuando el individuo degenera, cuando
utiliza su libertad fundamental para negar el Espíritu, para separar su
vida de todo punto de referencia más elevada, y para existir “solamente
para él mismo”. Cuando los contactos se interrumpen fatalmente, la
tensión metafísica, a la que el organismo tradicional debe su unidad, se
diluye, todas las formas vacilan en su camino y finalmente se
resquebrajan. Las cumples, naturalmente, permanecen puras e inviolables
en sus alturas, pero el resto de dependía de ellos, se convierte a
partir de ahora en una avalancha, una masa que ha perdido su equilibrio y
que cae, primero imperceptiblemente pero con un movimiento cada vez más
acelerado, hacia las profundidades y los más bajos niveles del valle.
Es el secreto de todas las degeneraciones y de todas las revoluciones.
El europeo, primeramente ha matado la jerarquía en sí mismo extirpando
sus propias posibilidades interiores, a las cuales corresponden las
bases del orden que desearía, luego, destruir exteriormente.
Si la mitología cristiana atribuye la Caída del Hombre y la Rebelión de
los Ángeles a la libertad de la voluntad, entonces esto remite poco más o
menos al mismo significado. Esto afecta al sorprendente potencial que
permanece en el ser humano, para utilizar la libertad para destruir
espiritualmente y para borrar todo lo que podría asegurarse un valor
supranatural. Es una decisión metafísica: el flujo que atraviera la
historia bajo las formas más variadas de la anti-Tradición, del espíritu
revolucionario, individualista y humanista o para resumir, el “espíritu
moderno”. Esta decisión es la única causa positiva y decisiva en el
secreto de la degeneración, la destrucción de la Tradición.
Si comprendemos esto, podemos quizás comprender el sentido de estas
leyendas que hablan de misteriosos jefes que existen “siempre” y no han
muerto jamás (la sombra del Emperador durmiente en el interior de la
montaña del Kyffhaüser). Tales dirigentes pueden ser redescubiertos
sollo si se alcanza a la realización espiritual y si se despierta una
cualidad en sí mismo como un metal que bruscamente, siente “al amante”,
encuentra al amante y se orienta irresistiblemente hacia él. Por el
momento, debemos limitarnos a esta indicación. Una explicación
comprensible de las leyendas de este tipo, que nos llevaría desde la
antigua cuna de los arios, nos llevaría ahora demasiado lejos. En otra
ocasión volveremos quizás al secreto de la degeneración, a la «magia»
que es capaz de restablecer la masa caída, sobre las cumbres
inalterables, solitarias e invisibles que están todavía allí, en las
alturas.
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