sábado, 3 de enero de 2015

EL LEÓN DE DAMASCO

Por Juan Manuel de Prada


En algún artículo anterior, hemos empleado el término paulino «katéjon» (obstáculo) para referirnos a Bashar Al Assad, el León de Damasco, que durante estos últimos años ha sido un bastión inexpugnable contra la extensión de la barbarie islamista. A algunos de mis lectores, intoxicados por la propaganda anglosionista, les causó gran perplejidad mi defensa de Al Assad, como en su día les causó estupor mi defensa del dictador Sadam Hussein. Pero no hay nada oculto que a la postre no haya de manifestarse; y la perspectiva de los años, a la vez que ha desvelado las patrañas de los intoxicadores, ha hecho esta defensa mucho más comprensible: cuando Sadam Hussein gobernaba Irak, había en el país más de millón y medio de cristianos, protegidos por las leyes del dictador, que incluso contaba con cristianos entre sus ministros. Hoy puede decirse sin temor a incurrir en la hipérbole que el cristianismo ha sido borrado de Irak; y, aunque haya sido la barbarie islamista la firmante de su defunción, hemos de recordar que durante los años en que Irak permaneció bajo control directo de Estados Unidos y de sus colonias, la seguridad de los cristianos iraquíes nunca fue garantizada, hasta el extremo de que fueron obligados a la diáspora sin que Estados Unidos y sus colonias parpadeasen, o parpadeando a destiempo, de tal modo que sus parpadeos más bien parecían guiños de connivencia dirigidos al islamismo.

En Siria, las leyes de Al Assad protegían a la minoría cristiana (casi un diez por ciento de la población), permitían la erección de iglesias y garantizaban el culto. Pese a la intoxicación anglosionista y a la oscura alianza que nutrió de armas y asesoramiento a los entonces llamados «rebeldes», Al Assad logró resistir (con la ayuda de sus aliados, en especial Rusia e Irán) la ofensiva de unas fuerzas que poco a poco fueron desvelando su verdadero rostro. Frente a los intoxicadores que lo presentaban como un genocida capaz de exterminar a los sirios con tal de mantenerse en el poder, Al Assad proclamó su deseo de morir junto a su pueblo; y ha probado sobradamente que no hablaba a humo de pajas, manteniendo primero una defensa heroica contra los «rebeldes» financiados y asesorados por potencias extranjeras, haciendo frente a las intoxicaciones que pretendieron imputarle el empleo de armas químicas para justificar una invasión (evitada in extremis gracias a la oposición de Rusia) y, por último, manteniendo con bravura las posiciones frente al ataque arrasador de las alimañas del Estado islámico, que en cambio hicieron añicos las resistencias de las tropas iraquíes entrenadas por Estados Unidos y sus colonias. Todo ello mientras sufre en su territorio bombardeos que, con la excusa de atacar las posiciones del Estado Islámico, han devastado también centros vitales para la supervivencia del pueblo sirio.

En los últimos meses, la intoxicación ha bajado el diapasón, presentando a Al Assad como un «mal menor» con el que tal vez haya que entenderse, mientras se combate al Estado Islámico (aunque sin renunciar a deponerlo en una etapa posterior); y ya son varios los países de la región que han restablecido relaciones diplomáticas con el régimen de Al Assad, que para despedir el año volvió a mostrarse junto a sus tropas y a compartir su rancho. Hoy ya sabemos que el único pecado de Al Assad (como del régimen iraní) fue oponerse a la pretensión de hegemonía económica del anglosionismo; también sabemos que su mantenimiento en el poder es la única esperanza que resta a las comunidades cristianas de la región, martirizadas por el islamismo ante la impasibilidad o connivencia de Estados Unidos y sus colonias. ¡Larga vida al León de Damasco!

Publicado en: ABC

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