Por Juan Manuel de Prada
En algún artículo anterior, hemos
empleado el término paulino «katéjon» (obstáculo) para referirnos a Bashar Al
Assad, el León de Damasco, que durante estos últimos años ha sido un bastión
inexpugnable contra la extensión de la barbarie islamista. A algunos de mis
lectores, intoxicados por la propaganda anglosionista, les causó gran
perplejidad mi defensa de Al Assad, como en su día les causó estupor mi defensa
del dictador Sadam Hussein. Pero no hay nada oculto que a la postre no haya de
manifestarse; y la perspectiva de los años, a la vez que ha desvelado las
patrañas de los intoxicadores, ha hecho esta defensa mucho más comprensible:
cuando Sadam Hussein gobernaba Irak, había en el país más de millón y medio de
cristianos, protegidos por las leyes del dictador, que incluso contaba con
cristianos entre sus ministros. Hoy puede decirse sin temor a incurrir en la
hipérbole que el cristianismo ha sido borrado de Irak; y, aunque haya sido la
barbarie islamista la firmante de su defunción, hemos de recordar que durante
los años en que Irak permaneció bajo control directo de Estados Unidos y de sus
colonias, la seguridad de los cristianos iraquíes nunca fue garantizada, hasta
el extremo de que fueron obligados a la diáspora sin que Estados Unidos y sus
colonias parpadeasen, o parpadeando a destiempo, de tal modo que sus parpadeos
más bien parecían guiños de connivencia dirigidos al islamismo.
En Siria, las leyes de Al Assad
protegían a la minoría cristiana (casi un diez por ciento de la población),
permitían la erección de iglesias y garantizaban el culto. Pese a la
intoxicación anglosionista y a la oscura alianza que nutrió de armas y
asesoramiento a los entonces llamados «rebeldes», Al Assad logró resistir (con
la ayuda de sus aliados, en especial Rusia e Irán) la ofensiva de unas fuerzas
que poco a poco fueron desvelando su verdadero rostro. Frente a los intoxicadores
que lo presentaban como un genocida capaz de exterminar a los sirios con tal de
mantenerse en el poder, Al Assad proclamó su deseo de morir junto a su pueblo;
y ha probado sobradamente que no hablaba a humo de pajas, manteniendo primero
una defensa heroica contra los «rebeldes» financiados y asesorados por
potencias extranjeras, haciendo frente a las intoxicaciones que pretendieron
imputarle el empleo de armas químicas para justificar una invasión (evitada in
extremis gracias a la oposición de Rusia) y, por último, manteniendo con
bravura las posiciones frente al ataque arrasador de las alimañas del Estado
islámico, que en cambio hicieron añicos las resistencias de las tropas iraquíes
entrenadas por Estados Unidos y sus colonias. Todo ello mientras sufre en su
territorio bombardeos que, con la excusa de atacar las posiciones del Estado
Islámico, han devastado también centros vitales para la supervivencia del
pueblo sirio.
En los últimos meses, la
intoxicación ha bajado el diapasón, presentando a Al Assad como un «mal menor»
con el que tal vez haya que entenderse, mientras se combate al Estado Islámico
(aunque sin renunciar a deponerlo en una etapa posterior); y ya son varios los
países de la región que han restablecido relaciones diplomáticas con el régimen
de Al Assad, que para despedir el año volvió a mostrarse junto a sus tropas y a
compartir su rancho. Hoy ya sabemos que el único pecado de Al Assad (como del
régimen iraní) fue oponerse a la pretensión de hegemonía económica del
anglosionismo; también sabemos que su mantenimiento en el poder es la única
esperanza que resta a las comunidades cristianas de la región, martirizadas por
el islamismo ante la impasibilidad o connivencia de Estados Unidos y sus
colonias. ¡Larga vida al León de Damasco!
Publicado en: ABC
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