Por Juan Manuel de Prada
La celebración
del septuagésimo aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial se ha
asentado como no podía
ser de otro modo sobre una
montaña de mentiras y paparruchas que vuelven a confirmarnos que vivimos en un
mundo incapacitado para cualquier regeneración; pues allí donde no hay
arrepentimiento, sino complacencia en el error, sólo pueden brotar frutos
pútridos y venenosos. Con razón escribía Georges Bernanos que «democracias y
totalitarismos son los abscesos fríos y los abscesos calientes de una civilización
degradada y desespiritualizada».
No podríamos
enumerar en el exiguo espacio de un artículo la ingente cantidad de mentiras
que en estos días se celebran. Así, por ejemplo, se trata de presentar la
derrota de Hitler como una hazaña de las democracias aliadas, cuando lo cierto
es que a Hitler lo derrotó Stalin; y que sólo el desmoronamiento del frente del
Este, logrado a cambio de una mortandad incalculable de rusos, favoreció
operaciones como el desembarco de Normandía, que el cine luego ha magnificado
de forma grotesca. Fue Stalin el gran vencedor de aquella guerra; y en
reconocimiento de su victoria las democracias aliadas le entregaron media
Europa en la Conferencia de Yalta, para que hiciera con ella lo que le viniese
en gana, como efectivamente hizo.
A cambio, las
democracias aliadas consiguieron que nunca se enjuiciasen sus métodos de
«liberación», consistentes en arrasar ciudades hasta no dejar piedra sobre
piedra y en bombardear poblaciones civiles del modo más salvaje. Suele recordarse
el caso extremo de Dresde (donde se lanzaron bombas de fósforo y napalm por el
gusto de aniquilar vidas inocentes), pero algo muy semejante se hizo con la
mayoría de ciudades alemanas. Y, después de este genocidio indiscriminado,
cientos de miles de mujeres fueron violadas por los «liberadores»; y no sólo,
por cierto, por los soldados del Ejército Rojo (como ha pretendido la
propaganda oficial), sino también por el «amigo americano», que acogía y
protegía en su Ejército a las alimañas más descontroladas.
Pero ninguna de
las descomunales mentiras que en estos días celebramos resulta tan grotesca
como pretender que la derrota de Hitler constituyó la derrota de su ideología
criminal. Pues la metafísica que alumbraba aquella ideología criminal correría
a refugiarse, bajo disfraz democrático y pacifista, en el bando de los
vencedores, donde hoy campea orgullosa, convertida en Nuevo Orden Mundial. Ha
sido, en efecto, el Nuevo Orden Mundial el que ha hecho realidad el sueño del
nazismo; ha sido el Nuevo Orden Mundial el que ha impuesto el paganismo
eufórico y endiosador del hombre, el desprecio de la ley natural y divina, la
confianza ciega e idolátrica en el progreso, el deseo seudomesiánico de
alcanzar una unidad universal de hormiguero, la exaltación del individualismo y
a la vez la deificación alienante de la «voluntad general», el triunfo del
igualitarismo que conduce a los pueblos a la servidumbre, la aversión a las
sociedades naturales (unidas por lazos de sangre y espíritu) y su sustitución
por sociedades de masas, la imposición de una moral estatal, el suministro de
placeres plebeyos y derechos de bragueta que mantengan controladas a las masas,
a la vez que las tornan más y más egoístas. Ha sido el Nuevo Orden Mundial el
que ha consumado, en fin, el sueño hitleriano de una civilización degradada y
desespiritualizada.
A lo mejor es
este triunfo del nazismo bajo disfraz democrático lo que el Nuevo Orden Mundial
celebra con tanto alborozo, mientras permite que las masas cretinizadas retocen
en la montaña de mentiras que ha creado para su diversión y esparcimiento.
Extraído de: ABC
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