Por José Javier Esparza
Un incómodo manto de silencio se ha
extendido sobre las sorprendentes palabras de Hillary Clinton. Quizá la dama ha
hablado más de lo conveniente.
“Los códigos culturales profundamente arraigados, las creencias religiosas
y las fobias estructurales han de modificarse. Los gobiernos deben emplear sus
recursos coercitivos para redefinir los dogmas religiosos tradicionales”. Estas
palabras de Hillary Clinton, pronunciadas públicamente y sin tapujos en un
simposio pro abortista, han dejado a más de uno con la boca abierta. ¿Reformar
coercitivamente las religiones? ¿Dónde queda entonces la libertad religiosa?
¿Modificar las identidades culturales? ¿Dónde queda entonces la libertad,
simplemente, de existir? Semejantes intenciones, en boca nada menos que de la
principal candidata demócrata a la presidencia de los Estados Unidos, deberían
haber abierto un fuerte debate. No ha sido así. Muy significativamente, los
principales medios de comunicación en todo occidente han preferido silenciar el
asunto. Revelador.
¿Qué significa eso que ha dicho Hillary Clinton? Uno, que los “códigos
culturales profundamente arraigados”, esto es, las identidades culturales
tradicionales, son en realidad nidos de “fobias estructurales”, es decir,
prejuicios que es justo y razonable eliminar. Dos, que dentro de esas “fobias
estructurales” están “los dogmas religiosos tradicionales”. Tres, que los
gobiernos, el poder público, están legitimados para utilizar su fuerza
coercitiva contra los dogmas religiosos y las identidades culturales. Cuando se
repara en que esa fuerza coercitiva es, en plata, el “monopolio legal de la
violencia”, uno frunce inevitablemente el ceño en un gesto de preocupación.
Cuando además se constata que las “fobias” y los “dogmas” son los principios
tradicionales de la civilización occidental, es decir, la filosofía natural
(por ejemplo, el derecho a la vida), entonces la preocupación asciende hasta la
alarma. Lo que Hillary Clinton ha expresado es un proyecto político totalitario
de ingeniería social y cultural. Ni más, ni menos.
Ese proyecto ya está en marcha
¿Sorprendente? En realidad, no tanto. Esos tópicos no son nuevos: circulan
en la ideología moderna desde la revolución francesa. Por otro lado, guardan
perfecta consonancia con lo que hemos venido viendo en occidente en los últimos
veinticinco años, desde la caída del Muro de Berlín en 1989: los programas de
ingeniería social de la ONU –con frecuencia avalados por los Estados Unidos-,
las políticas abortistas adoptadas por casi todos los países europeos y el
desmantelamiento de las identidades étnicas en el espacio occidental. Hillary
Clinton se ha limitado a hacer patente lo que ya estaba latente.
Estas palabras de Hillary Clinton han sido interpretadas en clave
estrictamente norteamericana: son un proyecto de ingeniería social –más bien
diríamos espiritual- en un país que se precia de haber nacido sobre la base de
la libertad religiosa. Es cierto que, en el contexto norteamericano, semejantes
ideas no dejan de ser una rectificación de la propia identidad fundacional del
país, de manera que es comprensible el estupor de muchos. Sin embargo, los
propósitos de Clinton forman parte de los temas habituales de la izquierda
yanqui desde 1968. Por así decirlo, lo que hemos visto ahora es su “puesta de
largo”, su transformación en programa político sin camuflajes.
Del mismo modo, muchos observadores han visto en estas declaraciones de
Hillary Clinton una especie de declaración de guerra contra el cristianismo. Es
también una perspectiva correcta, pero incompleta: la guerra no atañe sólo a
las religiones tradicionales, sino que se extiende, como dice la propia señora
Clinton, a los “códigos culturales arraigados”. Es decir que toda identidad
cultural histórica, sean cuales fueren su espacio y naturaleza, deben también
ser reformadas coercitivamente por el poder público. No es sólo la religión la
que corre peligro; la amenaza se extiende a cualquier rasgo identitario que no
encaje con el programa del “tiempo nuevo” marcado por la globalización y su
potencia hegemónica, que son los Estados Unidos de América.
¿Y los europeos qué hacemos? En general, seguir la estela. Bien es cierto
que el camino presenta complicaciones inesperadas y éstas han tardado poco en
surgir. Es francamente difícil mantener la cohesión social en un contexto de
desmantelamiento de los “códigos culturales profundamente arraigados”. A este
respecto la experiencia francesa es sumamente interesante: desde los años 80,
Francia ha vivido un proceso de construcción de una nueva identidad sobre la
base de la llamada “identidad republicana” que, en la práctica, ha consistido
en la destrucción de los referentes clásicos de la nación y su sustitución por
dogmas nuevos. “Francia –decía De Gaulle- es una nación europea de raza blanca
y religión cristiana”. Empezó a dejar de serlo muy poco después de la muerte
del general. El europeísmo se convirtió en una suerte de cosmopolitismo que
veía a Francia como protagonista de un mundo sin fronteras, un mundo en el que
la propia Europa no es otra cosa que una región privilegiada en el contexto
global. Asimismo, cualquier factor de carácter étnico –racial, cultural, etc.-
empezó a ser tabú en provecho de una sociedad de nuevo cuño edificada sobre la
afluencia masiva de población extranjera. En cuanto a la religión, iba a ser
sistemáticamente postergada en la estela de un laicismo radical que no ha
amainado ni siquiera cuando Sarkozy, en San Juan de Letrán, descubrió ante
Benedicto XVI los valores del “laicismo positivo”. El resultado ha sido una
nación desarticulada en lo político, lo económico y lo social. El discurso
oficial sigue caminando hacia el mismo sitio, pero la realidad social ya marcha
por otra. El crecimiento del Frente Nacional no es un azar. Los políticos
tratan de reaccionar adaptándose al terreno. Lo último fue ver al primer
ministro Valls, que el año anterior había abierto institucionalmente el
ramadán, reivindicar ahora el carácter inequívocamente cristiano de Francia.
Quizá demasiado tarde.
Sea como fuere, lo que ha expuesto la candidata demócrata a la presidencia
de los Estados Unidos es mucho más que una declaración de intenciones: es
cabalmente el programa del nuevo orden mundial, que para imponerse sin grandes
resistencias necesita, precisamente, derruir los arraigos culturales y las
religiones tradicionales. Era inevitable que alguien terminara invocando la
fuerza del Estado para ejecutar coercitivamente la operación. Hillary Clinton
lo ha hecho. La izquierda europea, muy probablemente, se subirá al carro. Así
veremos a nuestra izquierda respaldar la política mundialista en nombre del
progreso. Las vueltas que da la vida…
Fuente: Gaceta
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