Por Federico Rivanera
La República Social Italiana, surgida a
raíz de los sucesos de Julio de 1943, constituye para la mayoría un fenómeno absolutamente
desconocido. Lo propio acaece con no pocos partidarios sinceros del Fascismo.
En lo que respecta a los círculos reaccionarios pseudofascistas, aquella es
definida como una inexplicable desviación marxista del Duce.
Por su parte, la propaganda de los aliados
plutocrático-bolcheviques, eludió hábilmente toda referencia a sus estructuras
y objetivos revolucionarios, calificándola peyorativamente como la 'última
aventura del dictador'. Sin embargo, la realidad histórica es otra: la
República Social Italiana es la concreción definitiva y orgánica de los postulados
nacionalistas y socialistas de la Revolución de los camisas negras. Para
comprender esto debemos forzosamente analizar en forma sintética las
condiciones en que se desarrolló el proceso fascista.
Los Fascios de Combate en su programa
electoral de 1919 defendían la socialización, 'la entrega de la gran industria a
las organizaciones obreras'. Hasta 1920 Mussolini incluso defendía el Fascismo
como Socialismo.
Después de la Marcha sobre Roma, por
consideraciones de orden táctico, el programa de socializaciones se dejó transitoriamente
de lado. Que la supuesta tesis de la armonía entre patronos y obreros no era
sino un planteamiento momentáneo está corroborado por el propio Mussolini que
sostuvo, entonces, en varios discursos, que ambos sectores debían dejar de lado
sus encontrados ante la gravísima situación en que se encontraba la Nación. En
el año 1933, al declarar fundado el Estado Corporativo, el Duce pronunció una
frase sugestiva que en ese momento no se entendió claramente y que hallaría
explicación en la RSI: 'Esto no es un punto de llegada sino un punto de
partida'.
A la táctica circunstancial, pero
necesaria, de la etapa revolucionaria inicial del régimen fascista, se sumó, desgraciadamente,
la postura de los círculos reaccionarios que intentaron transformarla en un
estado definitivo, favorecidos por los graves problemas internacionales que
debió afrontar desde sus comienzos la Italia Fascista. La táctica del Duce se
convirtió en doctrina para los mismos. Así llegó el año 1943.
Pese a sus magníficas realizaciones
sociales que suprimieron los efectos del sistema capitalista, las causas, esto
es, las estructuras patológicas de éste no habían sido modificadas y la
burguesía italiana aunque despojada del poder político conformaba todavía una
clase y estaba dispuesta, obviamente, a reconquistar sus posiciones. El curso negativo
de la contienda bélica permitió materializar los propósitos
contrarrevolucionarios. Los conservadores enquistados en el Partido Nacional
Fascista y algunos individuos sin honor, con el apoyo no disimulado del
Vaticano y, por supuesto, de la masonería internacional, fueron los causantes
de la infame traición del 25 de Julio de 1943.
Luego de su casi milagrosa liberación por
el legendario comandante SS Otto Skorzeny, Mussolini decide no demorar más en
llevar a cabo las transformaciones que exigía la hora. La Socialización
dispuesta al crear la República Social reviste una extraordinaria importancia
no tanto por sus estructuras formales (sólo un esbozo de la organización
económica social venidera) sino porque revelan inequívocamente la voluntad
revolucionaria del Fascismo de forjar una nueva sociedad, más allá del
capitalismo estatal marxista y del capitalismo individualista burgués.
A los pseudofascistas -que
desgraciadamente aún existen para desprestigio del verdadero Fascismo- que
trataron de frenar desde siempre el proceso revolucionario, y que se hallaban
escandalizados frente a este 'peligroso desviacionismo', Mussolini les
respondió con toda claridad: ''es absolutamente inútil que los italianos de
débil memoria adopten la actitud del que cae de las nubes y se ve arrastrado
por las más auténticas de las sorpresas con respecto a la fundamental
disposición de la socialización... el Fascismo, ahora, no reniega de los
orígenes de hace veinte años, sino que se remite a sus más genuinas esencias,
eliminados los obstáculos externos y las resistencias internas que se
interponen a la realización de sus altísimos fines sociales.
Otras fuerzas contrarrevolucionarias, sin
embargo comenzaron a operar. Aprovechándose de la debacle, los “fascistas”
liberales trataron de desempeñar idéntico rol que el protagonizado antes por
los reaccionarios con respecto al plano económico-social. Estos anhelaron un
fascismo "nacionalista”, pero liberal en lo económico y los otros querían
un fascismo “socialista”, pero liberal en lo político. Esto, felizmente, pudo
ser evitado en gran medida gracias a los auténticos fascistas revolucionarios
como Pavolini —Secretario General del PFR— que, marginados casi en el período
anterior, no aceptaron de ninguna manera este nuevo intento de deformación del
verdadero ideario fascista.
Una cuestión que consideramos conveniente
aclarar es la denominación de “republicano” que utilizó Mussolini para definir
al nuevo Estado. Se trata, en realidad, de una mera expresión formal para
diferenciarse del período “monárquico” precedente y acentuar el carácter
revolucionario del mismo. Es curioso: Mussolini define al nuevo régimen de “republicano”
justamente cuando abatida la monarquía, él asume plenamente el poder
unipersonal y, por lo tanto, monárquico. A quien cuadraba perfectamente el
título de republicana —y no es un juego de palabras era a la Casa de Saboya
cuyo espíritu burgués y decimonónico se puso de manifiesto antes de la Marcha
sobre Roma y después de la traición del 25 de Julio. En ambos casos, el “rey”
no fue sino un figurón de la decadente república partidocrática.
Los marxistas, furiosos y descolocados por
las profundas medidas revolucionarias y socialistas del fascismo, frente a las
cuales no podían aplicar sus gastados slogans prefabricados, al producirse la “victoria”
—obtenida por el oro y los dólares y libras de los banqueros de Wall Street y
Londres— no hallaron otro camino más apropiado para poder mantener su esquema subversivo,
que enviar a sus brigadas de partisanos a las fábricas para asesinar a los
trabajadores y arrancarles sus empresas que entregaron de nuevo a los
capitalistas, para poder así después continuar jugando a la “revolución”.
El 28 de abril de 1945, Benito Mussolini
cae vilmente asesinado por las bandas bolcheviques apoyadas descaradamente por
la plutocracia internacional. Simultáneamente, son fusilados por los “Guerrilleros
de la Libertad” los jerarcas fascistas entre los cuales se encuentra el ex-Secretario
del Partido Comunista italiano, Nicola Bombacci, quien muere gritando “¡Viva el
Duce!” “¡Viva el socialismo!”
De entre los sofismas y las deformaciones,
urge rescatar la verdadera identidad del fascismo. Este no es un
pseudonacionalismo conservador que pretende confundir la defensa de la Nación
con el capitalismo, vale decir, precisamente con el régimen que la avasalla y
explota, ni un “socialismo” que sostiene que la condición de la liberación de
los trabajadores es la destrucción de la sustancia histórica comunitaria: el
fascismo es una nueva síntesis revolucionaria que lucha por la liberación
simultánea de la Nación y del pueblo de las estructuras opresoras.
Sólo puede calificarse legítimamente de
nacionalista, socialista y revolucionario. Sólo él puede producir un Orden Nuevo
que devuelva a la Comunidad, desquiciada por las clases económicas y los
divisionismos artificiales de los partidos, a sus basamentos naturales. El
Estado Fascista es justamente el Estado que, liberado de la ocupación burguesa,
cumple su verdadera función de órgano, de síntesis, conciencia y mando de una
Comunidad fuerte y libre donde el hombre es el sujeto de la economía y no el
esclavo del capital.
La propaganda capitalista —democrática o
bolchevique— seguirá lanzando al mundo sus mentiras. Pero, el orden natural no
puede ser violado impunemente. La victoria del pensamiento nacional-revolucionario
ha de llegar inexorablemente.
Extraído de la Introducción de su libro Fascismo Revolucionario
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