Por Juan Manuel de Prada
El deshielo de las
relaciones entre Estados Unidos y Cuba tiene a los que se chupan el
dedo espantados o, por el contrario, jubilosos. Quienes ingenuamente
se creyeron la tabarra de que capitalismo y comunismo (¡como
democracia y dictadura!) eran dos fuerzas en oposición insalvable y
consideraban puerilmente que Fidel Castro era el demonio, o bien que
los yanquis eran la gran ramera, andan ahora llorando por las
esquinas. Por su parte, las masas cretinizadas que meriendan nardos y
cada día se chutan su sobredosis de propaganda sistémica suponen
que este abrazo caribeño prefigura una nueva era de paz y delicias
universales; y andan exultantes celebrándolo.
Nos advertía Leonardo
Castellani que capitalismo y comunismo «coinciden en su núcleo
místico: ambos buscan el Paraíso Terrenal por medio de la técnica;
y su mística es un mesianismo tecnólatra y antropólatra, cuya
difusión vemos hoy día por todos lados, y cuya dirección es la
deificación del hombre; la cual un día se encarnará en Un Hombre».
Señalaba también que capitalismo y comunismo tenían encomendada
una misión común, que no es otra sino reducir a escombros el orden
cristiano: el comunismo sin antifaces ni disimulos; el capitalismo de
un modo mucho más sibilino, asegurando taimadamente que su intención
es defenderlo. De ahí que, como afirmase Álvaro d'Ors, el comunismo
al menos pueda hacer mártires, mientras que el capitalismo no hace
más que herejes y pervertidos. Castellani vislumbraba proféticamente
que capitalismo y comunismo acabarían amalgamándose, por «hazaña
del Anticristo».
No fue Castellani, sin
embargo, el único que vislumbró esta íntima mismidad de
capitalismo y comunismo. Chesterton nos explicaba que el capitalismo
conduce al enriquecimiento de unos pocos, fundado en el despojo de la
propiedad del pueblo, al que se convierte en masa de trabajadores
asalariados con un nivel de ingresos mayor o menor, según la
voluntad de los amos, mientras que el comunismo se propone lo mismo,
pero en nombre del «Estado», que también controlan unos pocos.
Capitalismo y comunismo, a la postre, tenían para Chesterton el
mismo propósito, que no era otro sino favorecer a unas oligarquías
a costa de despojar al pueblo. Más incisivo aún, Belloc avizoró la
formación de un «Estado servil», híbrido de capitalismo y
comunismo, en donde el trabajo asalariado de una mayoría abrumadora
de la sociedad se haría obligatorio, en beneficio de una minoría
propietaria; y, para que este despojo y nueva esclavitud no resultase
insoportable a esas masas asalariadas, se suministrarían diversas
morfinas. La más importante de todas, avizorada por Chesterton, es
esa religión que, «a la vez que prohíbe la fecundidad, exalta la
lujuria»; o sea, los «derechos que bragueta» que son el pináculo
(y a la vez el sostén) del Estado servil.
Pero fue el propio Marx
quien dejó escrito que el comunismo procede del capitalismo y se
desarrolla históricamente con él; y la dialéctica hegeliana los
conduce a una síntesis, que es la que ahora se ha impuesto, con
diversas variantes autóctonas (socialdemocracia en Europa,
capitalismo estajanovista en China, etcétera), hasta configurarse
como Nuevo Orden Mundial, del que Estados Unidos es capataz. Un Nuevo
Orden Mundial del que podría decirse lo mimo que Rubén Darío le
escupía a Roosevelt: «Y, pues contáis con todo, os falta una cosa:
¡Dios!».
Y ahora Estados Unidos
escenifica este abrazo caribeño, para júbilo o espanto de los que
se chupan el dedo. Nosotros suscribimos a Gómez Dávila: «El
comunista odia el capitalismo con complejo de Edipo. El reaccionario
lo mira tan sólo con xenofobia».
Extraído de: ABC
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