Hoy
por hoy, el conformismo es programado, sugerido e impuesto como necesidad al
amparo de ciertos sectores intelectuales que no encuentran otro asidero
ideológico que no sea el de la última moda. “La alineación a un pensamiento
correcto entraña necesariamente la sumisión a una actitud correcta, que en la
sociedad de consumo comprende la buena voluntad hacia las instituciones, el optimismo
democrático, la ambición de ser semejante a los colegas y de aspirar a ser el
favorito del jefe, la satisfacción de ser un buen cliente y un buen ciudadano,
esforzado en conseguir dinero para comprar cada vez más cosas que nos son
inútiles. Todo ello a título individual, pero cediendo cada vez más nuestras
responsabilidades (políticas, sociales, económicas, ecológicas. familiares,
municipales...) a un Estado-Sistema que sufre un acelerado proceso de
privatización multinacional. La conciencia industrial es completada con una
educación industrial que encamina sus esfuerzos a hacer de nosotros unos
consumidores teledirigidos. La administración y los tecnócratas, menos
hipócritas que los académicos, hablan de nosotros como de “sujetos” (en su sentido de
“sujetar”, “reprimir”, “dominar”) y nos califican de “recursos humanos”. Esta
es una sociedad donde no existen virtudes, sino normas” [1]. Contra esta
“normalidad” el fascismo sedujo a la juventud con las fuerzas apasionadas que
logró despertar: fuerzas de ruptura, de defensa y de acción revolucionaria. No
es el mito del bienestar el que puede desatar la energía de la juventud, sino
el espectáculo de los grandes acontecimientos, la actividad universal, la
pasión desenvuelta en el combate por aquellas causas en las que vale la pena
darlo todo de sí. El fascismo conquistó un lugar en el corazón de las
juventudes europeas cuando reclamó su atención heroica y militante. Drieu La
Rochelle dejó escritas unas palabras muy profundas: “El fascismo no ha
conquistado masas en Francia porque en Francia apenas hay vida”. Montherlant,
en su “Equinoccio de septiembre”, señaló muy oportunamente: “Golpeándole en su
rostro, así es como podemos liberar al hombre de su vida insípida. La inteligencia,
la vivacidad, la personalidad, la hidalguía, todas estas palabras son sinónimos
de energía”. De un modo generalizado, una cierta juventud metafísica, no
obstante y a pesar de todo, subsiste en todo aquello que vive y vibra, en todo
lo que se reconoce con aquello que dijo Boris Vian: “Detestamos todo lo que es
plácido, monótono y mediocre. Las estrellas novas brillan mil veces más que sus
ancianas y monótonas compañeras”. Drieu La Rochelle escribió verdadera poesía
en su obra “Socialismo fascista”: “El fascismo es la vida aliada con la fuerza,
el fascismo es el horror hacia la vida cómoda, es el desinterés de la propia
existencia en aras de las grandes perspectivas; este es el motivo de su triunfo
entre las juventudes, porque la verdadera juventud puede definirse como el
instante en que la vida se convierte en un don de sí”. El fascista reconoce en
la moral burguesa el verdadero ideal del capitalismo liberal, aunque a veces la
primera denuncie al segundo; una moral que reduce todo el esfuerzo humano a las
actividades materiales, que reduce toda ética a la actitud ante el mostrador.
Enferma en su “sweet home”, la burguesía cree saborear su mediocre vida.
Desbordada de derechos privados, exenta de deberes sociales, la conciencia
burguesa es esencialmente una conciencia de la tranquilidad. Ortega y Gasset
escribió: “Una de las características más tristes de nuestra era ha sido la
proclamación de los derechos de la mediocridad y la institucionalización de la
mediocridad como derecho” [2]. Esta situación le resulta intolerable al hombre
fascista: “Se soporta la mediocridad en tanto que se es masa, pero se la ve
como una humillación de la que se debe escapar gritando con justa cólera. El
salir de la botella es una imposición moral para el fascista, para el hombre
que ve una moral, casi una religión, en la voluntad y en el heroísmo” [3]. La
imposibilidad que tienen las democracias burguesas de fundamentarse sobre
valores éticos reales provoca que extiendan generosamente la mediocridad como
medida terapéutica entre las masas. El burgués es un ser que desconoce que la
ética debe ser vivida; para él, el pronunciar un sí o un no es una cuestión que
debe ser debatida y negociada; es un ser que confunde el estancamiento con la
prudencia, la pasividad con la sabiduría, la apatía con la estabilidad social.
En Italia, en 1919, el programa futurista escandalizó a la
sociedad burguesa de su época con sus proclamaciones republicanas (“Sólo Italia
es soberana”), con su violencia anticlerical (“Una sola religión, la Italia del
mañana”), con su revisión radical de las costumbres aceptadas (“Divorcio fácil,
valorización progresiva del amor libre”), con su planteamiento revolucionario
en el plano social (“Futura socialización de las tierras, sistema fiscal de
imposición directa, derecho de reunión y de organización, libertad de prensa”),
con sus posiciones políticas antecesoras del corporativismo fascista
(“Transformación del parlamento, por una justa participación de industriales,
de agricultores, de técnicos, de obreros y de comerciantes, en el gobierno del
país... abolición del Senado”). En mayo de 1924, Benedetto Croce, en un
artículo en “La Stampa”, describía las influencias del futurismo sobre el
fascismo: “La determinación de descender a las calles para expandir sus ideas, de
responder violentamente a sus difamadores, la sed de novedades, el ardor
decidido de romper con las tradiciones degeneradas, la glorificación de la
juventud... son todos motivos típicos del futurismo, concebidos como reacción
ante la hipocresía parlamentaria y la indiferencia social de los viejos
partidos”.[4]
Para el fascismo, la moral cristiana y humanitaria se
identifica con las reivindicaciones pseudosociales del marxismo. Este moralismo
no es sino un artificio de las fuerzas subconscientes del hombre: es una
voluntad de poder desviada, es la revancha más o menos inconsciente de los
seres más inauténticos, de aquellos que sufren secretamente la mengua de su
propia personalidad. La moral del falso humanismo es la venganza de aquellos
que se ven incapacitados para obrar según las leyes espontáneas de la
naturaleza. La actitud de pretender cambiar el nombre y la esencia de los
valores y los contravalores es tremendamente significativa a este respecto. La
impotencia pasa a ser la “abstención voluntaria”, la resignación no es sino el
“desinterés por las cosas del mundo”, la inercia es “humildad”, la cobardía es
un “sacrificio a la causa común”, etc. Aquí se enfrentan dos tipos de
comportamiento: a las antítesis de la ética del honor (noble-bajo,
digno-indigno, verdadero-falso, valeroso-cobarde, fiel-traidor, lógico-absurdo,
racional-desequilibrado, honorable-deshonroso), la moral del pecado responde
con antítesis abstractas que no son sino deformaciones de los verdaderos
valores (bien-mal, humilde-insensato, sumiso-orgulloso, espiritual-carnal,
dominador-dominado). De este modo es como nace en el corazón humano el germen
de la enfermedad psíquica: el sentimiento de culpa. Por ello, la conciencia
pura deviene en conciencia de culpabilidad. Por el contrario, en la ética del
honor, la conciencia pura constituye un tribunal permanente donde cada uno se
enfrenta, cara a cara, consigo mismo, frente a sus propias exigencias y a sus
propios esfuerzos. En su “Homenaje a Zola”, Celine reflexiona de este modo: “La
función de la moral socialburguesa no es sino la forja de un sentimiento de
culpabilidad tan fuertemente arraigado que nos haga impotentes a la hora de
reclamar justicia. La vida, que es la justicia máxima, lleva cincuenta siglos
luchando contra la angustia” [5]. Por su parte, el hombre fascista considera,
al igual que el “Zarathustra” de Nietzsche, que “la moral exterior está en
contradicción con las condiciones de la existencia”. No se pueden refutar las
condiciones de la existencia, pues el hombre, en palabras de Ortega y Gasset,
es él más sus circunstancias. No se puede aspirar a una liberación abstracta de
entes abstractos, somos hijos de nuestro destino particular y comunitario. Entre
los valores rehabilitados por el fascismo hay algunos que son considerados como
fundamentales: el desprecio por lo banal y por lo rutinario, el gusto por la
grandeza; la negación de un idealismo mentiroso disimulado bajo una moral
universal de idealismos confortables; el esfuerzo por repensar la idea de
“orden”, arrancándola de sus compromisos burgueses; la certidumbre, en fin, de
que existen valores de vida que valen más que la propia vida en sí, que merecen
el sacrificio. En la axiología fascista la sangre del héroe tiene más valor que
las lágrimas del santo, más que la tinta del sabio; la fidelidad y el honor
están por encima de la humildad, la justicia es apreciada más que la caridad,
la cobardía y la vergüenza son un mal peor que el pecado. El hombre fascista es
el portaestandarte de una ética de la acción que fue la grandeza de Europa, una
ética que debe renacer para poder relanzar esa grandeza perdida.
Notas:
[1] M. Bardeche, “Sparte e les sudistes”, Les Sept Couleurs
1969, pág. 46.
[2] “La rebelión de las masas”.
[3] Pierre Drieu La Rochelle: “La comedia de Charleroi”.
[4] Citado por A. Hamilton, “La ilusión fascista”.
[5] Citado por T. Kunnas, “La tentación fascista”.
Extraído de Los
Principios de la Acción Fascista
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