Por Fernando Mezzasoma
Niccolò Giani, (1909-1941) joven
intelectual italiano, fue el fundador y primer director de la Escuela de
Mística Fascista "Sandro Itálico Mussolini". Creada en
1930, se convirtió de la mano de Giani y de otros jóvenes fascistas en el
centro formativo e intransigente de la nueva aristocracia política del
pueblo italiano. (N. del T.)
Fernando Mezzasoma, (1907-1945)
vicepresidente de la Escuela de Mística Fascista durante los años 30, fue
nombrado Ministro de Cultura Popular durante la República Social Italiana. Leal
hasta final a la figura del Duce y al Fascismo revolucionario, fue martirizado
junto a otros altos dirigentes de la RSI en Dongo, el 28 de abril de 1945.
(N. del T.)
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El 14 de
marzo de 1941, Niccolò Giani -el combativo director de la Crónica Prealpina de
Varese, el ascético director de la Escuela de Mística Fascista, el apasionado
profesor de historia y doctrina del Fascismo en el ateneo de Pavía y en el
Centro de capacitación política de juventudes- cayó cual héroe de leyenda sobre
la cima de una montaña en Albania para consagrar, mediante el sacrificio
propio, aquello que él mismo había definido como la línea de los místicos: la
coherencia absoluta entre pensamiento y acción.
De todas las
definiciones que Mussolini ha ido dando del Fascismo en sus discursos y
escritos, en la medida que la doctrina fascista se iba desarrollando y
madurando, hay una que Niccolò Giani asumió como lema de su misma vida: El
Fascismo es una mística en acción. Creer y actuar fue, de hecho, su divisa, su santo y seña. El
ansia por combatir había sido el acicate de sus últimos años de existencia. Y
cada vez que regresó de los frentes de guerra, le pareció no haber dado lo suficiente
en arrojo y sacrificio. Fue así tras la guerra de conquista por el Imperio.
En su diario
de guerra africano, bajo el título 128º Batallón de Camisas Negras, su más
bella jornada -como él la denominó- lleva fecha de 22 de febrero de 1936, es
decir del día en el cual, al iniciarse la acción contra el enemigo, le fue
asignado el estandarte del batallón.
Más tarde,
retornando victoriosamente a Italia, llenos sus ojos de la soberbia imagen de
la Patria que Mussolini había hecho poderosa y temida, manifiesta así su
satisfacción: “Te hemos servido, Duce. Nos basta. Te lo agradecemos. Y
hoy solamente te pedimos una cosa: que también mañana nos reserves el
privilegio de servir, de abrazar nuevamente el fusil.”
Fue durante
ese mismo año -que habría de contemplar el retorno de Roma a las glorias del
Imperio- y exactamente el 1 de marzo de 1936, cuando, habiendo recibido la
conmovedora noticia del nacimiento de su primer hijo, bosquejó orgullosamente,
llevado de una irresistible fuerza interior, un documento de profunda
espiritualidad que debía convertirse no sólo en su testamento para su hijo,
Rómulo Vittorio Africano, sino en un testamento de alto valor moral para las
futuras generaciones italianas.
Sólo por esta Italia -así se expresaba dirigiéndose a su
primogénito- deberás saber morir con el
cuerpo y con el alma. Y nunca, nunca, deberás olvidar que por este nombre
sagrado madres han despedido con una sonrisa a los hijos que iban a la muerte,
maridos abandonaron con soberbio gozo a jóvenes esposas, padres han besado con
orgullo por última vez a sus hijos. Que por esta Italia los ríos se han hecho
de sangre, las montañas han temblado, los muertos han salido de la tierra. Y que por Ella hoy yo aún no te
conozco y podría no conocerte nunca. Más, si así fuese, ámala tú también por
mí, sacrifícate también por mí, muere también por mí.
Y más aún: Cuando seas adulto, en la
mutilada corona que verás sobre el jefe de tu Patria, te será fácil reconocer
las joyas que el correr del tiempo y la indigencia de los hombres le habían
arrebatado. Reconocerás la cuna de tus antepasados, la sagrada tierra de
Dalmacia donde toda montaña insulta la traición y donde todo árbol se alza al
cielo como una plegaria a Dios por el retorno a la Madre. Reconocerás Córcega y
Malta, Cantón Ticino y Grigioni. Volverás a hallar las joyas perdidas de esa
África donde ahora ha llegado el gran chispazo de la nostalgia y de esa Asia
que ve ya los milagros de los grandes hijos de Roma. Reconocerás todas, todas
las joyas que deber serle devueltas y tú verás restituírselas, que le serán
devueltas una a una; y tu enseñarás a tu hijo las que falten para que ni una
sola, entre cientos, entre miles, le falten.
Concluyendo
con estas palabras: Que tus ojos no vean
más que grandeza y poderío, gloria y victoria. Hijo, en el nombre que llevas
hay un augurio para tu tiempo y tu generación, África deberá ser tu designio y
tu camino, tu destino y tu deber, deberá ser tu esperanza y tu derecho. Ahora
crece: la camisa negra y el uniforme caqui, que junto a la piedad de Cristo tu
madre ha puesto en tu cuna, deberán ser tus compañeras de por vida. Sé
llevarlas con honor y orgullo. Y puesto que Dios te ha hecho nacer en época de
Mussolini, sé siempre digno de pertenecer a ella: recuerda que tal es el único
orgullo que tu padre te enseña.
Al releer
estas nobilísimas páginas un nudo se ata en la garganta y el corazón golpea más
aprisa, por el choque de dos sentimientos encontrados: el orgullo por tanta
pureza de intenciones y aspiraciones, que en Niccolò Giani tienen un modelo
perfecto de fascista, y por ende de Italiano; el desprecio por la aberración en
la que han caído otros italianos indignos de este nombre, los cuales han
ultrajado el sacrifico de los muertos y el derecho de los vivos, han impedido
que se hiciera realidad el luminoso sueño de Guido Pallota, de Berto Ricci, de
todos los alumnos de la Escuela de Mística, caídos, como Giani por la verdadera
libertad de la Patria, de todos aquellos que han regresado con las señales del
valor y la insuperable alegría del deber cumplido hasta el final, de todos los
soldados que han quedado en los campos de batalla de Rusia, de Grecia, de África,
de España, con una visión de grandeza y de poderío, de gloria y de victoria,
sugestiva y esplendorosa como la que Niccolò Giani había vislumbrado para su
hijo Rómulo Vittorio Africano y con la que él mismo cerró sus pupilas,
abandonando heroicamente la vida terrena.
Qué gran
suerte para él no haber conocido la infamia de la conjura masónica del 25 de
julio, la vergüenza de la capitulación del 8 de septiembre.
De regreso
de la campaña etíope había retomado su puesto de trabajo, en el diario, en la
escuela de Mística, en la Universidad de Pavía. Se prodigó durante cuatro
años, antes de la entrada de Italia en la actual guerra, mediante artículos,
publicaciones y discursos en infundir en los jóvenes las virtudes que
caracterizaron su alma e inspiraron toda su acción: la fidelidad y la
intransigencia. La fidelidad incorruptible al Jefe y a la Idea y por ende el
derecho a ser un “desesperado” del Fascismo -tal como blasonaba serlo -, el
derecho a combatir sin tregua y en primera línea contra los enemigos de fuera y
de dentro, contra los disgregadores de nuestra integridad territorial, contra
los disgregadores de nuestra integridad espiritual. La intransigencia más
absoluta que es el deber de quien cree firme y verdaderamente, de no aceptar
compromisos, de no admitir componendas, de no tolerar juegos políticos, de
rechazar resueltamente componendas de cualquier especie.
Una
revolución que ha nacido de la sangre y que con sangre se ha alimentado debe
ser defendida a ultranza, con todos sus inevitables errores a través de los
cuales fue necesario transitar hasta lograr sus indestructibles conquistas.
No estamos dispuestos -afirmó Niccolò Giani en el
memorable congreso de Milán de febrero de 1940-, en nombre de compromisos más o menos acomodaticios, a traicionar a la
Idea y al Duce. Preferimos dejar de escribir.
De este modo
él se sentía fascista. De este modo él quería y sabía ser fascista. No del modo
de aquellos que en gran parte hemos abandonado, para nuestra suerte, a lo largo
del camino pues estaban mucho más apegados a sus pieles que a nuestra
causa. No al modo de los que hoy andan invocando confusos hermanamientos en
nombre de un Italia genérica, de una Italia sin adjetivos por miedo a
comprometerse, de una Italia buena para todos los partidos y para todas las
ideas, buena incluso para los que la han traicionado y están fornicando junto
al enemigo; como si fuese posible concebir una Italia que no sea Fascista, que
no sea aquella a la cual Mussolini dio bienestar y renombre; la misma Italia a
la que Mussolini y sus mejores hombres tratan hoy de restituir dignidad y
prestigio.
En aquel
congreso Niccolò Giani precisó el significado de Mística: Ser de los místicos del Fascismo significa ser portadores exaltados e
intransigentes de este credo político. De las virtudes fascistas -añadía- los místicos quieren poner en acto la fe
operante, la intransigencia constructiva, la virtud heroica del creer. Estamos
a favor de las conversiones -dijo también-; pero bajo dos inderogables exigencias: ante todo la buena fe más
sincera, más indiscutible, más amplia; en segundo lugar, ninguna reserva, de
ningún género.
Es ésta -y
no otra- la intransigencia que nosotros, que hemos tenido el privilegio de
estar al lado de Giani, durante largos años, sus compañeros de trabajo y de
lucha, pretendemos defender y afirmar.
Si por
ventura hubiese todavía dentro de nuestras filas -que el peligro ha menguado
pero que las ha hecho más ágiles y férreas- espíritus dudosos y trémulos, nada
les impide liberarse del peso de un juramento que son incapaces de sostener.
Los verdaderos fascistas, sobretodo en este duro momento que exige de cada uno
la medida exacta de fe y de valor, no se contentan con ser simplemente los “afiliados”,
sino que quieren ser, como Niccolò Giani, desesperadamente fascistas, custodios
celosos de su pasado, fanáticos seguidores de Mussolini en las nuevas
conquistas de su treintañal revolución.
Poco después
del congreso de Milán, Niccolò Giani partió a la nueva guerra. Estuvo entre los
primeros en alistarse. Y con él casi todos los dirigentes y los alumnos de la
Escuela de Mística estuvieron en el frente occidental, en África, en Grecia; y
después de que él diera ejemplo, incluso con su sacrificio, muchos otros lo
imitaron en África, en Grecia, en Rusia. Catorce Caídos orlan la Escuela, cinco
Medallas de oro: de Niccolò Giani, que había pedido al Duce como premio al
combate el retorno al combate, a Guido Pallota, cuyo fustigante decálogo,
dictado para la Escuela de Mística, merece ser recordado, como aviso a los
desmemoriados y como consuelo de los fidelísimos de siempre:
1) Obedecer
al Duce; 2) Odiar hasta el último suspiro a los enemigos del Duce, o sea de la
Patria; 3) Desenmascarar a los traidores a la Revolución, sin importar nada su
eventual poder; 4) No tener miedo de ser valientes; 5) No comprometer nunca el
propio deber de fascistas, aun a costa de perder la posición, el sueldo o la
vida; 6) Mejor morir orgullosamente de hambre que vivir rico pero envilecido;
7) Despreciar los cargos y poltronas; 8) Odiar el vil dinero; 9) Preferir la
guerra a la paz, la muerte a la rendición; 10) No ceder jamás.
He ahí los
postulados de la intransigencia que queremos profesar. En este sentido nos
sentimos sectarios, facciosos, fanáticos. Y tenemos el derecho de serlo porque
por ésta nuestra fe estamos listos, como Giani, como tantos otros, a dar toda
nuestra energía, nuestra misma vida.
Esta es
nuestra inquebrantable lealtad al Duce y a la Idea, a la palabra que hemos
dado, al juramento que prestamos, a la alianza que hemos elegido, lo que nos
enorgullece y nos hace mirar el futuro con fuerza y confianza.
Esta es
nuestra intransigencia respecto a la doctrina que hemos abrazado, a las
batallas que combatimos, las realizaciones que hemos alcanzado, la que, si bien
nos permite aceptar la colaboración de cualquier Italiano de buena fe y buena
voluntad que quiera ayudar al titánico esfuerzo del Duce, nos obliga sin embargo
a rechazar desdeñosamente cualquier contacto con aquellos que actúan al
servicio del enemigo, asesinando a traición a nuestro mejores compañeros de
fatigas y batallas, con aquellos que con Italia invadida persiguen a los
fascistas que por millares se arriesgan y se alzan para hostigar a los
invasores y abrir el camino de nuestro retorno.
Esta debe
ser hoy nuestra misión de fascistas. Este es el mandamiento de Niccolò Giani.
Esta es su enseñanza. En su nombre, y en el nombre de los demás Caídos, los
supervivientes de la Escuela de Mística fascista hacen un llamamiento a la
auténtica juventud italiana.
La
Revolución fascista continúa su marcha. Ella no puede morir y no morirá. No
existe rincón en nuestra entrañable tierra en el que el Fascismo no haya echado
raíces que ninguna fuerza humana podrá extirpar y que de la nueva sangre
vertida no extraigan alimento y vigor.
Es tarea
sobre todo de los jóvenes salvar, junto con la existencia de Italia, su propio
mañana.
(Traducción: A. Beltrán)
Extraído de: Antagonistas
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