Por Juan Manuel de Prada
Estudio con regocijo las
reacciones que provoca Pablo Iglesias. Hay, por un lado, un empeño irrisorio en
involucrarlo en asuntos turbios que enfanguen su imagen: algunas veces, el
empeño adquiere tintes chuscos (así, por ejemplo, cuando se denuncia que
disfrutó de becas sufragadas por la misma banca que execra, como si robar en
según qué casos no estuviese recompensado por el refranero con cien años de
perdón); otras veces, el empeño se hunde en los cenagales de la hipocresía más
desmelenada (así, por ejemplo, cuando se denuncia que prestó un apoyo simbólico
a los filoetarras, como si sucesivos gobiernos de uno y otro signo no les
hubiesen prestado un apoyo nada simbólico, permitiéndoles concurrir a las
elecciones, aliviándoles las condenas o facilitándoles subvenciones). Resulta,
en verdad, conmovedor asomarse a ciertos programas que, día tras día, dedican
minutos ¡y hasta horas! a denigrar a Pablo
Iglesias, en un lastimoso ejercicio más próximo a la terapia psicoanalítica
(hay tertulianeses más obsesionados con Pablo Iglesias que el divino Dante con
Beatriz) que al debate televisivo. Y justo antes de empezar a escribir este
artículo me dicen que algunos periodistas de una radio pública han denunciado
que la dirección de su empresa les ha pedido que no hablen de Pablo Iglesias.
En realidad, este presunto amago censorio es complementario (haz y envés de una
misma moneda) de la compulsión obsesiva en el vituperio; y ambas actitudes las
dicta la misma baja pasión: el miedo.
Miedo y nada más que miedo. A
Pablo Iglesias tratan de presentarlo como un golfillo trapacero, como un
comunista apolillado, como un vendedor de humo. No diremos que Pablo Iglesias
no tenga algún rasgo propio de estas caracterizaciones paródicas (aunque, por
encima de todas ellas, se nos antoja, en su retórica y en sus ademanes, un
demócrata tremendo y tremendista); pero no provoca miedo porque sablease a
Chávez, ni porque haga proclamas demagógicas, ni porque quiera poner un sueldo
quimérico a todo quisque. Pablo Iglesias provoca miedo porque tiene un
«relato», una visión del mundo; en definitiva, porque cree en unos principios
(naturalmente erróneos) que desarrolla de forma congruente y aplica con
irreprochable lógica a las diversas cuestiones políticas. Por eso tanto la
«casta» política como sus «mayordomos» (permítasenos el empleo jocoso de la
jerga pauloeclesiástica) están alborotados: porque, para ellos, los principios
son tan sólo un pin que se ponen en la solapa, para provocar la adhesión
refleja de su clientela, mientras que Pablo Iglesias cree a machamartillo en
sus principios y está dispuesto a aplicarlos. Quienes se mueven por intereses
siempre han sentido pánico ante quienes se mueven por principios, sin
importarles que tales principios sean acertados o erróneos. Tienen miedo a
Pablo Iglesias; y, para vencerlo, tratan de inspirárselo a su clientela,
agitando el espantajo del comunismo. No pueden combatirlo honorablemente porque
no tienen otros principios contrarios que oponerle, por la sencilla razón de
que no creen en ninguno.
En «La esfera y la cruz»,
Chesterton nos presentaba a dos contendientes, un creyente y un ateo, que no
conseguían batirse a duelo en defensa de sus convicciones, porque el régimen
vigente, muy tolerante y moderadito, se lo impedía; y es que aquellos
personajes, dispuestos a defender a muerte sus principios, delataban el
contubernio de los chanchulleros que, a falta de principios, sólo defendían intereses,
desde posiciones en apariencia contrarias. Chesterton siempre trataba a los
ateazos con deferencia, incluso con franca simpatía; y reservaba su acritud
para los que carecen de principios.
Extraído de ABC
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