Por Alain de Benoist
Por "sociedad civil"
(termino ya usado por Hegel y, por cierto, criticado por Marx) Gramsci designa
el conjunto del sector "privado"; es decir, el sistema de
necesidades, la jurisdicción, la administración, las corporaciones, pero
también los dominios intelectual, religioso y moral.
El gran error de los comunistas
ha sido creer que el Estado se reduce a un simple aparato político. Pero, “el
Estado organiza también el consentimiento”; es decir, dirige por medio de una
ideología implícita, que reposa sobre los valores admitidos por la mayoría de
los societarios. Este aparato "civil" comprende la cultura, las
ideas, los modos, las tradiciones –e incluso el "sentido común".
En otras palabras, el Estado no
es solamente un aparato coercitivo. Al lado de la dominación directa, del mando
que ejerce por medio del poder político, también se beneficia, gracias a la
actividad del poder cultural, de “una hegemonía ideológica, de la adhesión de
los espíritus a una concepción del mundo que le consolida y le justifica” (cfr.
la distinción hecha por Althusser entre el “aparato represivo del Estado” y los
“aparatos ideológicos del Estado”).
Separándose aquí de Marx, que
reduce la “sociedad civil” a la infraestructura económica Gramsci asegura (sin
percibir todavía que la ideología también está ligada a las mentalidades; es
decir, a la constitución mental de los pueblos) que es en la sociedad civil
donde se elaboran y difunden las visiones del mundo, las filosofías, las
religiones y todas las actividades intelectuales o espirituales, explícitas o
implícitas, por medio de las cuales se forma y se perpetúa el consenso social.
Por ello, reintegrando la sociedad civil al nivel de la superestructura y
agregándole la ideología, de la que ella depende, Gramsci distingue, en
Occidente, dos formas de superestructura: por una parte la sociedad civil, por
la otra la sociedad política o el Estado propiamente dicho.
Mientras en Oriente el Estado lo
es todo, en tanto la sociedad civil es “primitiva y gelatinosa”, en Occidente,
los comunistas deben ser conscientes del hecho de que lo "civil" se
ajusta a lo "político". Si Lenin, que ignoraba tal cosa, pudo acceder
al poder, fue precisamente porque en Rusia la sociedad civil era prácticamente
inexistente. En las sociedades desarrolladas, no es posible la toma del poder
político sin la previa captura del poder cultural: “La toma del poder no se
efectúa solamente por una insurrección política de asalto del Estado, sino,
sobre todo, por un largo trabajo ideológico en la sociedad civil que permita
preparar el terreno” (Hélène Védrine, Las filosofías de la historia, 1975). El
"paso al socialismo" no pasa ni por el putsch ni por el enfrentamiento
directo, sino por la subversión de los espíritus.
El premio de esta "guerra de
posiciones": la cultura, que es el puesto de mando de los valores y las
ideas.
Gramsci rechaza a la vez el
leninismo clásico (teoría del enfrentamiento revolucionario), el revisionismo
estaliniano (estrategia del Frente Popular) y las tesis de Kautsky
(constitución de una vasta concentración obrera). El "trabajo de
partido", pues, consistiría en reemplazar la “hegemonía de la cultura burguesa”
por la “hegemonía cultural proletaria”. Conquistada por valores que ya no serán
los suyos, la sociedad vacilará sobre sus bases. Y entonces será la hora de
explotar la situación sobre el terreno político.
De ahí el rol designado a los
intelectuales: “ganar la guerra de posiciones por la hegemonía cultural”. El
intelectual es aquí definido por la función que ejerce frente a un tipo dado de
sociedad o de producción. Escribe Gramsci: “Cada grupo social, nacido sobre el
terreno original de una función esencial, en el mundo de la producción
económica, crea al mismo tiempo que él, orgánicamente, una o varias capas de
intelectuales, que le dan su homogeneidad y la conciencia de su propia función,
no solamente en el dominio económico, sino también en los dominios social y
político (Los intelectuales y la organización de la cultura).
A partir de esta definición
(demasiado extensa), Gramsci distingue entre los intelectuales orgánicos, que
aseguran la cohesión ideológica de un sistema, y los intelectuales
tradicionales representantes de los antiguos estratos sociales que persisten a
través de las relaciones de producción.
A partir de los intelectuales
"orgánicos", Gramsci recrea el sujeto de la historia y de la
política, el Nosotros organizador de los otros grupos sociales, por retomar la
expresión de Henri Lefebvre (El fin de la historia, 1970). El sujeto ya no es
Príncipe, ni el Estado, ni el Partido, sino la Vanguardia intelectual ligada a
la clase obrera. Es ella quien, mediante un “trabajo de termita”, cumple una
"función de clase" convirtiéndose en portavoz de los grupos
representantes en las fuerzas de producción.
La Vanguardia intelectual es
quien debe dar al proletariado la “homogeneidad ideológica” y la conciencia
necesaria para asegurar su hegemonía –concepto que, en Gramsci, reemplaza y
desborda al de "dictadura del proletariado" (en la medida en que
desborda la política para englobar la ideología).
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