miércoles, 31 de diciembre de 2014

EL RESENTIMIENTO TERRORISTA

Por Slavoj Žižek


"El Segundo Advenimiento" de William Butler Yeats parece expresar perfectamente nuestra situación: «Los mejores carecen de toda convicción, mientras que los peores están llenos de intensidad apasionada». He aquí una excelente descripción del corte actual entre los anémicos liberales y los exaltados fundamentalistas. Los «mejores» no son ya capaces de implicarse, mientras que «los peores» se implican con el fanatismo.

Sin embargo, ¿son los terroristas fundamentalistas, sean cristianos o musulmanes, realmente fundamentalistas en el sentido auténtico del término? ¿Creen realmente? De lo que carecen es de una característica fácil de discernir en todos los fundamentalistas auténticos, desde los budistas tibetanos a los amish en Estados Unidos: la ausencia de resentimiento y envidia, una profunda indiferencia hacia el modo de vida de los no creyentes. Si los llamados fundamentalistas de hoy creen realmente que han encontrado su camino hacia la verdad, ¿por qué habrían de verse amenazados por los no creyentes, por qué deberían envidiarles? Cuando un budista se encuentra con un hedonista occidental, raramente lo culpará. Sólo advertirá con benevolencia que la búsqueda hedonista de la felicidad es una derrota anunciada. A diferencia de los verdaderos fundamentalistas, los terroristas pseudofundamentalistas se ven profundamente perturbados, intrigados, fascinados, por la vida pecaminosa de los no creyentes. Queda patente que al luchar contra el otro pecador están luchando contra su propia tentación. Estos llamados «cristianos» o «musulmanes» son una desgracia para el auténtico fundamentalismo.

Es aquí donde el diagnóstico de Yeats falla respecto a la situación actual: la intensidad apasionada de una turba delata una ausencia de auténtica convicción. En lo más profundo de sí mismos los fundamentalistas también carecen de una convicción real, y sus arranques de violencia son prueba de ello. Cuán frágil debe de ser la creencia de un musulmán si se siente amenazado por una estúpida caricatura en un periódico danés de circulación limitada. El terror fundamentalista islámico no está basado en la convicción por los terroristas de su propia superioridad y en su deseo de salvaguardar su identidad cultural y religiosa de la embestida de la civilización global de consumo. El problema de los fundamentalistas no es que los consideremos inferiores a nosotros, sino más bien que secretamente ellos mismos se consideran inferiores. Por eso nuestra condescendiente y políticamente correcta aseveración de que no sentimos superioridad respecto de ellos sólo los pone más furiosos y alimenta su resentimiento. El problema no es la diferencia cultural (su esfuerzo por preservar su identidad), sino el hecho opuesto de que los fundamentalistas son ya como nosotros, pues han interiorizado secretamente nuestros hábitos y se miden por ellos. (Está claro que lo mismo puede decirse también del Dalai Lama, que justifica el budismo tibetano en los términos occidentales de búsqueda de la felicidad y alejamiento del sufrimiento.) La paradoja subyacente en todo esto es que en realidad carecen precisamente de una dosis de esa convicción «racista» en la propia superioridad.

El hecho desconcertante de los ataques «terroristas» es que no encajan bien en nuestra oposición típica entre el mal como egoísmo o desprecio del bien común y el bien como el espíritu para y la disposición al sacrificio en nombre de alguna causa mayor. Los terroristas no pueden parecer sino algo semejante al Satán de Milton con su «Maldad, se tú mi Bien»: mientras ellos persiguen lo que nos parecen objetivos malvados mediante medios malvados, la forma misma de su actividad alcanza el máximo valor del bien. La solución de este enigma no es difícil y ya era conocida por Rousseau. El egoísmo, o la preocupación por el bienestar de uno mismo, no se opone al bien común, puesto que las normas altruistas pueden ser deducidas fácilmente de las preocupaciones egoístas. El individualismo frente al «comunitarismo» y el utilitarismo frente a la afirmación de normas universales son oposiciones falsas, puesto que dos opciones opuestas llegan a idéntico resultado. Los críticos que se quejan de que en la sociedad egoísta y hedonista de hoy faltan valores auténticos se equivocan por completo. Lo auténticamente opuesto al amor propio egoísta no es el altruismo, la preocupación por el bien común, sino la envidia, el resentimiento que me hace actuar contra mis propios intereses. Freud lo sabía bien: la pulsión de muerte se opone tanto al principio del placer como al principio de realidad. El verdadero mal, que es la pulsión de muerte, implica el sabotaje de uno mismo. Nos hace actuar contra nuestros propios intereses.

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