Por Claudio Finzi
Nuestros hombres políticos y nuestros
intelectuales hablan continuamente de Europa y Occidente, como si estuviera
claro que la primera sería lo mismo que el segundo. El Occidente, en tal
acepción, indicaría así un conjunto formado por los países de Europa, sobre
todo de Europa Occidental, y Estados Unidos de América, con el apéndice canadiense.En otras palabras, el Occidente
coincide con los límites de la OTAN.
Pero si examinamos el origen del
término "Occidente", no en el sentido geográfico obviamente, sino en
sentido político, descubrimos algo muy diferente de esta acepción "otanica":
a principios del siglo XIX, en Estados Unidos de América, esta expresión nació,
no para englobar Europa en un contexto atlántico más extenso, sino, al
contrario, para que el joven Estado americano tomara sus distancias frente a
los países del Viejo Continente.
Encontramos los primeros rastros
de esta distinción en los discursos de los unos de los más interesantes
Presidentes americanos, Thomas Jefferson. Ya en 1808, Jefferson afirmaba que
América era un "hemisferio separado"; a continuación, en 1812, y más claramente
aún en 1820, proponía un meridiano destinado a separar para siempre "nuestro
hemisferio" de Europa. En el hemisferio americano, profetizaba, es decir,
el hemisferio occidental, "el león y el cordero vivirán en paz uno con otro".
La etapa siguiente fue la de la famosa declaración del Presidente Monroe, el 2
de diciembre de 1823, por la cual prohíbe a toda potencia europea intervenir en
el hemisferio occidental-americano. Desde entonces, la afirmación de esta
especificidad occidental-americana fue in
crescendo, hasta las posiciones adoptadas por el Presidente Teodoro
Roosevelt a principios de nuestro siglo, luego a las declaraciones diplomáticas
de 1940 y de la inmediata posguerra.
Lo que cuenta, es que en todos
estos discursos, en todas estas declaraciones, en todos estos documentos
diplomáticos americanos, por hemisferio occidental, por Occidente, se entiende
algo radicalmente opuesto a Europa.
No se trata solamente de indicar
y delimitar una esfera de influencia o una zona de defensa en la cual se
excluye la presencia de todo enemigo potencial. Si tal era el caso, el
Occidente solo sería una de estas innumerables denominaciones utilizadas en política
y en diplomacia para definir un lugar o una situación geográfica o estratégica.
Se trata más bien de otra cosa.
Realmente, la idea de demarcar un
meridiano que separaría a Europa de Occidente se basa en la idea de que
Occidente, es decir, América considerada como Occidente en comparación con
Europa, sería básicamente diferente de Europa en su esencia y su propósito.
Esta idea se basa pues en la
presunción que esos dos mundos, el viejo y el nuevo, son radicalmente
diferentes por naturaleza, según la tradición y la moral. En tal contexto,
América termina siendo diferente de Europa, porque América es la tierra de la
igualdad y la libertad, opuesta a Europa, de tierra donde existen
estratificaciones sociales y donde reina la opresión. América, definida como
Estados Unidos de América, es la tierra donde el hombre bueno consiguió crear
un orden social y político buenos, mientras que Europa es la tierra del defecto
y la corrupción; América es la tierra de la paz, Europa, la de la discordia y
la esclavitud.
Europa debe salir del "occidente político"
El meridiano, que debería
separar el Occidente de Europa, reviste pues una función de conservación de los
"buenos" contra los "malos", indica una oposición radical e
insuperable, al menos mientras Europa no renuncie a sus
"perversidades" (¿eso será algún día posible?).Este tipo de
razonamiento encuentra sus raíces en las más antiguas tradiciones políticas americanas,
las de los padres fundadores. Recordemos que ellos eran puritanos, protestantes
extremistas, animados por una profunda fe en Dios y en sí mismos, porque creían
haber sido elegidos por este, obligados a abandonar Inglaterra para escapar a
las persecuciones y a los contactos entre los protestantes corrompidos y los
papistas diabólicos. Para ellos, América era una tierra virgen, donde podían
construir un nuevo mundo, un mundo de los "puros", un mundo para el
pueblo de Dios, un mundo liberado de las normas impías de Europa,
afortunadamente separado de ésta por millares demillas de océano. Dios pues
había dado América a sus habitantes y éstos debían guardarla pura, libre de todas
las torpezas europeas que acababan de abandonar. La Doctrina de Monroe y el concepto
de "hemisferio occidental" son la transposición política y laicizada
al compás de las décadas, de esta mentalidad que, al principio, era religiosa y
que aspiraba a una separación más neta con Europa.
Los que, hoy, utilizan
indiferentemente los términos "Europa" y "Occidente", como
si fueran sinónimos, o como si el segundo incluye a la primera, y adoptan este uso
erróneo, cometen un grave error histórico y político. En tanto que aceptan, consciente
o inconscientemente, la visión americana del mundo, esperando de este modo que
Europa haya entrado completamente en Occidente.
Me parece bien de destacar el
siguiente hecho: en la definición de Occidente, tal como nació en Jefferson, se
inscriben inmediatamente las dos formas americanas de concebir las
relaciones internacionales, de las que se tiene el hábito de considerar
erróneamente como exclusivas una de la otra: el intervencionismo y el
aislacionismo. En efecto, si el Occidente está "bien", significa que
el mundo no infectado por las perversidades europeas, entonces es necesario
sacar dos consecuencias. Por una parte, puede decidir volver a encerrarse
en sí mismo, para impedir el contagio externo; por otra parte, puede decidir
salir de su propia trinchera para lanzarse y "salvar al mundo". Es
esta segunda política la que prevaleció en la historia americana, sobre
todo porque la idea de un Occidente incorruptible se unió a la del
"destino manifiesto" de los Estados Unidos (esta expresión se forjó
en 1845 durante el conflicto que se oponía a los EE.UU a Inglaterra por el
Oregón) para constituir el peor de los imperialismos.
Así pues, toda la acción
americana sobre el continente americano es justificada en la defensa de los
intereses de los Estados Unidos; toda acción en ultramar es una "misión"
del Bien para salvar el mundo.
Mientras que la reciprocidad no
vale para los Europeos, portadores del "mal", que no podrán nunca
introducirse de buen derecho en los asuntos del continente americano, como lo
pretendía precisamente la Doctrina de Monroe, que prohibía a los Europeos todo
movimiento al Oeste del meridiano "separador". Los que hoy en Europa
se imaginan como paladines de Occidente, son simplemente individuos que se
integraron en el modo de vida y en el espíritu de los Americanos y que,
consciente o inconscientemente, consideran haber sido "salvados" y "liberados"
por ellos. Realmente, se sometieron a los americanos, renunciando a las tradiciones
europeas
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