Por Alain de Benoist
"Sorel, enigma del siglo XX,
parece un injerto de Proudhon, enigma del XIX", escribía Daniel Halévy en
su prólogo al libro de Pierre Andreu: Sorel, nuestro maestro (1953). Enigma, en
efecto, que el doctrinario edifica como un gigante, con las orejas pegadas a
las sienes, la nariz chata, los ojos claros y la barba blanca. Enigma de un
socialista encarnizado encantado con la Revolución rusa, simpatizante de la
Acción Francesa, admirador de Renan, Hegel, Bergson, Maurras, Marx y Mussolini.
Georges Sorel nació en Cherburgo,
el 2 de noviembre de 1847. Es doblemente normando, hijo de dos de las más
antiguas familias emigradas a la Galia desde Escandinavia en la alta Edad
Media. Su tío paterno, Albert Sorel, sería el historiador "oficial"
de Napoleón III.
Politécnico, ingeniero de puentes y caminos,
Sorel únicamente se consagra a los problemas sociales a partir de 1982. Su obra
puede sintetizarse en un solo libro: Reflexiones sobre la violencia, en el cual
sintetiza lo más sustancial de anterior producción: Las ilusiones del progreso,
Sobre la Iglesia y el Estado, Sobre la utilidad del pragmatismo, La
descomposición del marxismo, De Aristóteles a Marx, La ruina del antiguo mundo,
El proceso de Sócrates, etc.
Publicado por vez primera en 1908, Reflexiones
sobre la violencia es una obra que nunca dejado de reeditarse y de ser leída y
meditada, por Lenin y por Mussolini, por Maurras y por Charles De Gaulle, por
Oliveira Salazar y por Mao Tse Tung.
El libro fue pensado y construido para servir
de obra base del sindicalismo revolucionario.
Hostil al socialismo parlamentario y a Jaurés,
al que acusa de nutrirse de la ideología burguesa, Georges Sorel les opone lo
que él denomina como "nueva escuela". Sorel concibe la huelga como la
forma esencial de la reivindicación social. Es por medio de la huelga general
como la sociedad será dividida en facciones enemigas y será destruido el Estado
burgués. La huelga es "la manifestación más brillante de la fuerza
individualista en las masas sublevadas".
La huelga implica la violencia. A la inversa
de los socialistas de su tiempo (excepción hecha de Proudhon), Sorel no opone
el trabajo a la violencia. Rechaza glosar sobre "el deseo de paz de los
trabajadores". La violencia es para él un acto de guerra: "Un acto de
pura lucha, semejante a la de los ejércitos en campaña", escribe.
"Esta asimilación de la huelga a la
guerra es decisiva –indica Claude Polin en el prólogo a la nueva edición de
Reflexiones sobre la violencia–, porque todo lo que afecta a la guerra se
produce sin odio y sin espíritu de venganza: en la guerra no se mata al
vencido; no se suponen inofensivas las consecuencias que los sinsabores puedan
provocar en el campo de batalla". Ello explica por qué Sorel rechaza la
"violencia vengativa" de los revolucionarios de 1793: "Nunca
debe confundirse la violencia con las brutalidades sanguinarias que no conducen
a nada".
Al principio fue la acción
Recogiendo la distinción clásica entre guerra
"justa" y guerra "injusta", opone la violencia burguesa a la
violencia proletaria. Esta última posee, a sus ojos, una doble virtud. No
solamente debe asegurar una revolución futura, sino que es también el único
medio del que disponen las naciones europeas, "entontecidas por el
humanitarismo", para retomar su antigua energía.
La lucha de clases es, pues, un enfrentamiento
de voluntades firmes, pero no ciegas. La violencia deviene la manifestación de
una voluntad. Al mismo tiempo, ejerce una especie de función moral: produce un
estado de espíritu "épico".
"La violencia –declara Sorel a su amigo
Jean Variot– es una doctrina intelectual: la voluntad de los cerebros poderosos
que saben lo que quieren. La verdadera violencia es necesaria para llegar al
fondo de las ideas" (A propósito de Georges Sorel, 1935).
Sorel había aplaudido las palabras de Goethe:
"Al principio fue la acción". Para él, el hombre que actúa es siempre
superior al hombre que soporta: "La violencia verdadera hace aparecer al
primer plano el orgullo del hombre libre".
Para restituir la energía al mundo actual se
necesita un "mito", es decir un tema que no es ni verdadero ni falso
pero que actúa poderosamente sobre el espíritu moviliza e incita a la acción.
Georges Sorel veía en la Prusia del siglo XIX
la heredera de la Roma antigua.
Encuentra, para cantar las "virtudes
prusianas", un tono que no deja de evocar a Moller Van den Bruck (Der
preussische Stil). "Sorel, el artesano, hace culto del trabajo bien hecho
–comenta Claude Polin–, y el trabajo bien hecho debe constituir un fin en sí,
independientemente de los beneficios a retirar. Este desinterés es también el
propio de la violencia. En el fondo del pensamiento de Sorel se encuentra la
intuición de que todo trabajo es una lucha, y de que el trabajo nunca está bien
hecho si no se entiende como lucha. Esta idea reanuda la intuición del carácter
esencialmente prometeico del trabajo. Todo verdadero trabajo es una
transformación de las cosas que comporta la necesidad de transformarse a sí
mismo y a los otros consigo. "Paso a paso, Sorel termina por denunciar la
democracia ("verdadera dictadura de la incapacidad"), conjugando los
acentos de un Maurras y de un Bakunin.
La dictadura del proletariado le parece, a la
vez, un engaño y un señuelo: "Se necesita ser muy ingenuo para suponer que
las gentes que sacan provecho de la dictadura demagógica abandonarán fácilmente
sus ventajas". De paso, denuncia el rol de vanguardia que pretende
realizar el bolchevismo intelectual: "Todo el devenir del socialismo
reside en el desarrollo autónomo de los sindicatos obreros" (Materiales
para una teoría del proletariado). "Marx no siempre estuvo bien inspirado.
–prosigue- En sus escritos se encuentran no pocas tonterías procedentes de los
utopistas".
Esta concepción de la acción se encuentra en
completa oposición con las teorías "vanguardistas" (el trotskismo,
por ejemplo). Pero la podemos redescubrir en las proposiciones del sindicalismo
revolucionario y del anarco-sindicalismo.
Finalmente, si Sorel defiende al proletariado
con tal encarnizamiento no es por sentimentalismo, como Zola, ni por un gusto
pequeño-burgués por la culpabilidad, ni mucho menos porque así daría pruebas de
una "conciencia de clase", sino porque está convencido de que en el
seno de la sociedad burguesa, únicamente el pueblo puede todavía encontrar esa
energía que las clases dirigentes han perdido. Consciente de las
"ilusiones del progreso", constata que las sociedades, como los
hombres, son mortales. A esta fatalidad él opone una voluntad de vivir, una de
cuyas manifestaciones es la violencia.
En la actualidad Sorel denunciaría toda la
sociedad vendida por los "maestros" de la contestación. "Marcuse
representaría a sus ojos –escribe Polin–, el ejemplo típico del hombre
degenerado por la creencia beata en el progreso, frustrado con el progreso
porque no ve cumplida ninguna de sus expectativas, incapaz de poner su
esperanza en algo más que en el progreso exacerbado, radicalizado, en el sueño
de una abundancia completamente automática que aportaría en primer lugar la
felicidad en cuanto sea posible satisfacer las pasiones más elementales,
incapaz, en una palabra, de comprender que la fuente del mal está en el corazón
del hombre desvirilizado por la fe económica".
El nombre de la vieja Antioquia
A partir de 1907, Georges Sorel se convirtió
en el artesano de un acercamiento entre los antidemócratas de derecha y de
izquierda. El órgano de esta conjunción es la publicación mensual Revue
critique des idées et des livres, en la cual el nacionalista Georges Valois
publica los resultados de su encuesta sobre La monarquía y la clase obrera.
En 1910 aparece la revista La Cité française.
Después, entre 1911 y 1913, L´Indépendance. En estas publicaciones aparecen las
firmas de Georges Sorel, Jean Variot, Edouard Berth, Daniel Halévy, pero
también la de los hermanos Tharaud, de René Benjamín, Maurice Barrès y Paul
Bourget.
En 1913, el periodista Edouard Berth, autor de
Las fechorías de los intelectuales, saluda a Maurras y Sorel como "los dos
maestros de la regeneración francesa y europea". Pero, en septiembre de
1914, Sorel le escribe: "Estamos en una era que bien podría caracterizarse
por el nombre de la vieja Antioquia. Renan describió perfectamente esta
metrópolis de cortesanos, charlatanes y mercaderes. Tendremos el placer de ver
a Maurras condenado por el Vaticano, lo que sería un justo castigo a sus
incorrecciones. ¿A quien podría interesar un partido realista en una Francia
únicamente interesada en restaurar la vida muelle de Antioquia?"
"A Maurras –explica el sociólogo Gaetan
Pirou–, Sorel le reprocha ser demasiado demócrata; reproche que, a primera
vista, puede parecer paradójico. En realidad, Sorel quería decir que Maurras,
positivista e intelectualista, no había repudiado la democracia mas que en sus
aspectos políticos y no en sus fundamentos filosóficos".
Nacional-revolucionarios
Sorel ejercerá tanta influencia en Barrès y
Péguy como en Lenin. Éste último, en materialismo y empirocriticismo, le
denunciará no obstante como un "espíritu desordenado".
Más que Francia –observa Alexandre Croix en La
revolución proletaria–, Italia sería la "tierra prometida del
sorelismo". Sorel ejercerá una poderosísima influencia en la escuela
sindicalista dirigida por el futuro ministro italiano de trabajo (entre 1920 y
1922), Arturo Labriola. Éste, en 1903 traduce El futuro socialista de los
sindicatos. Uno de sus lugartenientes, Enrico Leone, redactó, en 1906, el
prólogo de la primera edición italiana de Reflexiones sobre la violencia,
publicado con el título de Lo sciopero generale e la violenza ("La huelga
general y la violencia").
Mediante esta traducción, Sorel alargará su
influencia a Vilfredo Pareto, Benedetto Croce, Giovanni Gentile y (por la
mediación de Hubert de Lagardelle) sobre Benito Mussolini.
En Alemania, el sorelismo encuentra una especie
de prolongación en las corrientes nacional-revolucionarias y
nacional-comunistas que se manifestaron a partir de 1920 (cfr. Michael Freund.
Georges Sorel und der revolutionäre Konservatismus, 1932).
Cuando murió Sorel, en 1922, el entonces
monárquico Georges Valois (futuro fundador del primer partido fascista fuera de
Italia), en la revista de la Acción Francesa, y el socialista Robert Louzon, en
Le Socialiste, le rindieron sendos homenajes que asombran por su semejanza a
quien alcanza a leerlos. Pocas semanas más tarde, Benito Mussolini, justo
después de tomar el poder con la marcha sobre Roma, declaraba al corresponsal
en Italia del diario madrileño ABC: "Es a Sorel a quien más le debo".
El gobierno fascista y el Estado soviético
propusieron el mismo día asumir los costes de un monumento ante su tumba.