Por Kiko Méndez-Monasterio
Mucho se abusa del adjetivo maldito referido a los
artistas, sólo para decir que alguno estuvo un par de noches en una comisaría, que
otro bebía como un cosaco y la gente se apartaba de él para esquivar el
vómito, o que uno más sufrió mucho porque le negaron el carnet comunista a
causa de sus preferencias sexuales.
Pero estar maldito debiera significar otra cosa, por ejemplo que te encierren
como a una alimaña en una jaula de madera, a la intemperie, que por la noche te
enfoquen luces potentísimas que destierran el sueño, y que te paseen luego un
centenar de kilómetros, expuesto a la cobardía atroz de las masas, igual que
enjaularon y pasearon a nuestro señor Don Quijote. Todo esto se lo hicieron a Ezra Pound. Y mucho más, que
luego de aquello le confinaron en un manicomio durante trece años, alguno de
ellos encerrado en una celda sin luz natural, y ofreciéndole como única
alternativa el patíbulo.
Ezra Pound no mató a nadie.
Se limitó a revolucionar la poesía moderna en un siglo atravesado por la
barbarie de la guerra industrial, y se puede decir -como de muy pocos- que hay
que diferenciar entre la poesía de antes y la de después de él. Su pecado fue político, que le dio por
admirar a Mussolini -como Gandhi, como Churchill-, pero no supo
rectificar al tiempo que los otros, e incluso siguió al Duce hasta la
efímera República de Saló. Durante la guerra hablaba por la radio de Roma, y le
echaba la culpa de la masacre a lo que él llamaba la usurocracia, el
gobierno totalitario de los prestamistas: “Usura mata al niño en
el útero, con usura no hay paraíso pintado para el hombre en el muro de su
iglesia”. Y también culpaba a los intereses del dinero de descarriar a los
artistas, que no podían rendir al máximo por seguir buscando el éxito
comercial. Por eso hasta trató de fundar una sociedad que ayudase a los
creadores sin recursos, y él mismo era conocido por conseguir mecenas y
ayudas al que de verdad lo necesitaba. Muchísimo le deben James Joyce, y T.S.
Eliot, y Yeats. Gracias a él se conocieron poetas como Frost o D.H.
Laurence, y Hemingway describió así su labor de
oenegé literaria: “Los defiende cuando los atacan, les mete en las
revistas y los saca de la cárcel. Les presta dinero. Les vende sus cuadros. Les
arregla conciertos. Escribe artículos sobre ellos. Les presenta mujeres ricas.
Les busca editores a sus libros. Pasa toda la noche con ellos cuando dicen que
se están muriendo y asiste a sus testamentos. Les paga por adelantado el
hospital y los disuade del suicidio. Y, al fin, muy pocos se han abstenido de
enterrarle el cuchillo en la primera ocasión”. Qué creíble resulta
todo esto a poco que uno trate algo a poetas, periodistas y demás ralea.
De nada le sirvió su
descomunal genio poético, que casi nadie -en cualquier orilla ideológica- es
capaz de negar. Todo estaba maldito porque quiso ver en el fascismo una fórmula
regeneradora de un tiempo que él creía absolutamente corrompido- “yo simplemente quiero una nueva civilización”-,
por esas alocuciones radiofónicas que siempre comenzaban de la misma
manera. “Esta es la voz de Europa. Habla Ezra Pound.”
Y es cierto que Europa se quedó un poco más muda cuando
le encerraron. En los años de su cautiverio su obra
siguió recibiendo premios, y se sucedían las peticiones de indulto,
suscritas desde Giovani Papini a TS Eliot, pasando por la revista Esquire o por
Radio Vaticano. Intelectuales de todo el mundo entendían que era una infamia
mantener preso un talento tan excepcional, y al fin Robert Frost, en nombre de
escritores ingleses y norteamericanos, consiguió la revisión del proceso. Pound recobra entonces la libertad y
vuelve a la Europa enmudecida. Él también
está cambiado: “He llegado tarde a la incertidumbre total, y he
llegado por el sufrimiento”
Con ochenta y siete años muere en
Venecia -no podía irse en otro sitio- después de pronunciar su breve
despedida: “Acabó la comedia,
los aplausos durarán siglos y yo los escucharé desde la casa del Eterno”
Nació en Idaho (EEUU) en 1885. Poeta, crítico y ensayista,
tuvo que abandonar su cátedra en la universidad americana por
ser “demasiado bohemio”. Recorrió Europa en distintos viajes,
vivió en Londres y Paris y acabó en Roma, identificándose con el régimen
fascista, lo que le valió ser acusado de traición al terminar la guerra
mundial. Su obra cumbre, los “Cantos”,
que tardó décadas en terminar, está considerada como una de las más
importantes de la poesía occidental. En ella se presenta una visión global de
la historia del hombre y del espíritu de un tiempo, quizá comparable a la
Divina Comedia de Dante
Extraído de La Gaceta
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