Por Juan Manuel de Prada
Hace ya bastantes años, cuando se
anunciaban las primeras medidas de 'flexibilización del mercado laboral',
escribíamos estas líneas: «Se nos trata de convencer de que una reforma laboral
que limita las garantías que asisten al trabajador favorece la contratación. Es
algo tan ilógico (o cínicamente perverso) como afirmar que el divorcio favorece
el matrimonio, o que la retirada de vallas favorece la propiedad; pero el
martilleo de la propaganda y la ofuscación ideológica pueden lograr que tales
insensateces sean aceptadas como dogmas económicos. Lo que tal reforma laboral
favorece es la conversión del trabajador en un instrumento del que se puede
prescindir fácilmente, para ser sustituido por otro que esté dispuesto a
trabajar a modo de pieza de recambio más rentable en condiciones más
indignas, a cambio de un salario más miserable. Pero toda afirmación ilógica
encierra una perversión cínica: del mismo modo que de un divorcio se pueden
sacar dos matrimonios, de un despido también se pueden sacar dos puestos de
trabajo (y hasta tres o cuatro); basta con desnaturalizar y rebajar la dignidad
de la relación laboral que se ha roto, sustituyéndola por dos (y hasta tres o
cuatro) relaciones degradadas, en las que el trabajador es defraudado en su
jornal».
Han pasado los años y comprobamos
con tristeza que teníamos razón. Las sucesivas reformas laborales no han hecho
sino depauperar las condiciones de contratación, facilitando las más
variopintas posibilidades de trabajo basura a lomos del fraude de ley (o tal
vez sea la propia ley la que invite a los fraudulentos a burlarla): contratos
de obra que en realidad son contratos temporales camuflados, contratos a tiempo
parcial en los que el trabajador, a cambio de un salario ínfimo, desarrolla en
realidad jornadas completas, etcétera. Todo ello acompañado de rebajas en los
sueldos, que por no ir acompañadas de un descenso de los precios han ido
pauperizando a los trabajadores; de indemnizaciones de despido asimiladas a las
propinas más rácanas; y de un aumento de la llamada 'presión fiscal', que es el
modo fino con que ahora llamamos a lo que tradicionalmente se denominaban
'exacciones', pues hay que atender las exigencias de la usura internacional,
que reclama puntualmente el pago de los intereses de la deuda pública. En realidad,
todas las 'reformas laborales' que hemos padecido durante los últimos años, lo
mismo con gobiernos socialistas que conservadores, no han tenido otro propósito
sino atender los requerimientos de esa usura institucionalizada.
Hoy nuestros gobernantes sacan
pecho, pretendiendo que la llamada 'crisis económica' ha sido resuelta; y nos
repiten exultantes que la creación de empleo es imparable. ¡Y tanto que lo es!
Se han destruido muchos empleos dignos; y de cada empleo digno de antaño se
están creando dos y hasta tres empleos con salarios miserables y condiciones
indecorosas. La dura realidad es que cada vez hay más gente empleada en
condiciones oprobiosas y ganando sueldos que no les permiten subvenir sus
necesidades básicas.
Se ha alcanzado aquella situación
que ya denunciara Juan XXIII, en la que «el trabajo asiduo y provechoso de
categorías enteras de ciudadanos honrados y diligentes es retribuido con
salarios demasiado bajos, insuficientes para las necesidades de la vida, o, en
todo caso, inferiores a lo que la justicia exige». E inevitablemente, esas
personas honradas y diligentes, al no hallar justicia, acaban incubando la
rabia y el resentimiento. Ha ocurrido en otras fases de la Historia, con las
consecuencias de todos conocidas; y está ocurriendo hoy ante nuestros ojos.
Un orden económico que, en una
inversión completa del orden natural, convierte el trabajo en una especie de
mercancía o instrumento al servicio de la producción, cuando no en un
instrumento a las órdenes de la usura internacional, es un orden perverso. Esta
perversión es la que desgraciadamente se ha impuesto, en volandas de una
globalización que convierte a los trabajadores en un engranaje más y con
frecuencia el engranaje sobre el que recaen las cargas más gravosas de un
proceso cuyo fin último es la obtención del lucro, la acumulación de una
riqueza cada vez peor distribuida y convertida en 'niebla de las finanzas'. Los
gobernantes que piensan que, mediante esta iniquidad, pueden solucionar los
males de la economía son tan insensatos como el arquitecto que considera que
puede tapar los boquetes que afloran en el tejado de una casa utilizando tierra
extraída de los cimientos. En realidad, la casa que presentan a las visitas
como restaurada y flamante ya se está derrumbando.
Este señor cada vez que escribe me sorprende.
ResponderEliminarPero más me sorprende que teniendo este pensamiento de "Cristianismo de base" se codeé con la alta burguesía católica y nade como pez en el agua entre ese entramado de medios de comunicación que controla la jerarquía Católica.
Como si la cosa no fuera con él.