Por Pedro Insua Rodríguez
«En
la Europa occidental, continental, la época de las revoluciones
democrático-burguesas abarca un intervalo de tiempo bastante determinado,
aproximadamente de 1789 a 1871. Ésta fue precisamente la época de los
movimientos nacionales y de la creación de los Estados nacionales. Terminada
esta época, la Europa Occidental había cristalizado en un sistema de Estados
burgueses que, además, eran, como norma, Estados nacionalmente homogéneos. Por
eso, buscar ahora el derecho a la autodeterminación en los programas de los
socialistas de la Europa Occidental significa no comprender el abecé del
marxismo» (Lenin, Sobre el derecho de las naciones a la
autodeterminación.)
En numerosas publicaciones digitales
españolas ligadas a determinados grupos, asociaciones, partidos, etc., que se
mueven, o dicen moverse, en las coordenadas del marxismo, del materialismo
histórico o del comunismo (nos estamos refiriendo, para hablar claro, a Rebelión,
la Haine, Kaos en la Red, y otras publicaciones de este estilo...),
aparecen Euskal Herria o los Països Catalans, o
Galizia, Asturies, ... como sociedades políticas «realmente
existentes», actuando, funcionando de hecho, como referencias políticas
positivas y ya en marcha. Digamos que se asume, así sin más, la realidad tanto
histórica como presente de la nación catalana, de la nación vasca, de la
gallega... –o de otros fragmentos de la nación española como puedan ser
Andalucía, Asturias, Extremadura...– sin mayores explicaciones, convirtiendo
por paralogismo lo que no son sino unidades administrativas regionales
(surgidas en el XIX) en verdaderas sustancias metafísicas, «culturas», mónadas
prácticamente incomunicables y que reclaman su propio estatuto político frente
a España (frente al «Estado español»).
Es más, la evidencia casi axiomática
del carácter «nacional» de esas realidades es de tal naturaleza para estos
grupos, a pesar de la confusión en la delimitación de las mismas [1], que aquel
que ose plantear alguna duda al respecto es enviado ipso facto, por
la fuerza de la propia evidencia, a la clase de la «extrema derecha»,
reaccionaria, cavernícola y facha contra la que estos grupos dicen luchar
principalmente («antifascistas»). Es así que, según se desprende de tal
evidencia, esta «conciencia nacional» fragmentaria procede al parecer de «la
izquierda», de la izquierda comunista para más señas –o por lo menos tiene que
ver de algún modo directamente con ella–, dejando para la derecha, para la
extrema derecha (fascismo), toda otra perspectiva que conserve la referencia a
España como unidad nacional.
Así ocurre en efecto que España, en
tanto que sociedad política, es generalmente concebida desde tales instancias
como una pura fantasía cuya unidad no es sino un reflejo ideológico,
superficial –superestructural– producido por la ideología que para muchos
representa, sin duda, el no va más de la política más reaccionaria: el
nacional-catolicismo, entendido como la forma característicamente española de
fascismo. España es, por así decir, una emanación entre otras, pero muy
significativa, de la voluntad de poder de esas fuerzas de la derecha
(criptofascistas) que durante siglos, casi atávicamente, han actuado en la
península desplazando al «pueblo», al demos, o mejor, a «los
pueblos», de su protagonismo político. Es así que, de este modo, con la llegada
de la democracia a la península, la idea de España, esto es, España misma, debe
por fin desaparecer en virtud de la propia determinación política de aquellos
«pueblos» sojuzgados por ese nacional-catolicismo dominante. Y es que, sea como
fuera, una vez derrotado el criptofascismo en España, España misma se disolverá
con él en tanto que puro reflejo ideológico suyo. España y democracia son así,
según estas coordenadas, dos ideas incompatibles, al ser aquella producto de
las fuerzas sociales (oligárquicas, aristocráticas, autoritarias,
dictatoriales, tiránicas...) que impiden la realización de esta, que impiden la
realización de una «verdadera democracia» que pondría de manifiesto la realidad
«plurinacional» en la que al parecer verdaderamente consiste la península
ibérica (la implantación de este «comunismo», sin embargo, curiosamente,
dejaría intacto a Portugal, tratado por estos grupos con mucha mayor
benevolencia y simpatía que España –sin tampoco ofrecer muchas explicaciones
sobre ello–).
Es decir, en definitiva, si aún existe
España es porque la democracia, la democracia socialista (que
incluye el «derecho de autodeterminación de los pueblos»), todavía no se ha
realizado en ella plenamente (el criptofascismo lo impide una y otra vez),
siendo así que ese «demos» realizado, es decir, hecho gobierno tras la
revolución, nunca puede ser español, sino que, eo ipso, se
convierte en vasco, catalán, gallego... quedando España disuelta con la propia
disolución del criptofascismo que la engendró [2].
Digamos, en resolución, que en ese
«otro mundo posible» del que constantemente se habla en estas publicaciones, se
supone sobrevenido tras la destrucción revolucionaria del capitalismo (algo así
como el Juicio Final), España desaparece y desaparece en función de la
reaparición de aquellos pueblos que, sojuzgados, eclipsados por el fascismo
dominante, salen por fin libres a la luz, la luz de la «autodeterminación» democrática
(omni determinatio est negatio, la auto-determinación es, al caso,
la negación de España) [3].
Ahora bien, y esta es la cuestión que
aquí queremos tratar, ¿qué tiene que ver esta conciencia nacional fragmentaria,
la de la España «plurinacional», con el materialismo histórico?; y, por otro
lado, ¿qué tiene que ver la disolución de España, por la vía de la secesión,
según se viene promoviendo desde estas publicaciones «altermundistas», con el
comunismo?
Pues bien, como respuesta a ambas
cuestiones, en este artículo se trata de probar:
I. La incompatibilidad, digamos
teórica, entre la idea de la «España plurinacional» y el materialismo
histórico;
II. La incompatibilidad práctica entre
la secesión aplicada a España, sea por la vía del federalismo o por la del
«independentismo», y el comunismo.
I. La conciencia nacional fragmentaria
jamás puede brotar del materialismo histórico
«Nosotros
estamos, indudablemente, por el centralismo democrático. Somos contrarios a la
federación... Estamos, en principio, contra la federación, que debilita los
vínculos económicos y es una forma inservible para lo que es un solo Estado.
¿Quieres separarte? Bien, vete al infierno, si puedes romper los vínculos
económicos, o, mejor dicho, si la opresión y los rozamientos originados por la
‘convivencia’ son tales que corroen y destruyen los lazos económicos. ¿No
quieres separarte? Entonces, perdona, pero no resuelvas por mí, no pienses que
tienes ‘derecho’ a la ‘federación’.» (Lenin en su carta a Shaumian).
Decimos que este altermundismo, en
tanto que «comunismo» sui generis, parte de la evidencia,
procedente al parecer del materialismo histórico, de que tanto Euskal
Herria, como Galiza, Catalunya, etc., son «naciones»,
y no fragmentos de una nación, y que, curiosamente, llevan siglos, en algunos
casos hasta milenios, con «voluntad» de ejercer una soberanía que poseen «de
derecho» pero que, sin embargo, invariablemente, les es negada «de hecho». A
España, sin embargo, desde esas mismas coordenadas, no se le reconoce
existencia histórica como nación, siendo considerada en esencia como un mero
subproducto de la ideología fascista-españolista. Es decir, España se
identifica plenamente sin más con el «nacionalismo español», según el
altermundismo, y su historia es la historia del «nacionalismo español», cuya
trayectoria se resuelve en la represión y sometimiento «imperialista» ejercidos
sobre los «pueblos peninsulares» y aún más allá (América, etc.).
Ahora bien, ¿de dónde proceden estas
evidencias cuya negación, además, conducen al parecer directamente al
fascismo?, ¿es esta concepción, con tales premisas, coherente o compatible
lógicamente con el materialismo histórico, según se presume desde la propia consideración
altermundista? Veamos.
El materialismo histórico parte, como
postulado lógico, ontológico y metodológico frente al idealismo (expresado por
Marx en el célebre Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía
política), del «ser social» como determinante de la «conciencia» (y no al
revés), siendo así que esta «conciencia nacional euskaldún», como la
catalanista o la galleguista, no se explican por sí mismas si no que requieren,
en tanto que fenómenos suyos (y como cualquier otra forma de conciencia), un
«ser social» que esté a su base.
Pues bien, ¿son acaso el aberchalismo,
como el catalanismo y el galleguismo, formas de conciencia transparentes, y no
deformadas, no ideológicas, de la realidad social a la que remiten?, es decir,
¿se encuentran a la base de estas formas de conciencia, en tanto que «ser
social» suyo, a «Euskal Herría», a «Catalunya» o a «Galiza» como naciones en
efecto ya formadas y en marcha, solo que reprimidas u oprimidas por el «Estado
español», según se postula desde el aberchalismo, el catalanismo o el
galleguismo?; dicho de otro modo, ¿es la existencia histórica, real, del País
Vasco, Cataluña o Galicia como naciones «realmente existentes» lo que determina
la evidencia (aberchale, catalanista, galleguista) de su carácter nacional?
Nosotros, desde luego, y ya lo
adelantamos, negamos que esto sea así: la nada histórica de ese fantástico ente
llamado «Euskal Herría» (lo mismo puede decirse de Galiza o de Catalunya y los
Països Catalans) no puede generar la conciencia nacional correspondiente, como
tampoco puede brotar de Cataluña o de Galicia al no haberse estas constituido
nunca como sociedades políticas soberanas; y es que de la nada, nada sale,
siendo así que la formación de esa conciencia nacionalista, que no nacional,
hay que explicarla por otras vías (que más adelante –al final– indicaremos).
Pero, además, también negamos, y esto
ya lo hacemos ad hominem (siendo este el objetivo fundamental
de nuestro artículo), que la afirmación del carácter nacional de estos
fragmentos de España pueda proceder del materialismo histórico marxista, un
materialismo histórico en el que precisamente dicen moverse tales grupos y
facciones «antifascistas».
Y es que, ¿qué pruebas se ofrecen por
parte del altermundismo de la existencia histórica, real, de «Euskal Herría»,
de «Galiza» o de «Catalunya» como entidades nacionales?, ¿qué instituciones,
qué formas de organización productivas, administrativas, judiciales, militares,
diplomáticas... se pueden ofrecer desde el materialismo histórico que hablen de
la existencia histórica de semejantes «naciones»?, ¿en dónde están las pruebas
documentales y monumentales de la existencia de tal entramado institucional,
con una trayectoria, un curso, que se pueda relatar históricamente,
y cuya referencia sean, respectivamente, Catalunya, Euskal Herria, Galiza...
como entidades soberanas?
Para el altermundismo, en efecto, y
aquí comienzan nuestras sospechas, es suficiente, como prueba de la existencia
nacional, con la propia «voluntad» de serlo; es decir, la mera presencia actual
de esa «voluntad» de ser nación entre algunas facciones o grupúsculos de esas
regiones, es suficiente según este altermundismo (es la suficiencia de un
entimema), para hablar de la realidad histórica nacional de «Euskal Herría»,
Catalunya o Galiza..., siendo así que estas realidades sociales y culturales se
revelan de manera prístina, sin ningún tipo de deformación, a través de la
izquierda aberchale, del catalanismo republicano y del nacionalismo gallego
como formas de conciencia características suyas. Una realidad, además, de la
que no se puede dudar, dicen, sin recaer en el fascismo, cosa que precisamente
se hace desde toda otra perspectiva política que actúe contemplando la
conservación de España como unidad nacional.
Nos encontramos aquí pues,
curiosamente, y siempre según el altermundismo, ante formas de conciencia por
lo visto completamente depuradas de cualquier deformación ideológica
(aberchalismo, catalanismo y galleguismo) que nos informan, a su vez, de un
modo cristalino y transparente, insistimos, de la existencia de sociedades
arcádicas (autogestionarias, en equilibrio perfecto tanto social, como
medioambiental), surgidas in illo tempore, y que llevan
luchando siglos, hasta milenios, intentando restaurar, frente al nacionalismo
fascista e imperialista, esa soberanía perdida (autogestionaria y perfecta) que
el «Estado español» suplantó (aunque se supone no aniquiló).
Ahora bien, desde la doctrina
marxista, y aquí comienzan sus claros desajustes con este altermundismo que se
dice representativo suyo, no es, desde luego, la mera «voluntad» de los
miembros individuales que componen una sociedad lo que explica su surgimiento o
constitución, sino que, más bien, es la sociedad un resultado de la acción
productiva de los individuos que la componen pero, justamente, con
«independencia de su voluntad»:
«La
estructura social y el Estado brotan del proceso de vida de determinados
individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la
imaginación propia y ajena, sino tal y como realmente son; es decir, tal y como
actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como se desarrollan
sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad» (Marx y
Engels, La Ideología alemana, L´eina editorial, pág. 17.)
Precisamente la voluntad individual,
invariablemente ideologizada, se mueve generalmente conforme a representaciones
deformadas de la realidad social, según la concepción marxista, permaneciendo
la conciencia individual, por lo menos en las primeras fases del desarrollo
social (en rigor en todas, salvo en la fase final), completamente opaca a la
realidad de ese «ser social» que, sin embargo, se forma con el desarrollo de la
propia actividad productiva individual (como es sabido, esta perspectiva es lo
que ha hecho encuadrar a Marx dentro de la llamada «filosofía de la sospecha»,
junto a Freud y Nietzsche). Una actividad individual siempre enclasada en
grupos (clases) cuya estructura imponen una dinámica que desborda completamente
la conciencia individual a la que, sin embargo, a su vez, determina:
precisamente es justo al final del desarrollo social (nunca al principio)
cuando la conciencia individual se refunde con las condiciones objetivas que
determinan la propia acción individual, constituyéndose la conciencia de este
modo, y como antesala de la revolución, en «conciencia de clase». Dicho de otro
modo, la conciencia individual deja de ser ideológica (deformada), justamente,
cuando se convierte en «conciencia de clase», que es el paso previo de la
abolición revolucionaria de todas las clases.
Una conciencia de clase, por cierto, y
esto conviene subrayarlo una y mil veces, en la que no desaparece su sentido
nacional (en contraste con lo que muchas veces se ha dicho), sino que lo
conserva aunque no al modo burgués:
«Los
trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No
obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del poder
político, su exaltación a clase nacional, a nación es evidente que también en
él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos
con el de la burguesía» (Marx y Engels,
El Manifiesto
Comunista, ed. Endymión, p. 62) [4]
.
Y es que la «nación», según la concepción
marxista, no es un concepto originario, que se forme por la vía de la
«voluntad» individual de ser nación, como quiere este altermundismo
pseudomarxista (siendo esto, en efecto, una petición de principio parecida a
aquella de Moliére de la virtud dormitiva del opio), sino que la nación es un
concepto «de clase» y que, como tal, aparece en el devenir histórico como una
estructura objetiva bastante tardía, y cuya dinámica envuelve y arrastra a los
individuos, insistimos, aún «por encima de su voluntad». En este sentido la
nación para el marxismo es, sobre todo, la «nación burguesa» (aunque con vista
a su transformación revolucionaria en «nación proletaria»), y es el resultado
objetivo de procesos muy complejos que tienen que ver sobre todo con la explotación
industrial del medio físico y social, con la «gran industria» capitalista, y
todo lo que ello supone (comercio ultramarino, crédito financiero,...).
Precisamente del desarrollo a escala
global de la «gran industria», a lomos de la nación burguesa, es de donde
proceden las condiciones objetivas, como corolario suyo, para la ulterior
constitución del proletariado como clase universal revolucionaria:
«[...]
la gran industria universalizó la competencia (la gran industria es la libertad
práctica de comercio, y los aranceles proteccionistas no pasan de ser, en ella,
un paliativo, un dique defensivo dentro de la libertad comercial), creó los
medios de comunicación y el moderno mercado mundial, sometió a su férula el
comercio, convirtió todo el capital en capital industrial y engendró, con ello,
la rápida circulación (el desarrollo del sistema monetario) y la centralización
de los capitales. Por medio de la competencia universal obligó a todos los
individuos a poner en tensión sus energías hasta el máximo. Destruyó donde le
fue posible la ideología, la religión, la moral, etc., y, donde no pudo
hacerlo, las convirtió en una mentira palpable. Creó por vez primera la
historia universal, haciendo que toda nación civilizada y todo individuo,
dentro de ella, dependiera del mundo entero para la satisfacción de sus
necesidades y acabando con el exclusivismo natural y primitivo de naciones
aisladas, que hasta ahora existía. Colocó la ciencia de la naturaleza bajo la
férula del capital y arrancó a la división del trabajo la última apariencia de
un régimen natural. Acabo, en términos generales, con todas las relaciones
naturales, en la medida en que era posible hacerlo dentro del trabajo, y redujo
todas las relaciones naturales a relaciones basadas en el dinero. Creo, en vez de
las ciudades formadas naturalmente, las grandes ciudades industriales modernas,
que surgían de la noche a la mañana. Destruyó, donde quiera que penetrase, la
artesanía y todas las fases anteriores de la industria. Puso cima al triunfo de
la ciudad comercial sobre el campo [...]. La gran industria creaba por doquier,
en general, las mismas relaciones entre las clases de la sociedad, destruyendo
con ello el carácter propio y peculiar de las distintas nacionalidades.
Finalmente, mientras la burguesía de cada nación seguía manteniendo sus
intereses nacionales aparte, la gran industria creaba una clase que en todas
las naciones se movía por el mismo interés y en la que quedaba ya destruida
toda nacionalidad; una clase que se desentendía realmente de todo el viejo
mundo y que, al mismo tiempo, se le enfrentaba. La gran industria hacía
insoportable al obrero no sólo la relación con el capitalista, sino incluso el
mismo trabajo» (Marx y Engels, La Ideología alemana, L´eina
editorial, págs. 60-61.)
La «gran industria», pues, impulsada
por la nación burguesa (y la nación burguesa por la industria), es el gran
demiurgo del Presente político, según el marxismo, un Presente dominado sí por
el capitalismo internacional, pero en el que, a su vez, se ponen las bases de
la internacionalización de los intereses del proletariado (y su constitución
como «clase universal»), en cuanto que la dinámica industrial desborda los
intereses de la propia nación burguesa (plegados y reducidos al círculo del
estado burgués). Una internacionalización, en cualquier caso, que tampoco
significa para el marxismo, insistimos, la disolución «en sentido cosmopolita»
de la nación, sino que el sentido nacional se conserva con la toma
revolucionaria del poder político por parte del proletariado (ulteriormente,
una vez consumada la revolución, el Estado caería por sí mismo).
Así pues, según el materialismo
histórico, la nación se constituye (y no se destruye) en el contexto de la
revolución industrial, siendo el imperialismo, como «fase superior del
capitalismo», el modo por el que tiene lugar su expansión global.
En definitiva, según el marxismo, es
la gran industria lo que conforma a la nación y no la abstracta, tautológica, y
vacía «voluntad» individual (y es que fijar la constitución de la nación en la
voluntad de serlo es puro idealismo, poniendo a la realidad a caminar de
cabeza).
¿Qué tiene que ver pues la nación, tal
como es concebida por el materialismo histórico, con esa «nación»
altermundista, constituida «originariamente» al margen de la industria
capitalista, incluso al margen del Estado, sin más?
Ocurre aquí que el altermundismo (e
incluimos aquí especialmente al aberchalismo [5]), lejos de
mantenerse en las coordenadas del materialismo histórico, lo que hace es
practicar la confusión, además de bulto, entre «nacionalidad» y «nación»,
categorías bien distinguidas por el materialismo histórico (etnológica una,
política la otra), y que en absoluto cabe confundirlas si es que queremos
mantenernos en estas coordenadas:
«La
nacionalidad no es todavía la nación, sino una agrupación de tribus afines por
su idioma y origen, que viven en el mismo territorio. Las naciones surgen al
desaparecer la dispersión feudal, en la época del capitalismo ascensional,
sobre la base de la comunidad de vida económica, relacionada, a su vez, con la
creación del mercado nacional» (Konstantinov, El
Materialismo histórico, ed. Grijalbo, pág. 243.)
Y es que, en la perspectiva marxista y
en rigor, ¿cómo interpretar pues el carácter nacional atribuido a tales
fragmentos regionales de España?, ¿qué es en fin lo que se quiere decir cuando
desde el altermundismo se habla de Euskal Herria, Galiza o Catalunya como
naciones?
Pues si queremos movernos en las
coordenadas del materialismo histórico aparecen dos opciones, no más: o bien
(a) se dice nación en un sentido étnico, concibiendo a Euskal Herría,
Galicia... como «nacionalidades»; o bien (b) se dice en un sentido nacional
burgués, ligado al capitalismo industrial.
En cualquiera de las dos opciones
resulta absurda desde el propio materialismo histórico aplicarlas a los
fragmentos de una nación ya constituida:
Por un lado, (a) afirmar el carácter
étnico de «Catalunya», «Euskal Herría», etc., (o cualesquiera otro fragmento de
España) como si tales regiones estuviesen organizadas tribalmente, con sus
jefaturas, relaciones elementales de parentesco determinando los vínculos
sociales..., como si constituyesen en fin «sociedades primitivas», resulta tan
completamente disparatado que no creemos merezca la pena ser discutido. Por
otro lado, (b) concebir tales fragmentos como naciones canónicas, como
«naciones burguesas» resultado del modo de producción capitalista y
desarrolladas al margen de España, es una concepción completamente
anti-histórica por anacrónica: ¿es que Catalunya o Galiza, en
tanto que poderes autónomos, suponiendo que alguna vez existieran, hicieron la
revolución burguesa y están ahora ya en trance y disposición de realizar la
comunista? Algunos incluso fijan la constitución «nacional» de estos fragmentos
en época preindustrial, incluso en la prehistoria, ¿ya se produjo entonces ahí,
en plena prehistoria, la toma del poder por parte de algo así como el «tercer
estado» destruyendo el modo de producción feudal?, ¿acaso no sería algo
verdaderamente llamativo por extraordinario el que se produjera una revolución
burguesa en el paleolítico superior y que, así, una «nacionalidad» amaneciese
ya ab initio como «nación»?, ¿y cómo es que Marx, Engels o Lenin,
por ejemplo, no tuvieron en cuenta estas «referencias» tan «notables»?
Así, entre el disparate o el
anacronismo, camina la consideración «nacional» de los fragmentos regionales de
España, no pudiendo justificar de ningún modo su existencia como «nación» desde
el materialismo histórico, por más que se convoque por parte del altermundismo
esta doctrina para ello.
Es más bien el idealismo anarquista
(tipo absoluto bakunista o tipo federalista prodhoniano), confundido con el
materialismo histórico, lo que alimenta estas concepciones (y es que bajo el
«izquierdismo» todos los gatos son pardos [6]). De este modo, al
modo idealista ahora sí, se regresa en este punto a ideas sustancialistas,
relacionadas con el «autós» griego (autodeterminación, autonomía, autogestión)
para justificar, vía causa sui, una doctrina que, en buena
medida, no es que difiera sin más del marxismo es que se opone frontalmente a
él. Un idealismo que se torna muchas veces en sustancialista –es precisamente
la «ideología alemana»– regresando a la idea clásica de sustancia («aquello que
no necesita de otra cosa para existir»), alineada a la cultura como unidad
social originaria (a veces a la raza), para proyectarla sobre el campo político
y reconstituirlo (es la «Europa de los pueblos»), derribando imaginariamente
las fronteras actuales, desde categorías etno-lingüísticas (por lo demás
completamente oscuras y confusas) que hablan de una correspondencia biunívoca
entre cultura y estado (una correspondencia que procede del Idealismo clásico
–Fichte, Herder–, antagónico al marxismo [7]).
En definitiva, la tesis de la «España
plurinacional» es una tesis idealista, incompatible con el materialismo
histórico, al basar la condición nacional de lo que no son sino fragmentos regionales
simplemente en la «voluntad» de ser nación. Una voluntad, por cierto,
procedente de sectores sociales actuales bien reaccionarios (completamente
refractarios al socialismo comunista), llegando a formar grupúsculos y
facciones (algunas ocupando magistraturas de gobierno en municipios,
autonomías, etc.) que no han tenido ningún empacho en apelar, con frecuencia, a
categorías como la raza, el ADN, el RH, etc.[8] o, directamente a Dios y
al «Sagrado Corazón de Jesús», para justificar sus programas políticos
facciosos.
II. La secesión es incompatible con la
revolución comunista
«El
pequeño-burgués ‘enfurecido’ por los horrores del capitalismo es, como el
anarquismo, un fenómeno social propio de todos los países capitalistas. Son del
dominio público la inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su
esterilidad y la facilidad con que se transforman rápidamente en sumisión, en
apatía, en fantasías, incluso en un entusiasmo ‘furioso’ por tal o cual
corriente burguesa ‘de moda’». (Lenin, El izquierdismo,
enfermedad infantil en el comunismo, pág. 40.)
Además, la «revolución» altermundista,
entendida aplicada a España como descomposición, tampoco es compatible con la
praxis revolucionaria comunista, en cuanto que esta, en ningún momento, para la
transformación del estado burgués contempla su descomposición previa. Es más,
al contrario, la revolución comunista supone la conservación de la unidad del
estado para transformarlo de burgués, vía dictadura del proletariado, en
socialista. El comunismo es un desarrollo de las contradicciones surgidas en el
seno del capitalismo y que no supone en ningún momento la fragmentación
disolvente del Estado, sino, insistimos, su transformación revolucionaria pero
conservando la unidad. Precisamente la independencia del estado socialista,
frente al capitalismo, quedaría mermada si se da «un paso atrás» fragmentario:
«Los
marxistas no propugnarán en ningún caso el principio federal ni la
descentralización. El Estado centralizado grande supone un progreso histórico
inmenso, que va del fraccionamiento medieval a la futura unidad socialista de
todo el mundo, y no hay ni puede haber más camino hacia el socialismo que el
que pasa por tal Estado (indisolublemente ligado con el capitalismo)» (Lenin, Notas
críticas sobre el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 34.)
Sin embargo, desde esa concepción
altermundista, impostoramente marxista, pero en realidad idealista, la
«conciencia de clase» se identifica, como atributo suyo esencial, con esa
«conciencia nacional» fragmentaria (conciencia nacional vasca, catalana,
gallega...) por la que la unidad nacional de España desaparece para convertirse
en una indefinida, desde el punto de vista unitario, «España plural». Es más,
la revolución altermundista (con la realización de ese «otro mundo posible»),
pasa por la supuesta rehabilitación de esos «pueblos originarios» (que ni
siquiera tienen que ver con la etnología prehistórica real, sino que son
inventos literarios decimonónicos), que lo que consigue realmente, no es la
internacionalización del proletariado (sobre la base de la nación burguesa
industrializada), sino su división contrarrevolucionaria.
Es decir, la «justicia» política
altermundista supone, según tal perspectiva, resituar los límites del Estado
sobre los quicios de la cultura, redefiniendo a esta de un modo
etno-lingüístico completamente fantástico e imaginario. Así, lejos de fomentar
la unidad de acción internacional del proletariado, lo que se produce es más
bien su división, promovida en torno a compartimentos «culturales» estanco. La
«cultura» se convierte así en esa unidad sustancial, autosuficiente, adornada
con toda clase de atributos folklórico-literarios, a través de lo que
llamaríamos con Adorno la «jerga de la autenticidad» (practicada por el
nazismo), y que promueve, en contra del propósito último comunista, la división
contrarrevolucionaria de la clase proletaria:
«Tal
es la exigencia incondicional del marxismo. Toda prédica que propugne separar a
los obreros de una nación de los obreros de otra, toda invectiva contra el
«asimilismo» marxista, todo intento de oponer en las cuestiones relativas al
proletariado una cultura nacional en bloque a otra cultura nacional
supuestamente indivisa, etc., es nacionalismo burgués contra el que se debe
llevar a cabo una lucha implacable» (Lenin, Notas críticas sobre
el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 20.)
En definitiva el secesionismo al que
conduce la supuesta «liberación» altermundista, apelando a la idealista
«autodeterminación», es incompatible con el comunismo de Marx, en cuanto que la
supuesta restitución anticapitalista de esos «pueblos originarios» lo que hace
es, sencillamente, disolver la unidad de acción del proletariado en su lucha
contra el capitalismo en su fase superior imperialista:
«El
proletariado no puede apoyar ningún afianzamiento del nacionalismo; por el
contrario, apoya todo lo que contribuye a borrar las diferencias nacionales y a
derribar las barreras nacionales, todo lo que sirve para estrechar más y más
los vínculos entre las naciones, todo lo que conduce a la fusión de las
naciones. Obrar de otro modo equivaldría a pasarse al lado del elemento
pequeñoburgués reaccionario y nacionalista» (Lenin, Notas críticas sobre
el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 23.)
Lo que late pues, tras este
altermundismo «imagine» es más bien el anarquismo, y no el materialismo
histórico y que busca, a la postre, la disolución del campo político en favor
de una reaparición (virtual) de la sociedad etnológica (etnicismo,
indigenismo...). Así lo afirmará Bakunin con toda claridad:
«¡Abajo
con las fronteras artificiales erigidas por la fuerza por los congresos
despóticos de acuerdo con las supuestas necesidades históricas, geográficas y
estratégicas! Entre las naciones no tendría que haber más barrera que las que
respondieran a la Naturaleza, a la justicia y a las establecidas con un sentido
democrático por la voluntad soberana del pueblo mismo sobre la base de sus
cualidades nacionales» (Bakunin, Aufruf an die Slawen, apud.
Horace B. Davis, pág. 60.)
Lenin en El Estado y la
Revolución se ocupará ampliamente de mantener las distancias entre el
comunismo y el anarquismo en este sentido, a través de la reivindicación
comunista del centralismo. Así, dirá Lenin:
«Engels,
como Marx, defiende, desde el punto de vista del proletariado y de la
revolución proletaria, el centralismo democrático, la república única e
indivisa. Considera la república federativa, bien como excepción y como
obstáculo para el desarrollo, o bien como transición de la monarquía a la
república centralizada, como «un paso adelante» en determinadas circunstancias
especiales. Y entre esas circunstancias especiales se destaca la cuestión
nacional... Hasta en Inglaterra, donde las condiciones geográficas, la
comunidad de idioma y la historia de muchos siglos parece que debían haber
«liquidado» la cuestión nacional en las distintas pequeñas divisiones
territoriales del país, incluso aquí tiene en cuenta Engels el hecho evidente
de que la cuestión nacional no ha sido superada aún, razón por la cual reconoce
que la república federativa representa «un paso adelante». Se sobreentiende que
en esto no hay ni sombra de renuncia a la crítica de los defectos de la
república federativa, ni a la propaganda, ni a la lucha más decididas en pro de
una república unitaria, de una república democrática centralizada.»
E insiste Lenin, más abajo, tomando
distancia explícitamente respecto de Bakunin y Prodhon:
«Marx
discrepa de Proudhon y de Bakunin precisamente en la cuestión del federalismo
(para no hablar siquiera de la dictadura del proletariado). El federalismo es
una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del
anarquismo. Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba no se
contiene la menor desviación del centralismo. ¡Sólo quienes se hallen poseídos
de la fe supersticiosa del
filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de la máquina del Estado
burgués con la destrucción del centralismo! Y bien, si el proletariado y los
campesinos pobres toman en sus manos el poder del Estado, se organizan de un
modo absolutamente libre en comunas y unifican la acción de todas las comunas para dirigir los
golpes contra el capital, para aplastar la resistencia de los capitalistas,
para entregar a toda la
nación, a toda la sociedad, la propiedad privada sobre los ferrocarriles, las
fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no será el centralismo? ¿Acaso esto no
será el más consecuente centralismo democrático, y además un centralismo
proletario?».
E, incluso, critica esta misma
confusión («bastardeamiento») entre anarquismo y comunismo, practicada según
Lenin por la «renegada» socialdemocracia, un «bastardeamiento» en el que, sin
duda, creemos nosotros, recaería nuestro altermundismo «revolucionario»:
«El
oportunista se ha desacostumbrado hasta tal punto de pensar en revolucionario y
de reflexionar acerca de la revolución, que atribuye a Marx el «federalismo»,
confundiéndole con Proudhon, el fundador del anarquismo. Y Kautsky y Plejánov,
que pretenden pasar por marxistas ortodoxos y defender la doctrina del marxismo
revolucionario, ¡guardan silencio acerca de esto! Aquí encontramos una de las
raíces de ese extraordinario bastardeamiento de las ideas acerca de la
diferencia entre marxismo y anarquismo, bastardeamiento característico tanto de
los kautskianos como de los oportunistas y del que habremos de hablar todavía.»
Concluye Lenin, por fin,
terminantemente sobre este asunto:
«El
federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas
del anarquismo. Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba no
se aparta lo más mínimo del centralismo.» [9]
Conclusión
«Entregar
a toda la nación, a toda la sociedad, la propiedad privada sobre los
ferrocarriles, las fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no será el
centralismo? ¿Acaso esto no será el más consecuente centralismo democrático y,
además, un centralismo proletario?» (Lenin, El Estado y la
revolución.)
Concluimos, la negación de España como
nación política, afirmando la condición nacional de lo que no son sino
fragmentos suyos («España plurinacional»), es en definitiva, una tesis
idealista («idealismo histórico»), no materialista, y que conduce, además,
directamente a un secesionismo reaccionario y no comunista. La idea de una
España fragmentada, o mejor, la idea de la condición nacional de los fragmentos
de España es una tesis, y lo afirmamos ad hominem (Adversus,
Rebelión, Kaos en la Red...), completamente contraria al marxismo, esto es,
idealista y contrarrevolucionaria.
Ahora bien, una vez que queda probado
que el marxismo, strictu sensu, no puede ser fuente del
nacionalismo fraccionario, la cuestión relativa al origen de la «conciencia
nacional» fragmentaria (euskaldún, catalana, gallega,...) permanece intacta
desde el propio materialismo histórico, y es que si la conciencia
nacional-fragmentaria no procede de tales «naciones» como realidades históricas
pues como tales nunca existieron ¿de dónde procede?
Pues, sencillamente, del propio
proceso de descomposición de la Nación española. Este es, en efecto, el «ser
social» que determina la formación de esa «conciencia nacional-fragmentaria»,
base de los nacionalismos y de la secesión a la que conducen. Es el proceso de
descomposición de España (y por lo tanto, insistimos, se parte de su existencia
como nación política) lo que genera la formación de esa conciencia
nacional-fragmentaria, ideológica, y no al revés. Una ideología, en sentido
marxista (como conciencia deformada) desde la que se percibe precisamente el
proceso como invertido: lo que no es sino un proceso de secesión, del que estas
facciones son causa, es percibido por su parte, de ahí su pujanza y arrastre social,
como un proceso de «liberación». Es así que la fragmentación de España nunca
puede significar la «restitución» de una libertad nacional (soberanía) para
vascos, catalanes, o gallegos,... que nunca existió, sino que lo que significa
es, sencillamente, la fragmentación de España. Una fragmentación cuyas partes
resultantes, constituidas ya como todos nacionales, lejos de alcanzar la tan
soñada «independencia», se convertirían más bien, dada su falta de
autosuficiencia, en satélites dependientes de otras potencias
(Francia, Alemania, EEUU, Gran Bretaña...), al no poder competir con ellas en
el mercado global capitalista.
En este sentido el marxismo
revolucionario español, tradicionalmente, aspiraba a otra cosa bien distinta de
la que se plantea desde ese altermundismo «revolucionario» (pro aberchale,
catalanista, galleguista...), y es que
«La
aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no
lejano, siguiendo su ritmo actual, la península Ibérica quede convertida en un
mosaico balcánico, en rivalidades y luchas fomentadas por el imperialismo
extranjero, sino, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea
reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica» (Joaquín
Maurín, Hacia la segunda revolución, 1935.)
Notas:
[1] Es curioso observar,
atendiendo a las secciones que estas revistas dedican a cada una de estas
«realidades nacionales», la disparidad de criterios seguidos por sus editores
en la reconfiguración del mapa peninsular. Así, observamos que Rebelión dedica
una sección a «España», recogiendo bajo este epígrafe noticias relativas a
«Euskal Herria», «Galiza», etc. Un epígrafe este, el de «España» que, sin
embargo, desaparece en Kaos en la Red o en La Haine:
en esta última publicación se habla de «Estado español», abriéndose bajo este
título secciones dedicadas a Asturies, Galiza, Madrid, Països Catalans...; en Kaos
en la Red, sin embargo, la cosa se enreda extraordinariamente,
abriendo un apartado para el «Estado español» y otros, del mismo rango,
dedicados a los Països Catalans, Madrid, Euskal Herria, Andalucía (curiosamente
aquí no aparece «Asturies», se supone, quizás, incluida bajo el epígrafe
«Estado español»). En Insurgente solo existe una sección para
el País Vasco y otra para Andalucía, de lo demás (del resto del «Estado
español» nada se sabe). No deja de ser curioso, decíamos, esta diafonía en
torno a la definición de tales «Pueblos peninsulares» cuando los responsables
de una y otras publicaciones son prácticamente los mismos.
[2] He aquí una «perla»
representativa de este altermundismo que, hablando de la «cuestión española»
afirma lo siguiente:
«He
escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de
España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y
que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es
la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre
al mismo tiempo, en los límites de sus pueblos, su reconstitución radical al
margen de su historia y a partir de una soberanía cierta que decida contemporáneamente
su nombre, su tamaño y su gobierno. Eso todavía está pendiente y la llamada
Transición no ha hecho otra cosa que bordear de puntillas la cuestión,
prolongando y agravando la paradoja: ha creído, sin ingenuidad alguna, que
podía democratizar España sin refundarla democráticamente y que se podía
decidir libremente su destino sin haber decidido antes libremente su
existencia» (Santiago Alba, La cuestión española,
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=30796).
Es curioso que, según este prócer del
altermundismo, haya que «demostrar» una prueba de existencia para España y no
ocurra así lo mismo para «Euskadi» (o Cataluña), cuya existencia por lo visto
es de una evidencia axiomática (aunque a su vez tampoco se sabe de dónde
procede tal evidencia, porque como él mismo reconoce, todavía están esperando
«Euskadi» y Cataluña, su constitución democrática). Si el criterio de
existencia para una nación, según se postula pues, es la libre decisión
democrática (sea esto lo que fuera), ¿quién y cómo se determina la jurisdicción
que establece el sufragio para tomar tal decisión?, ¿existe alguna nación cuya
existencia se haya determinado por libre decisión de sus ciudadanos?,
y, si existe, ¿cómo sabían esos ciudadanos que podían tomar tal decisión si no
había nación? Y es que, en efecto, para este altermundismo fundamentalista
democrático, la conservación de España, con su historia, es incompatible con la
democracia (v. Santiago Alba, ¿España unida o democracia?),
siendo así que existen unos nacionalismo aceptables (compatibles con la democracia) y otros no (el
español, por supuesto, está entre estos últimos: ver Santiago Alba, ¿Izquierdas
nacionalistas?), en un planteamiento de la cuestión que constantemente pide
el principio de la nación vasca, catalana....
[4] «Aunque en el Manifiesto
Comunista, Marx y Engels utilizaron la famosa frase ‘Los obreros no tienen
patria’ –como dura crítica de la marginación política y social en que habían
sido sumidos los trabajadores– y de sus planteamientos internacionalistas, no
por ello dejaban de constatar que el proletariado se convierte en clase
nacional al asumir su función emancipatoria» (José María Laso,
España:
cultura y problema nacional, http://www.wenceslaoroces.org/act/hab/index.htm).
Ver en Horace B Davies,
Nacionalismo y socialismo, p. 28 y ss. (ed.
Península) las interpretaciones que caben hacer, según este autor inglés, de
este famoso pasaje del
Manifiesto Comunista.
[5] Recordemos que la ETA y sus
anexos han tratado de frenar, y muchas veces lo han logrado, el desarrollo
industrial de las Provincias Vascongadas al oponerse, con procedimientos
terroristas, a determinados proyectos y empresas que iban en este sentido (sin
duda Lemoniz, es la más sonada). A través de esa idea arcádica,
eco-conservacionista de «Euskal Herría», la ETA se opone totalmente al marxismo
y, sobre todo, al leninismo (a pesar de considerarse emic, por
lo menos en algunos momentos, un movimiento representativo suyo). Recordemos,
en cualquier caso que en aquellas asambleas en las que se
reunía la primera ETA, a la sombra del poder eclesiástico vascongado, se
entendió el marxismo como un «fascismo de izquierdas» por parte de los
seminaristas fundadores de la banda.
[6] Ver Gustavo Bueno, El
Mito de la Izquierda, Ediciones B, 2003.
[7] Y es que lejos está el
marxismo de semejante concepción de la Historia, partiendo Marx en general al
hablar de las sociedades históricas, no de la autosuficiencia (ajuste armónico,
arcádico) como principio de organización productivo y social, sino más bien de
la dependencia (carestía) y de la superabundancia excedentaria (poros y penía, podríamos
decir en términos platónicos):
«Cuanto
menos desarrollado está el trabajo, más restringida es la cantidad de sus
productos y, por consiguiente la riqueza de la sociedad, con tanta mayor
influencia dominante de los lazos de parentesco sobre el régimen social.
Mientras tanto en el marco de este desmembramiento de la sociedad basada en el
parentesco, la productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se
desarrolla la propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la
posibilidad de emplear fuerza de trabajo ajena, con ello, la base de los
antagonismo de clase» (Federico Engels, El origen de la
familia, de la propiedad privada y del estado, ed. Planeta, pág. 28.)
[8] Ver el documentadísimo libro
de Francisco Caja, La raza catalana, Ed. Encuentro, 2009.
Publicado en El Catoblepas, nº109, marzo 2011, pág.10.