Por Dominique Venner
En Europa, desde la más remota
Antigüedad, siempre había dominado la idea de que cada individuo era
inseparable de su comunidad, clan, tribu, pueblo, polis, imperio, al que
se encontraba unido por un vínculo más sagrado que la propia vida. Esta
indiscutida conciencia, de la que la Ilíada nos ofrece la más
antigua y poética expresión, tomaba formas diversas. Basta pensar en el
culto a los ancestros a quienes la polis debía su existencia, o a la
lealtad hacia el príncipe era la expresión visible de la misma. Una
primera fue la introducida por el individualismo del cristianismo
primitivo. La idea de un dios personal permitía emanciparse de la
autoridad hasta entonces indiscutida de los dioses étnicos de la polis.
Sin embargo, impuesta por la Iglesia, se recompuso la convicción de que
ninguna voluntad particular podía ordenar las cosas a su antojo.
Pero ya se había sembrado el germen de
toda una revolución espiritual. Reapareció de forma imprevista con el
individualismo religioso de la Reforma. En el siglo siguiente se
desarrolló la idea racionalista de un individualismo absoluto
vigorosamente desarrollada por Descartes (“pienso, luego existo”).
El filósofo también hacía suya la idea bíblica del hombre dueño y señor
de la naturaleza. Sin duda, en el pensamiento cartesiano, el hombre
estaba sujeto a las leyes de Dios, pero éste había dado un muy mal
ejemplo. Contrariamente a los dioses antiguos, no dependía de ningún
orden natural anterior y superior a él. Era el único y omnipotente
creador de todo, de la vida y de la propia naturaleza, según su
exclusivo designio. Si semejante Dios había sido el creador desprovisto
de todo límite, ¿por qué los hombres no estarían, a su vez, liberados de
todo límite?
Puesta en marcha por la revolución
científica de los siglos XVII y XVIII, esta idea ya no tuvo a partir de
entonces el menor límite. En ella consiste lo que denominamos la
“modernidad”: esa idea según la cual los hombres son los propios autores
de sí mismos y pueden remodelar el mundo a su antojo. Sólo hay un
principio: la voluntad y el capricho de cada cual. Por consiguiente, la
legitimidad de una sociedad ya no depende de su conformidad con las
leyes eternas del etnos. Sólo depende del momentáneo
consentimiento de las voluntades individuales. Dicho de otra manera,
sólo es legítima una sociedad contractual, derivada de un libre acuerdo
entre partes que encuentran en tal pacto su propio beneficio.
Si el interés
personal es el único fundamento del pacto social, no se ve qué es lo
que podría prohibir que cada cual se aproveche de ello lo mejor que
pueda, según sus intereses y sus apetencias, llenándose el bolsillo si
su cargo le ofrece tal oportunidad. Tanto más cuanto que el discurso de
la sociedad mercantil, por intermedio de la publicidad, establece para
todos la obligación de disfrutar, o más exactamente de existir
exclusivamente para disfrutar.
Pese a esta lógica individualista y
materialista, el lazo comunitario del nacimiento y de la patria se había
mantenido durante mucho tiempo, con las obligaciones que de ello se
derivan. Este vínculo se ha ido destruyendo poco a poco en toda Europa
en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, mientras
triunfaba la sociedad de consumo procedente de Estados Unidos. Nuestras
naciones han dejado de ser poco a poco una nación (basada en la natio,
en el nacimiento común) para convertirse en una suma de individuos
reunidos para pasarlo bien o satisfacer lo que por su interés entienden.
A la antigua obligación de “servir” la ha sustituido la tentación
general de “servirse”. Tal es la lógica consecuencia del principio que
funda la sociedad en los exclusivos derechos humanos, es decir, en el
interés de cada cual.
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