por Alain de Benoist
La geopolítica 
siempre  fue  la mal  querida entre  las  
ciencias   sociales. Desde hace mucho tiempo se le recriminó ser una
«ciencia alemana», lo que no quería decir gran cosa. Pero es sobre todo la
delimitación de su ámbito o su estatuto  lo que nunca ha dejado de
plantear  problemas. La geopolítica estudia la influencia de la geografía
sobre la política y la historia, es decir, las relaciones entre el espacio y el
poder. Pero esta definición es engañosa, lo que explica que la realidad misma
de su objeto haya podido estar sujeta a debate. Se la ha descrito
frecuentemente como una disciplina encargada de legitimar retrospectivamente
los acontecimientos históricos o las decisiones políticas:  
así,   no   sería  más   que  
una   construcción artificial   basada   en
interpretaciones ex eventu. Esta crítica estuvo reforzada por el hecho
de que la geopolítica frecuentemente se ha desarrollado al margen del poder
político (incluso si, en los hechos, raramente ha inspirado al mismo). 
Otros  le han cuestionado su
determinismo.  La geopolítica se  funda en cierto  
número   de   constantes ligadas   al  
«suelo»,   a   partir   de  
las   cuales pretende elucidar diversas lógicas espaciales. Pero ¿es
siempre determinante el «suelo»?   Francia,  
por   sólo   citar   un  
ejemplo,   habría   tenido   un  
origen geopolíticamente muy improbable, lo que no le impidió despuntar. A esto
se añade el hecho de que el mundo ha cambiado. Ya salimos de la era de las
grandes conquistas meramente territoriales: hoy preocupa más organizar el
espacio que conquistarlo o acrecentarlo. La conquista de un territorio sólo es,
por lo demás, una forma entre otras de conquistar. «Cualquier espacio tiene su
valor político»,  decía Ratzel.  Sin embargo,  no siempre posee
el  sentido que tuvo en otro tiempo. Vivimos en un mundo en que las
fronteras ya no detienen (y sobre todo no garantizan) nada.
La  
geopolítica   conserva,   no  
obstante,   su   utilidad.   Incluso  
resulta indispensable referirse a ella en un mundo en  transición, 
donde  todas  las cartas están a punto de ser  repartidas a
escala planetaria.  La geopolítica relativiza el peso de los meros
factores ideológicos, mutables por definición, y recuerda la presencia de
constantes que trascienden tanto a los regímenes como  a  las  
ideas.  Cegado por   su racismo,  Hitler  hizo 
la  guerra  a Rusia, potencia continental,  mientras  que
hubiera querido aliarse con Inglaterra, potencia  marítima: 
magnífico   ejemplo  de  la  manera  
en  que   la   ideología puede ser la causa de una
ceguera geopolítica total. Hoy día comprobamos una oposición análoga entre la
lógica geopolítica y la lógica «civilizacional». Algunos  
hablan   de   «guerra   de  
civilizaciones»,   en   tanto   que
el    Islam  no constituye –tampoco Occidente– la menor
entidad geopolítica.
De   todas  
las   nociones   propias   de  
la   geopolítica,   una   de  
las   más incuestionables  es   sin duda  la oposición 
entre Mar  y  Tierra.   «La historia mundial 
–decía  Carl  Schmitt–  es   la  historia 
de  la lucha  de   las   potencias marítimas
contra las continentales y de las potencias continentales contra las
marítimas». Ésa era también la opinión del almirante Castex y de muchos
geopolíticos.
La Tierra es el lugar de los
territorios diferenciados. Suscita distinciones tajantes entre  la guerra
y  la paz,  entre  combatientes y no combatientes, entre la
acción política y el comercio. Es por excelencia el lugar de la política y de
la historia. «La existencia política tiene un carácter puramente telúrico» (Adriano
Scianca).  El  Mar   es   una extensión
uniforme,   la negación de  las diferencias, los límites y las
fronteras. Es un espacio indistinto, equivalente líquido del desierto. Al
carecer de un centro, sólo conoce los flujos, y es por ello por lo que se
parece a la globalización postmoderna. El mundo actual es un mundo «líquido»
que tiende a abolir todo lo que es «terrestre», estable, sólido,
constante,   diferenciado.  Es   un  mundo 
de  flujos transportados  por redes. El comercio mismo, igual que la
lógica del capital, también está hecho de  flujos. La  
uniformidad   que   la  
globalización   y   el   comercio  
logran   es inherente a la lógica «marítima»: el monoteísmo del mercado
es hijo de la lógica del Mar, y no es por azar que el capitalismo se parece
sobre todo a la piratería.
En la historia de la humanidad,
la confrontación entre la Tierra y el Mar corresponde a la lucha secular entre
la lógica continental europea y la lógica «insular» encarnada primero por
Inglaterra y luego por los Estados Unidos de América. Schmitt ya lo había
subrayado: debido a la técnica moderna, el Mar se ha transformado, relevado en
espacio. «El mar no es más un elemento, se volvió espacio, así como el
aire también se ha vuelto espacio de la actividad humana y de ejercicio del
poder». Como ayer la de Inglaterra, la hegemonía estadounidense descansa  
en   la   dominación   mundial  
de   los   mares, extrapolada   a   la 
dominación   del   aire,   y  
ante   la   ausencia  de   unidad  del
espacio   euroasiático.   Antiguas problemáticas,  
pero   que   en   adelante   se
explicarán en más vastas dimensiones. Estados Unidos tomó los caminos del
poderío inglés. Europa entera ocupa el lugar otorgado a Alemania. Al mismo
tiempo, vemos reaparecer el «Gran Ajedrez» que ayer oponía a Inglaterra y
Rusia, y cuyos peones esenciales permanecen en Asia central, Mesopotamia, Irán
y Afganistán.
En el pasado, la
geopolítica ejercía sus concepciones principalmente a nivel de los Estados que, en nuestros días  –al  menos  
en   el   hemisferio occidental– parecen haber entrado a
una crisis irreversible. Hoy, las lógicas continentales nos  revelan 
las maquinaciones desordenadas de  los Estados que nos han ocultado por
mucho tiempo, pero que, más que nunca, serán fundamentales.  
La   geopolítica  nos   ayuda a  razonar, 
no  tanto   a  nivel  de países sino de continentes.
El Mar contra la Tierra, hoy día, está representado por   los 
Estados  Unidos   de   América  
contra   el   «resto  del  mundo»,   y  
por principio contra   el  bloque  
continental  europeo.   El   eje 
Madrid-París-Berlín-Moscú adquiere desde esta perspectiva toda su importancia,
paralelamente al eje Moscú-Teherán-Nueva Delhi. El bloque germano-ruso se
mantiene en el corazón del «centro mundial». Y es por ello por lo que la suerte
del mundo depende de la alianza de estos dos países. Allí también la caída del
sistema soviético despejó los frentes. El desconocido chino domina el resto.

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