Por Jesús Sebastián Lorente
Para comenzar, diré que el estudio del fascismo, tanto
desde un punto de vista histórico como ideológico, pertenece al ámbito de la arqueología
de las ideas. El fascismo fue derrotado en el campo de batalla de las
armas, no –desde luego– en el de las ideas. Pero sus restos
grupusculares, cualesquiera que sean los nombres que adopten con el término nacional
convertido en prefijo, o con las numerosas y genéricas “posdenominaciones”
revolucionarias, identitarias, populistas, europeístas, comunitaristas, etc.,
no tienen ni la legitimidad ni la capacidad –y mucho menos, la osadía (o la
valentía, según se mire)– para autocalificarse de “fascistas”. Se podía
ser “fascista” en las décadas de los 20 y los 30 del siglo pasado, o
incluso, “neofascista” en las décadas de los 50 y los 60, pero ¿qué
queda realmente del fascismo en la actualidad? El fascismo, como ideología –me
refiero al fascismo auténtico–, ha muerto… (¿El fascismo ha muerto?
¡Viva la muerte!) y sólo puede ser reanimado como un zombie. O
ser reinventado bajo otros nombres y otras sensibilidades. Y
su estudio, por supuesto, debe quedar reservado a la “historia de las ideas
políticas”. Todo aquel que no admita esta evidencia que no siga leyendo este
opúsculo.
El término “fascismo”, más que una expresión
limitada al ámbito de la historia política, parece tratarse de una palabra
mucho más apta para la “diatriba política”, cargada de connotaciones negativas
y de una fuerza expresiva claramente descalificadora que no acepta un análisis
sereno y objetivo. Para una inmensa mayoría, el “fascismo” no es digno
de estudio. Se trata de un arma dialéctica para descalificar, deslegitimar e
incapacitar –política y moralmente– al adversario ideológico, sea éste fascista
(lo cual es improbable) o cualquier otra cosa. No estamos, pues, ante un
fenómeno histórico digno de estudio, sino de un accidente monstruoso y
pecaminoso, espejo de la contrahumanidad y ejemplo de la sobrehumanidad más
despreciable.
Sin embargo, nadie con un mínimo de información,
sentido común o histórico, asumiría que el comunismo es un fenómeno sin
ideología, un episodio incidental e irrelevante, cuya mención anula
automáticamente la “condición humana” de quien así se califica o a quien así se
descalifica. Sabemos perfectamente que esto no sucede. Entonces, ¿por qué no
proceder de manera análoga cuando tratamos del fascismo? Porque reconocerle al
fascismo una dimensión teórica supondría admitir la existencia de un fenómeno
que movilizó a millones de hombres y mujeres de la época para combatir a las
ideologías dominantes y presentarse, frente a ellas, como la auténtica
alternativa. Esto mismo se concede al comunismo, a pesar de que sabemos que las
consecuencias de su violencia brutal fueron mucho más nefastas que las del
fascismo, si excluimos de éste al nacionalsocialismo, que según parece, bajo la
forma del hitlerismo, fue un fenómeno al margen (en los mismos límites de una
humanidad aprehensible), sólo comparable con el estalinismo. Y con razón,
conceder todo esto al fascismo implica asumir la certeza de ser acusado sin
ninguna posibilidad de defensa ni turno de réplica.
Alain de Benoist escribe que «el siglo XX ha sido sin
duda el siglo de los fascismos y de los comunismos. El fascismo nació de la
guerra y murió en la guerra. El comunismo nació de una explosión política y
social y murió de una implosión política y social. No pudo haber fascismo sino
en un estadio dado del proceso de modernización y de industrialización, estadio
que pertenece hoy al pasado, al menos en los países de Europa occidental. El
tiempo del fascismo y del comunismo está acabado. En Europa occidental todo
“fascismo” no puede ser hoy sino una parodia. Y lo mismo ocurre con el
“antifascismo” residual, que responde a este fantasma con palabras todavía más
anacrónicas. Es porque el tiempo de los fascismos ha pasado, que hoy es posible
hablar de él sin indignación moral ni complacencia nostálgica».
Desde luego, la cuestión del fascismo (y sus numerosos
problemas de análisis) ha sido abordada, como fenómeno singularizado y
autónomo, por una serie de pensadores, historiadores y filósofos, todos de gran
talla intelectual, pero excesivamente condicionados por sus particulares
orientaciones, tanto ideológicas como metodológicas: Ernst Nolte, Renzo de
Felice, George L. Mosse, Emilio Gentile, James A. Gregor, Stanley Payne, Roger
Griffin, Zeev Sternhell. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en el Dictionaire
historique des fascismes et du nazisme. Ante la imposibilidad de contar con
una definición “universalmente admitida de fascismo”, circunstancia que Serge
Bernstein y Pierre Milza juzgan de “una evidencia ante la cual hay que
rendirse”, se concluye que toda obra de referencia dedicada al fascismo debería
evitar el establecimiento de “verdades dogmáticas” sobre una cuestión objeto de
hondas polémicas intelectuales. Entonces, el problema es que, en lugar de esas
“verdades dogmáticas”, muchos de estos intelectuales se resignan a la
exposición de puntos de vista inevitablemente personales o, en el mejor de los
casos, “opciones de análisis” que, comportando una inevitable dosis de
subjetividad, coinciden básicamente con las opiniones mayoritarias del
“sistema”.
Entonces, ¿cómo ofrecer una explicación al surgimiento
del fascismo sin caer en trivialidades ni experimentos coyunturales? Erwin
Robertson lo explica. Se debe comprender al fascismo, primero, como un fenómeno
político y cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad
liberal, democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y
utilitarista de la sociedad. Pero expresa también “la voluntad de ver la
instauración de una civilización heroica sobre las ruinas de
una civilización materialista. El fascismo quiere moldear un hombre
nuevo, activista y dinámico”. No obstante presentar esta vertiente
tradicionalista, este movimiento contiene, en su origen, un carácter moderno
muy pronunciado, como lo demuestra su estética futurista, reclamo
de la juventud frente a la burguesía. El elitismo, en el sentido de
una aristocracia no definida por su categoría social o económica, sino por un
estado del espíritu, es otro componente atractivo. El mito, como
clave de interpretación del mundo; el corporativismo, como ideal social
que otorga a la mayoría del pueblo el sentimiento de nuevas oportunidades de
ascenso y de participación, constituyen también parte del secreto del fascismo,
porque el fascismo reduce los problemas económicos y sociales a cuestiones,
ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad
formando un solo cuerpo orgánico”, identificando los propios intereses
con los de la patria, comulgando, en un mismo culto, los valores
heroicos y revolucionarios frente a los contravalores de la burguesía
demoliberal. Es por todo esto que el estilo político y cultural desempeña
un papel tan esencial en el fascismo.
Resulta curioso, entonces, que un pensador con
orígenes conocidos (y reconocidos) en el ámbito de la derecha radical francesa,
como Alain de Benoist, defina el “fascismo” de una forma demasiado simple, como
si quisiera evitar la cuestión, pasando página inmediatamente: «Se han
propuesto innumerables definiciones del fascismo. La más simple es todavía la
mejor: el fascismo es una forma política revolucionaria, caracterizada por la fusión
de tres elementos principales: un nacionalismo de tipo jacobino, un socialismo
no democrático y el llamado autoritario a la movilización de las masas. En
tanto que ideología, el fascismo nace de una reorientación del socialismo en un
sentido hostil al materialismo y al internacionalismo».
Sin embargo, a setenta años de la “derrota del
fascismo”, algo parece estar cambiando. En primer lugar, el fascismo, en la
interpretación de Zeev Sternhell, no es ninguna anomalía histórica, ni una
infección vírica, ni resultado de la crisis subsiguiente a la guerra de
1914-1918, ni siquiera fruto del patriotismo de los excombatientes, ni una
reacción contra el marxismo, ni una palingenesia de regeneración antiilustrada,
ni una perversa locura irracional, ni una invasión alienígena. El fascismo es
un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual; es
decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o
epifenómeno. El fascismo era un proyecto ideológico inconformista, vanguardista
y revolucionario, una fuerza rupturista capaz de arremeter contra el orden
establecido y de competir eficazmente con el marxismo y el liberalismo, tanto
en el orden intelectual como en el popular.
Por cierto, que Sternhell ya advierte de la necesidad
de distinguir el fascismo del nacionalsocialismo. Con todos los aspectos
que pudieran tener en común, la clave está en el determinismo biológico de
este último: un marxista o un liberal podían convertirse al nazismo, siempre
que fueran calificados como “arios”, pero no así un judío, un eslavo o un
mediterráneo. El fascismo, como tal, nació en Francia, extendiéndose
principalmente a otros países europeos, como Italia, España, Bélgica, Austria,
Rumania, Grecia, Yugoslavia, y también, por supuesto, a Alemania, en la que,
sin embargo, no dará lugar al nacimiento del nacionalsocialismo, que ya llevaba
mucho tiempo gestándose, pero de forma paralela y tangencial al fascismo: el
nacionalsocialismo se apropió de la simbología del fascismo para
imponer una visión biopolítica y geopolítica propiamente “germánica”,
que nada tenía que ver con la dimensión nacional-europea y social-popular del
fascismo. No negaremos que en su origen, el nazismo tenía ciertamente algo de
fascismo, pero ese “algo” desapareció con el liderazgo hitleriano: a partir de
la encarnación –y de la asunción– de la führung en Adolf
Hitler, el nacionalsocialismo experimenta un intenso proceso de “desfascistización”,
incorporando elementos, cada vez más determinantes, racistas, nordicistas,
esoteristas, biologistas, pangermanistas, que provocaron la ruptura ideológica
con el fascismo europeo, si es que alguna vez habían yacido juntos. Se trata de
un tema de discusión eterna: si el fascismo italiano y el nacionalsocialismo
alemán son cosas totalmente diferentes –ésta es la tesis de De Felice–, o bien
si el nacionalsocialismo es una especie dentro del fascismo genérico –tesis de
Payne y Nolte–, o bien una posición intermedia que hace del nacionalsocialismo
un “derivado alemán” del fascismo, pero que los separa con el corte del racismo
y del antisemitismo –opinión de Sternhell.
Entonces, ¿en qué se diferenciaban el fascismo y el
nacionalsocialismo? Dejando aparte toda la simbología mística y paramilitar
(algo que, por otra parte, también era compartido por el comunismo soviético),
la diferencia principal y esencial era la “cuestión racial”. El eje del
fascismo –su mito fundacional– es la “nación” (en el sentido de
comunidad del pueblo, sin distinción de clases ni de razas), mientras que el
del nazismo es la “raza” (el determinismo biológico del
patrón ario) y el del comunismo la “clase” (la alienada y explotada
clase obrera). Hubo muchos judíos italianos, obreros o burgueses, que
comulgaron con el fascismo, mientras sus correligionarios germanos o eslavos
iban camino del campo de concentración. Y en fin, también podríamos decir, para
cerrar el círculo del mal, que el eje fundamental del liberalismo
es el “individuo” (pero no como “persona”, sino como mercancía
intercambiable y traducible a dinero). En definitiva, que el fascismo no fue
sino un fenómeno europeo que implicaba la síntesis entre el
nacionalismo más extremo y el socialismo más popular (no-marxista,
sino precisamente fruto de la revisión del marxismo). Sorel no es Heidegger, ni
Maurras es Spengler, ni Valois es Rosenberg, ni Mussolini es Hitler. ¿Sirve
todo esto para separar el fascismo del nacionalsocialismo y hacer de éste algo
singular pero accidental, sin parangón en la historia de las ideas? Por
supuesto.
Y para ir entrando en la cuestión, diremos que, desde
luego, como en todos los países europeos, existió un “fascismo alemán”,
con sus peculiaridades germánicas, desde luego, pero fácilmente reconocible. Su
nombre, poco acertado pero aceptado de forma unánime: la Revolución
Conservadora alemana. Y es que, tanto el movimiento de esa “revolución
conservadora alemana”, como los no-conformistas, o los partidarios de las
escuelas (o círculos) proudhoniana y soreliana (a Sorel se lo rifan tanto los
marxistas como los fascistas, y también los neoderechistas, que
niegan ambas filiaciones), fueron movimientos alternativos (y contrarios) a las
dos ideologías dominantes entonces, el liberalismo y el comunismo. Por esa
razón, y por otras que veremos a continuación, estos movimientos fueron
“prefascistas” o decididamente “fascistas”. Todo lo contrario que el
nacionalsocialismo, que no puede ser calificado de “fascista”, salvo por un
neoliberalismo y un neomarxismo que han hecho del “antifascismo” una de sus
señas de identidad, y que igual pueden calificar de “fascista” al nazismo, que
al estalinismo, al franquismo, al peronismo o al bolivarianismo. Para la
izquierda radical, incluso, el capitalismo y el conservadurismo son los
“rostros amables” del fascismo, y éste no sería sino un fenómeno provocado por
el “gran capital” para enfrentarse al marxismo. Se trata de la culminación de
la reductio ad hitlerum de Leo Strauss o de la ley de
analogía nazi de Mike Godwin: todo el que no está a favor de la
ideología dominante (el liberal-capitalismo) o acomodado en ella (el
postmarxismo) es (des)calificado como “fascista”.
Sigamos. El pluriverso de la Revolución Conservadora
en Alemania fue, efectivamente, la “principal” fuerza ideológica de oposición a
la República de Weimar, pero también fue la “única” oposición interna a la
Alemania de Hitler. Quizás revolucionario-conservadores y nacionalsocialistas
(vulgo “hitleristas”) tuvieran en común su antidemocratismo, su irracionalismo,
su vitalismo, su espiritualismo, todas ellas, y más aún, manifestaciones de una
reacción contra la modernidad. Pero la mayoría de los
revolucionario-conservadores, fueran jóvenes-conservadores,
anarco-conservadores, nacional-populistas (nunca he encontrado la traducción de völkisch),
nacional-bolcheviques, etc., acabaron ejecutados, torturados, sobornados,
silenciados o en el llamado “exilio interior”. Por eso Louis Dupeux se refiere
a ellos como “prefascismo intelectual”. Todos no, exclamarán algunos, porque
Heidegger y Schmitt colaboraron en la justificación filosófica y jurídica del
III Reich, pero, lamentando contradecir a Armin Mohler, ni Heidegger ni Schmitt
(un reconocido antinietzscheano y ultracatólico) son clasificables dentro de la
Revolución Conservadora, por razones tan obvias (empezando por su
“autoexclusión”) que no vamos a discutir. Y para retomar la “clave racial”
tendremos que concluir que, si bien los revolucionario-conservadores eran
mayoritariamente pangermanistas, muy poco europeístas y nada universalistas,
las manifestaciones expresas relativas al racismo ario o al antijudaísmo fueron
escasas e irrelevantes, y casi siempre –en su práctica inexistencia– motivadas
por el “clima de la época”. No hay mayor prueba de estas afirmaciones que
comprobar cómo los que, en la actualidad, se autocalifican de
nacionalsocialistas, desprecian y rechazan a todos los “autores fascistas” de
la Revolución Conservadora alemana.
Y es aquí donde encontramos la gran
contradicción. Mientras que para los liberales y ciertos autores marxistas,
por ejemplo, los revolucionario-conservadores no fueron sino unos “fascistas
elitistas”, y los sorelianos, (marxistas revisionistas y sindicalistas
revolucionarios) y los no-conformistas (extensible también a personalistas y
distributistas) unos traidores “prefascistas”, los herederos de la
derecha radical europea, que precisamente los tienen como precursores de su
arsenal ideológico, niegan constantemente su carácter “fascista”, como si ello
les dotase de cierto aire de legitimidad; en suma, entran en el juego del “antifascismo”
buscando una “desdiabolización” que acredite su respetabilidad política
e ideológica. Claro, un “antifascismo” sin “fascistas” parece complicado.
Muerto el perro, se acabó la rabia.
Hay que reconocer, no obstante, que esta tesis es muy
controvertida y tremendamente polémica. Pero para ello está concebida: como un
debate dialógico y polemológico. Pongamos un ejemplo. La Nueva Derecha –inmersa
en una estrategia divagante que proclama el fin de la dicotomía
izquierda/derecha pero que se sitúa en un espacio ubicado tanto
en la derecha como en la izquierda– reconoce entre sus fuentes ideológicas,
casi como precursores, a los sorelianos franceses e italianos (luego
sindicalistas-revolucionarios), a los no-conformistas franceses y a los
revolucionarios-conservadores alemanes. ¿Estamos, tal vez, ante una huida del
eslogan “ni de derecha ni de izquierda”, tan idiosincrático de los
movimientos fascistas y que hoy han hecho suyo formaciones, tanto de la derecha
como de la izquierda radicales, en la línea del lepenismo, del podemismo y sus
imitaciones? Reconocer que los primeros constituyeron un “prefascismo” y
que los últimos formaban parte de un singular “fascismo alemán”,
convertiría ipso facto, a los neoderechistas europeos,
en una especie de sucursal de un renovado “neofascismo”.
De hecho, esta Nueva Derecha busca
incesantemente una síntesis entre contrarios que la convierten
en un oxímoron inclasificable, incluso misterioso. Su líder intelectual, Alain
de Benoist, partiendo de la convergencia de unos valores de derecha y
unas ideas de izquierda, va dando, cada cierto tiempo, bruscos giros
ideológicos que suponen, ciertamente, una profundización en las segundas en
detrimento de los primeros. Sucedía lo mismo con las grandes y derrotadas
ideologías del siglo pasado: los contornos entre los límites del fascismo y del
bolchevismo son difusos, a veces incluso, demasiado difusos. Por eso, y aquí
tengo que discrepar de Alain de Benoist, niegan el carácter prefascista,
parafascista o decididamente fascista de estos movimientos ideológicos. Negando
lo evidente, se pretende exculpar a la Nueva Derecha de
cualquier continuidad o contigüidad con el fascismo, liberándola así de un
lastre intelectual y proporcionando un certificado de buena conducta académica
frente a sus detractores. Con ello, no estamos insinuando que la Nueva
Derecha sea heredera directa del fascismo, sólo que, en sus orígenes,
ciertos elementos y autores fascistas tuvieron gran importancia en la formación
de su cosmovisión ideológica, circunstancia que, no obstante, comparten con
otras varias influencias de corrientes socialistas, situacionistas,
antiutilitaristas, populistas, comunitaristas, etc., y que no pueden elevarse,
en ningún caso, a la categoría de esenciales o fundadoras de su pensamiento. Y
esto lo dice –y lo reconoce– alguien que cree pertenecer a esa formidable e
irrepetible escuela de pensamiento conocida como Nueva Derecha: no
podemos renunciar constantemente a ciertos orígenes ideológicos, sólo con la
finalidad de evitar el riesgo de una acusación ignominiosa y a cambio de un
reconocimiento público que nunca hemos necesitado. No buscamos el éxito, sólo
la verdad.
Extraído de: Tribuna de Europa
Hola:
ResponderEliminarLa dirección del blog EL ARCHIVO "RAMIRO LEDESMA RAMOS", ha sido cambiada por la sigiente: http://elarchivoramiroledesmaramos.blogspot.com.es
Saludos