Ernesto Giménez Caballero
Hasta ahora que ha llegado la República a España, para seguir
despertando a España –tras el clarinazo de la Dictadura– de una modorra
casi secular, ha sido difícil y peligroso hablar en serio del Fascismo
entre nosotros.
Los interesados en mantener el equívoco –y son muchos en España–
habían hecho creer a las buenas gentes que el Fascismo significaba algo
negativo, reaccionario, capitalista, monárquico, clerical y tiránico del
pueblo. Habían hecho creer a nuestras buenas gentes –y son muchas en
España– que el Fascismo era algo así como un pronunciamiento a lo siglo
XIX.
Pero las cosas se han precipitado de tal modo que en el ambiente
español –y en el ambiente europeo– que la palabra «Fascismo» va teniendo
un nuevo sentido, un nuevo sentido salvador, positivo, social y
universal.
Hoy Europa –y el mundo– están divididos en tres campos de lucha: el
«campo comunista», que desea arrasar con su avalancha, oriental y
bárbara, toda una civilización secular, hecha entre lágrimas, heroísmos y
sangre; el «campo liberal socialdemócrata», que con sus anticuados
órganos de Gobierno (Parlamento, sufragio universal) quiere por un lado
contener inútilmente el cataclismo, y por otro, instaurar un iluso
equilibrio de fuerzas sociales, a base del mito de «la libertad
individual». Y por último, el «campo fascista», que aceptando las masas
sociales y los procedimientos de acción directa propios del comunismo,
salva con ellos cierta autonomía individual, salva esencias
imponderables de la civilización europea, y organiza de nuevo el mundo
en una paz equilibrada, en una armonía de Capital y de Trabajo, en un
sentido corporativo del Estado.
Frente al «Comunismo», que todo lo quiere para la «Masa» («todo el
poder para el Soviet»), y frente al «Liberalismo», que todo lo quiere
para el «individuo», llega el «Fascismo», para integrar estos dos
factores en un único cuerpo o «Corporación». La derecha y la izquierda
sirven en el Fascismo a un solo cuerpo: «el Estado.» Lo mismo que en el
hombre, la derecha y la izquierda le sirven para la lucha del cuerpo y
del alma.
Roma, otra vez en la historia, ha resuelto la gran ecuación social.
Como en tiempos de César, de San Pablo, de Constantino, de San Agustín,
de Santo Tomás, de Campanella, de San Ignacio.
Mussolini tiene ese sentido profundo en la nueva historia del mundo.
Siendo socialista, marxista, aportó en su movimiento el «genio de
Oriente», comunista, y admitió las masas al Poder. Pero siendo también
europeo, aceptó la función de la «iniciativa privada», del capital, y la
libertad, para que las masas pudieran moverse.
Es hora ya de decir que el Fascismo, consecuencia de la Revolución
rusa, es el triunfo de lo social: nacionalizado, universalizado,
racionalizado.
Ni Oriente ni Occidente, sino lo universal, lo ecuménico. Ni Moscú ni Ginebra: Roma.
Por eso los que visitan Italia, tras diez años de este régimen tan
nuevo y tan antiguo, tan moderno y tan tradicional, observan que el
secreto y el sentido del Fascismo es «fundamentalmente social».
El Capital no ha sido aplastado por la Masa. Sino controlado por el
Estado, para que sirva a la Masa, a los humildes. El trabajador en el
régimen fascista, lo es todo. Es el auténtico régimen de los
«trabajadores». Los trabajadores en el Fascismo han ascendido a primera
clase social. Todo está en el Fascismo, en vista de la producción
nacional.
Y el trabajador, ascendido a primate histórico, ha dejado de ser
proletario. Y es patriota, y es espiritual, y siente ansias nobles de
expansión y de dominio, de gloria.
La Historia se repite porque es siempre la misma. Antiguamente se
decía: «Todos los caminos llevan a Roma.» Hoy lo podemos repetir. Sobre
todo, los pueblos que nacimos del genio romano. Y es porque Roma, con el
Fascismo, ha encontrado de nuevo la «solución de la Historia», la
salvación de Europa, el «sentido de lo social».
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