Erwin Robertson, para la revista Ciudad de los Césares
Reseña del libro “El nacimiento
de la ideología fascista” de Zeev Sternhell, Mario Sznajder y Maia Asheri;
(traducción de Octavi Pellisa). – 1ª ed. – Madrid : Siglo XXI, 1994, 418 p.
Que Mussolini fue
miembro del partido socialista es un hecho conocido. Hecho problemático, en
especial para una de las interpretaciones dominantes del fascismo; a saber, que
éste fue la reacción alentada o dirigida por el gran capital contra el avance
del proletariado. En tal evento, aquel hecho y la evolución consecutiva debían ser
entendidos como oportunismo, incoherencia o, en el mejor de los casos, como una
cuestión de conversión que no deja huellas en el pasado de un hombre. La obra
de Zeev Sternhell -profesor en la Universidad Hebrea de
Jerusalem- y sus colaboradores ha puesto toda esta materia bajo otra luz. En su
interpretación, la comprensión histórica del fascismo no puede disociarse esta
ideología de sus orígenes de izquierda.
Desde luego, toda una pléyade de
historiadores y filósofos abordó hace ya tiempo el problema del fascismo: cada
uno según sus particulares orientaciones espirituales, con sus propios puntos
de vista y sus personales prejuicios, pero no sin altura: Ernst Nolte, Renzo
de Felice, James A. Gregor, Stanley Payne, Giorgio
Locchi, y “last but not least”, el joven investigador hispano-sueco Erik
Norling, entre otros. No es que la “vulgaris opinio” aludida arriba goce
hoy de autoridad intelectual. Pero Sternhell viene a aportar la valorización de
fuentes hasta aquí tal vez descuidadas y, con ellas, la novedosa interpretación
que es objeto de este comentario. Estudioso en particular del nacionalismo
francés (suyas son “Maurice Barrés et le nationalisme français”, “La droite
revolutionarie” y “Ni droite ni gauche, L´ideologie fasciste en France”), el
profesor israelí no se cuida de los criterios de la corrección política. Es
notable leer sobre el tema páginas en las que está ausente la edificación
moral, en las que no se ha estimado oportuno advertir al lector que se interna
en terrenos peligrosos; en los que no hay,en suma, demonización ni tampoco el
afán de achacar polémicamente a la izquierda una incómoda vecindad.
¿Qué es, pues, el fascismo en la
interpretación de Sternhell? Ni anomalía en la historia
contemporánea, ni “infección” (Croce), ni resultado de la crisis de
1914-1918, ni reflejo o reacción contra el marxismo (Nolte). El fascismo
es un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual
(p.19); es decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra
cosa o epifenómeno. Por cierto, y de partida, para Sternhell es preciso
distinguir el fascismo del nacional-socialismo (Sternhell dice
“nazismo”, acomodándose al uso, contra lo cual, sin embargo, se rebela
honestamente un Nolte). Con todos los aspectos que uno y otro
tienen en común, la piedra de toque está en el determinismo biológico: un
marxista puede convertirse al nacional-socialismo, más no así un judío (en
cambio, hubo fascistas judíos). El racismo no es elemento esencial del
fascismo, aunque contribuye a la ideología fascista. Y unas páginas más
adelante el autor apunta que uno de los elementos constitutivos del fascismo es
el nacionalismo tribal; esto es, un nacionalismo basado en el sentido de
pertenencia, la “tierra y los muertos” de Barrés, la “Sangre y suelo” del
nacional-socialismo. Este sentido organicista lo comparte con los nacionalismos
desde finales del siglo XIX, germanos y latinos, Maurras y Corradini, Vacher
de Lapouge y Treitschke. El mismo Sternhell debilita
así la distinción que acaba de hacer (reparemos, de paso, en la delicadeza del
adjetivo “tribal”: ¿sería poco oportuno por nuestra parte recordar que una
traducción de “tribal” es “gentil”)
El fascismo entonces es una
síntesis de ese nacionalismo “tribal” u “orgánico” y de una revisión
antimarxista del marxismo. Sternhell se extiende explicando
que a finales del siglo XIX las previsiones de Marx no se han
cumplido: el capitalismo no parece derrumbarse, ni la pauperización es la señal
característica de la población, mientras que el proletariado se integra
política y culturalmente en las sociedades capitalistas occidentales. De aquí
la aparición del “revisionismo”. Siguiendo el ejemplo del SPD, el partido
socialdemócrata alemán, el conjunto del socialismo occidental se hace
reformista; esto es, sin renunciar a los principios teóricos del marxismo,
acepta los valores del liberalismo político, y en consecuencia, tácticamente,
el orden establecido. Mas una minoría de marxistas va a rehusar el compromiso y
querrá permanecer fiel a la ortodoxia -cada uno a su modo-; son los Rudolf
Hilferding y los Otto Bauer, los Rosa Luxemburgo y
los Karl Liebknecht, los Lenin y los Trotsky,
todos de Europa del Este. Al mismo tiempo, en Francia y luego en Italia surgen
quienes, desde dentro del marxismo, van a emprender su revisión en sentido no
materialista ni racionalista, sin discutir la propiedad privada ni la economía
de mercado, pero conservando el objetivo del derrocamiento violento del orden
burgués: son los sorelianos, los discípulos de Georges Sorel, el
teórico del sindicalismo revolucionario, autor de las célebres “Reflexiones
sobre la violencia”. Las diferencias entre los dos sectores revolucionarios son
grandes. Los primeros, casi todos miembros de la “intelligentsia” judía,
destaca Sternhell, mantienen el determinismo económico de Marx,
la idea de la necesidad histórica, el racionalismo y el materialismo, mientras
los sorelianos comienzan por una crítica de la economía marxiana que llega a
vaciar el marxismo de gran parte de su contenido, reduciéndolo fundamentalmente
a una teoría de la acción Los primeros piensan en términos de una
revolución internacional, “tienen horror de ese nacionalismo tribal que florece
a través de Europa, tanto en el campo subdesarrollado del Este como en los
grandes centros industriales del Oeste… No se arrodillan jamás ante la
colectividad nacional y su terruño, su fervor religioso, sus tradiciones, su
cultura popular, sus cementerios, sus mitos, sus glorias y sus animosidades”
(p. 48). Los segundos, comprobando que el proletariado ya no es una fuerza
revolucionaria, lo reemplazarán por la Nación como mito en la lucha contra la
decadencia burguesa y así confluirán finalmente en el movimiento nacionalista.
Tal es la tesis fundamental
de Sternhell. En el desarrollo de “El nacimiento de la ideología
fascista”, el capítulo I está dedicado al análisis de la obra de Sorel:
tal vez no propiamente un filósofo ni autor de un corpus ideológico cerrado, su
verdadera originalidad, señala Sternhell, reside en haber constituido
una especie de “lago viviente”, receptor y fuente de ideas en la gestación de
las nuevas síntesis ideológicas del siglo XX. Nietzsche, Bergson y William
James lo marcaron sin duda más hondamente que Marx, con
ánimo de juzgar lo que consideraba un sistema inacabado. El autor de
“Reflexiones sobre la violencia”, de “Las ilusiones del progreso”, de
“Materiales de una teoría del proletariado”, etc., se sublevaba contra el
marxismo vulgar (que pone énfasis en el determinismo económico) y sostenía
que el socialismo era una “cuestión moral”, en el sentido de una
“transvaluación de todos los valores”. La lucha de clases era para él cuestión
principal y, por consiguiente, el saber movilizar al proletariado en la guerra
contra el orden burgués.
En un contexto social en el que
los obreros muestran un alto grado de militantismo sindical (1906, el año de
edición de “Reflexiones sobre la violencia”, es también en Francia el del
record de huelgas que muy a menudo suponen enfrentamientos sangrientos con las fuerzas
del orden), pero también donde una economía en crecimiento permite a la
clase dirigente hacer concesiones que aminoran la combatividad obrera, no
bastan el análisis económico ni la previsión del curso racional de los
acontecimientos. Sorel descubre entonces la noción del “mito social”, esa
imagen que pone en juego sentimientos e instintos colectivos, capaz de suscitar
energías siempre nuevas en una lucha cuyos resultados no llegan a
divisarse. Como el mito del apocalipsis para los primeros cristianos, el
mito de la huelga general revolucionaria será para el proletariado esta imagen
movilizadora y fuente de energías.. Con fervor análogo al de las órdenes
religiosas del pasado, con un sentimiento parecido al del amor a la gloria de
los ejércitos napoleónicos, los sindicatos revolucionarios, armados del mito,
se lanzarán a la lucha contra el orden burgués. Así, a la mentalidad
racionalista, que el socialismo reformista comparte con la burguesía
liberal, Sorel opone la mentalidad mítica, religiosa incluso.
Su crítica al racionalismo que se remonta a Descartes y Sócrates y,
contra los valores democráticos y pacifistas, reivindica los valores guerreros
y heroicos. De buena gana reivindica también el pesimismo de los griegos y de
los primeros cristianos, porque sólo el pesimismo suscita las grandes fuerzas
históricas, las grandes virtudes humanas: heroísmo, ascetismo, espíritu de
sacrificio.
Sorel ve en la
violencia un valor moral, un medio de regenerar la civilización, ya que la
lucha, la guerra por causas altruistas, permite al hombre alcanzar lo sublime.
La violencia no es la brutalidad ni la ferocidad, no es el terrorismo; Sorel no
siente ningún respeto por la Revolución Francesa y sus “proveedores de
guillotinas”. Es, en suma y en el fondo, contra la decadencia de la
civilización que dirige Sorel su combate; decadencia en la que
la burguesía arrastra tras sí al proletariado. Y no será sorprendente encontrar
a los discípulos de Sorel reunidos con los nacionalistas de Charles
Maurras en el “Círculo Proudhon”, que lleva el nombre del gran
socialista francés anterior a Marx. Tampoco será extraño que en sus
últimos años Sorel lance su alegato “Pro Lenin”, anhelando ver
la humillación de las “democracias burguesas”, al mismo tiempo que reconocía
que los fascistas italianos invocaban sus propias ideas sobre la violencia.
LA SÍNTESIS NACIONAL Y SOCIAL
Estos discípulos son también
estudiados por Sternhell (capítulo II). Son los “revisionistas
revolucionarios”, la “nouvelle école” que ha intentado hacer operativa una síntesis
nacional y social, no sin tropiezos y desengaños. Allí está Edouard
Berth, quien junto a Georges Valois, militante maurrasiano
(futuro fundador del primer movimiento fascista francés, muerto en un campo de
concentración alemán), ha dado vida al “Círculo Proudhon”, órgano de
colaboración de sindicalistas revolucionarios y nacionalistas radicales en los
años previos a 1914. Aventada esa experiencia por la guerra europea, Berth
pasará por el comunismo antes de volver al sorelismo. Está también Hubert
Lagardelle, editor de la revista “Mouvement Socialiste”, hombre de lucha al
interior del partido socialista, donde se ha esforzado por hacer triunfar las
tesis del sindicalismo revolucionario (por el contrario, en 1902 han triunfado
las tesis de Jaurés, que presentan el socialismo como complemento
de la Declaración de Derechos del Hombre). Ante la colaboración
sorelista-nacionalista, Lagardelle se repliega hacia posiciones más
convencionales; pero en la postguerra se le encontrará en la redacción de
“Plans”, expresión de cierto fascismo “técnico” y vanguardista -en ella
colaborarán nada menos que Marinetti y Le Corbusier-
y, durante la guerra, terminará su carrera como titular del ministerio de
trabajo del régimen de Vichy. Trayectorias en apariencia confusas pero que
revelan la sincera búsqueda de “lo nuevo”. De Alemania les viene el refuerzo
del socialista Roberto Michels, quien, a la espera de construir su
obra maestra “Los partidos políticos”, anuncia el fracaso del SPD, el partido
de Engels, Kautsky, Bernstein y Rosa Luxemburg. Michels observará
también que el solo egoísmo económico de clase no basta para alcanzar fines
revolucionarios; de aquí la discusión sobre si el socialismo puede ser
independiente del proletariado. El ideal sindical no implica forzosamente la
abdicación nacional, ni el ideal nacionalista comporta necesariamente un
programa de paz social (juzgado conformista), precisa a su vez Berth,
quien espera de un despertar conjunto de los sentimientos guerreros y
revolucionarios, nacionales y obreros, el fin del “reinado del oro”. En fin, la
“nueva escuela” desarrolla las ideas de Sorel, por ejemplo en
la fundamental distinción entre capitalismo industrial y capitalismo
financiero. Resume Sternhell su aporte: “…a esta revuelta nacional y social
contra el orden democrático y liberal que estalla en Francia (antes de 1914,
recordemos) no falta ninguno de los atributos clásicos del fascismo más
extremo, ni siquiera el antisemitismo” (p. 231).. Ni la concepción de un Estado
autoritario y guerrero.
Sin embargo, en general, los
revisionistas revolucionarios franceses fueron teóricos, sin experiencia real
de los movimientos de masas. De otro modo ocurre con el sindicalismo
revolucionario en Italia (capítulos III y IV de la obra de Sternhell).
Allí Arturo Labriola encabeza desde 1902 el ala radical del
partido socialista; con Enrico Leone y Paolo Orano llevan
adelante la lucha contra el reformismo, al que acusan de apoyarse
exclusivamente en los obreros industriales del norte, en desmedo del sur
campesino, y por el triunfo de su tesis de que la revolución socialista sólo
sería posible por medio de sindicatos de combate. De Sorel toman
esencialmente el imperativo ético y el mito de la huelga general revolucionaria.
La experiencia de la huelga general de 1904, de las huelgas campesinas de 1907
y 1908, foguean a los dirigentes sindicalistas revolucionarios, entre los
cuales la nueva generación de Michele Bianchi, Alceste de
Ambris, Filippo Corridoni. Al margen del partido socialista y
de su central sindical, la CGL -anclados en las posiciones reformistas-, los
radicales forman la USI (Unión Sindical Italiana), que llegará a contar con
100.000 miembros en 1913.
A su vez, los sindicalistas revolucionarios animan
periódicos y revistas. Labriola y Leone emprenden
la revisión de la teoría económica marxiana, especialmente la teoría del valor,
siguiendo al economicista austríaco Böhm-Bawerk; he ahí, dice Sznajder,
el aspecto más original de la contribución italiana a la teoría del
sindicalismo revolucionario. Ahí se encuentra también la noción de
“productores” (potencialmente todos los productores), contrapuesta a la clase
“parasitaria” de los que no contribuyen al proceso de producción. Por fin la
tradición antimilitarista e internacionalista, cara a toda la izquierda
europea, no será más unánimemente compartida por los sindicatos
revolucionarios. En 1911, la guerra de Italia con el Imperio Otomano por la
posesión de Libia producirá una crisis en el sindicalismo revolucionario: unos
dirigentes (Leone, De Ambris, Corridoni), fieles
a la tradición socialista, se oponen enérgicamente a esta empresa -y por mucho
que les disguste estar junto a los socialistas reformistas-; otros (Labriola, Olivetti, Orano)
están por la guerra, tanto por razones morales (la guerra es una escuela de
heroísmo) como por razones económicas (la nueva colonia contribuirá a la
elevación del proletariado italiano), y así coinciden con los nacionalistas
de Enrico Corradini, a quienes los ha acercado ya la crítica al
liberalismo político. Mas en agosto de 1914 aun quienes -en el seno del
sindicalismo revolucionario- habían militado en contra de la guerra de Libia,
están a favor de la intervención en el conflicto europeo al lado de Francia y
contra Alemania y Austria; al combate contra el feudalismo y el militarismo
alemán se agrega la posibilidad de completar gracias a la guerra la integración
nacional y de forjar una nueva élite proletaria que desplazará del poder a la
burguesía. En octubre de 1914, un manifiesto del recién fundado Fascio
Revolucionario de Acción Internacionalista, suscrito por los principales
dirigentes sindicalistas revolucionarios, proclama: “…No es posible ir más allá
de los límites de las revoluciones nacionales sin pasar primero por la etapa de
la revolución nacional misma… Allí donde cada pueblo no vive en el cuadro de
sus propias fronteras, formadas por la lengua y la raza, allí donde la cuestión
nacional no ha sido resuelta, el clima histórico necesario al desarrollo normal
del movimiento de clase no puede existir…” Nación, Guerra y Revolución... ya
no serán más ideas contradictorias
Hacia el final de la guerra el
sindicalismo revolucionario debe ser considerado ya un nacional-sindicalismo,
en cuanto la Nación figura para ellos en primer término. Como sea, los
nacional-sindicalistas aceptan que la guerra ha de traer transformaciones
internas: desde 1917 De Ambris ha lanzado la consigna “Tierra
de los Campesinos”; y acto seguido elabora un programa de “expropiación
parcial” tanto en el sector agrícola como en el sector industrial, que se dirige
ex propósito contra el capital especulativo y en beneficio de los campesinos y
obreros que han dado su sangre por Italia. Se trata también de mantener y
estimular la producción. El “productivismo” es uno de los factores que lleva a
los sindicalistas revolucionarios a oponerse a la revolución bolchevique, que
juzgan destructiva y caótica. Frente a la ocupación de fábricas del “biennio
rosso” de 1920-21, Labriola, que ha llegado a ser Ministro de
Trabajo en el gobierno del liberal Giolitti, presenta un proyecto
que reconoce a los obreros el derecho a participar en la gestión de las
empresas. Parlamento con representación corporativa, “clases orgánicas” que
encuadren a la población, un Estado que sea quien asigne a los propietarios
capaces de producir el derecho a usar los medios de producción, son, por otra
parte, las bases del programa del “sindicalismo integral” que propone Panunzio en
1919. Por fin, el sindicalismo revolucionario vibra con la aventura del
comandante Gabriele D´Annunzio en Fiume (1920-21). De
Ambris participa en la redacción de la “Carta del Carnaro”, ese
fascinante documento literario que es la constitución que el poeta y héroe de
guerra otorga a la “Regencia de Fiume”. No es menos un proyecto político que,
en consecuencia con el ideal del sindicalismo revolucionario, quiere
resolver a la vez la cuestión nacional y la cuestión social.
En estas luchas de la inmediata
posguerra, los sindicalistas revolucionarios han coincidido con los fascistas.
Pero la toma del poder por el fascismo acarreará la disolución del sindicalismo
revolucionario. De Ambris y su grupo pasarán a la oposición;
el primero terminará por exiliarse. Labriola también partirá hacia
el exilio, y sólo la guerra de Etiopía lo reconciliará con el régimen. Leone volverá
al partido socialista y rehusará todo compromiso con el fascismo. En
cambio, Bianchi aparece en 1922 como uno de los quadrumviri
que organiza la Marcha sobre Roma, Panunzio se presenta junto a Gentile como
uno de los intelectuales oficiales del fascismo, Orano (que
era judío), alcanza altos puestos en el partido fascista, mientras que Michels,
antaño miembro del SPD, profesor en la Universidad de Perusa, se inscribe como
afiliado en el PNF.
LA ENCRUCIJADA MUSSOLINIANA
Señala Sternhell que
siempre se ha tendido a subestimar el papel central que Mussolini ha
jugado entre todos los revolucionarios italianos. El futuro Duce “aporta a
la disidencia izquierdista y nacionalista italiana lo que siempre ha faltado a
sus homólogos franceses: un jefe”. Un hombre de acción, un líder carismático,
pero a su vez un intelectual capaz de tratar con intelectuales y de ganarse el
respeto de hombres como Marinetti, el fundador del futurismo, Michels,
el antiguo militante del SPD alemán devenido uno de los clásicos de la ciencia
política, o aun Croce, representante oficioso de la cultura
italiana frente al fascismo. Y Mussolini es toda una evolución
intelectual, no el hallazgo repentino de una verdad, ni el oportunismo, ni siquiera
la coyuntura de postguerra. Mussolini es ante todo el
militante socialista, incluso como líder de los fascistas. De joven se tiene
evidentemente por marxista, de un marxismo revisado por Leone y,
sobre todo, por Sorel, en quien ve un antídoto contra la perversión
socialdemócrata a la alemana del socialismo. Otra influencia decisiva es Wilfredo
Pareto y su teoría de circulación de las élites (en cambio, Sternhell no
destaca la influencia de Nietzsche, a quien Mussolini ha
leído tempranamente en Suiza).. El joven socialista se sitúa pues en la órbita
del sindicalismo revolucionario, aun cuando discrepa de las tácticas: duda de
la virtud de las solas organizaciones económicas y ve en el Partido el
instrumento revolucionario.
El joven Mussolini es
el líder indiscutible que se opone a la huelga general contra la
intervención en Libia, pues cree que el intento burgués de desencadenar
una guerra puede generar una situación revolucionaria. En 1912 es el principal
líder del partido socialista, imponiéndose sobre los reformistas y haciéndose
con la dirección de su periódico oficial, “Avanti!”, el líder indiscutido de
toda la izquierda revolucionaria italiana, pero al mismo tiempo el más fuerte crítico
de la ortodoxia marxista. Mussolini publica desde las páginas
de Avanti!” su profunda decepción acerca de la aptitud de la clase obrera para
“modelar la historia”, valoriza la idea de Nación: “No hay un único evangelio
socialista, al cual todas las naciones deban conformarse so pena de excomunión”.
A finales de 1913 Mussolini lanza la revista “Utopia”, con la
intención de proponer una “revisión revolucionaria del socialismo”. Allí reúne
a futuros comunistas como Bordiga, Tasca y Liebknecht;
futuros fascistas como Panunzio, futuros disidentes del fascismo
como su viejo maestro Labriola. En junio de 1914 Mussolini cree
llegado el momento de la insurrección, comprometiéndose en la “Settimana
Rossa”, en contra de la opinión del congreso del partido. Cuando estalla la
guerra europea, las disidencias son ya tan palpables que Mussolini es
desautorizado oficialmente por el partido, y no duda en romper con sus antiguos
compañeros para unirse a los sindicalistas revolucionarios en la campaña por la
entrada de Italia en la guerra.
Sternhell señala que el
nacionalismo de Mussolini no es el nacionalismo clásico de la
derecha.. Ocurre que ante las nuevas realidades nacionales y sociales el
análisis marxista se ha demostrado fallido, pues las clases obreras de
Alemania, Francia e Inglaterra marchan alegremente a la guerra. Mussolini no
renuncia al socialismo, pero el suyo es un socialismo nacionalista, obra de los
combatientes del frente: “Los millones de trabajadores que volverán a los
surcos de los campos después de haber vivido en los campos de las trincheras
darán lugar a la síntesis de la antítesis clase y nación”, escribe en 1917. Y
no será la revolución bolchevique lo que lleve a Mussolini a
la derecha, dado que lo esencial de su pensamiento se forjó antes de 1917:
ideas de jerarquía, de disciplina, de colaboración de las clases como condición
de la producción… Los Fasci Italiani di Combattimento, fundados en marzo de
1919 recogen todas las ideas del sindicalismo revolucionario y se sitúan
incluso a la izquierda del partido socialista (sufragio universal de ambos
sexos, abolición del senado, constitución de una Milicia Nacional, consejos
corporativos con funciones legislativas, jornada laboral de 8 horas,
confiscación de las ganancias de guerra… ). Pero con el biennio rosso las filas
fascistas se desbordan con la afluencia de las clases medias, especialmente de
jóvenes oficiales desmovilizados. El Partido Nacional Fascista, organizado como
tal en 1921, va a conocer un éxito (electoral incluso) vetado a los primitivos
“Fasci”: “Esta mutación no deja de recordarnos la de los partidos socialistas
al alba del siglo: el viraje a la derecha constituye el precio habitual del
éxito” (p.400). Mussolini, hombre de realidades que antepone la
praxis a la teoría, ha visto fracasar la ocupación “roja” de fábricas como la
gesta nacionalista de Fiume, decide llevar a cabo la revolución posible. Así,
en la perspectiva de Sternhell, la captura del poder por el jefe
fascista no es tanto el resultado de un golpe de Estado como de un proceso; es
la simpatía de una amplia parte de la masa política, de los medios
intelectuales, de los centros de poder, lo que permite a Mussolini instalarse
y sostenerse en el gobierno. Para Sternhell es sintomática la
actitud del senador Croce quien aun en junio de 1924 dio su
voto de confianza al primer ministro cuando el caso Mateotti puso
en crisis al gobierno y Mussolini estaba a punto de ser
despedido por el rey, porque, pensaba Croce, “había que dar tiempo
al fascismo para completar su evolución hacia la normalización”.
La idea de Estado, que parece ser
sólo característica del fascismo, es, sin embargo, el último elemento que toma
forma en la ideología fascista. En todo caso señala Sternhell que
toda la ideología fascista estaba elaborada antes de la toma del poder: “La
acción política de Mussolini no es el resultado de un
pragmatismo grosero o de un oportunismo vulgar más de lo que fue la de Lenin”
(p.410). El jurista Alfredo Rocco, proveniente de las filas
nacionalistas, ha “codificado” y traducido en leyes e instituciones los
principios fascistas y nacionalistas (visión mística y orgánica de la nación,
afirmación de la primacía de la colectividad sobre el individuo, rechazo total
sin paliativos de la democracia liberal). Pero es un Estado que, a la vez, se
quiere reducido a su sola expresión jurídica y política; que quiere renunciar a
toda forma de gestión económica o de estatalización, como anunciaba Mussolini desde
1921. No es, pues, o no es todavía, el Estado totalitario. El fascismo en el
poder, en suma, no se asemeja al fascismo de 1919, menos aún al sindicalismo
revolucionario de 1910. Pero, se pregunta Sternhell: “¿el
bolchevismo en el poder refleja exactamente las ideas que, diez años antes de
la toma del Palacio de Invierno, animaban a Plekhanov, Trotsky o Lenin?”
Ha habido una larga evolución, sin duda. Y con todo -concluye el autor-, el
régimen mussoliniano de los años 30 está mucho más cerca del sindicalismo
revolucionario o del “Círculo Proudhon” que lo que el régimen estaliniano está
de los fundamentos del marxismo.
EL SECRETO ENCANTO DEL
FASCISMO
Como conclusión, Sternhell da
una mirada a las relaciones entre el fascismo y las corrientes estéticas de
vanguardia en el siglo XX. El futurismo, desde luego (futuristas y fascistas
han dado justos la batalla por el “intervencionismo”, y Marinetti es
uno de los fundadores de los Fasci), pero también el vorticismo, lanzado en
Londres por Ezra Pound, que es en cierto modo una réplica al
futurismo, aun cuando comparte con él rasgos esenciales. “Los dos atacan de
frente la decadencia, el academicismo, el estetismo inmóvil, la tibieza, la
molicie general… Tienen una misma voz de orden: energía, y un mismo objetivo:
curar a Italia y a Inglaterra de su languidez” (p. 424). De Pound se
conoce de sobra su opción política. Sternhell destaca también
el papel de Thomas Edward Hulme, antirromántico, antidemócrata en
política, traductor al inglés de Sorel. “revolucionario
antidemócrata, absolutista en ética, que habla con desprecio del modernismo y
del progreso y utiliza conceptos como el de honor sin el menor toque de
irrealidad” (p. 429). Hulme es pues, para el autor, un
representante de esa rebelión cultural que brota por doquier,
antirracionalista, antiutilitarista, antihedonista, antiliberal, clasicista y
nacionalista y que precede a la rebelión política.
Las generaciones de los años
20 y 30, que ya conocen la experiencia fascista, rehacen el camino del
inconformismo. Así un Henri de Man, en 1938 presidente del partido
socialista belga, uno de los grandes teóricos del socialismo en la época,
seguido sólo ante Gramsci y Lukacs, reemprende su
propia revisión del marxismo y no será ilógico que, cuando su país capitule
ante Alemania en 1940 llame a los militantes socialistas belgas a aceptar la
nueva situación como un punto de partida para construir un nuevo orden: “La vía
está libre para las dos causas que resumen las aspiraciones del pueblo: la paz
europea y la justicia social”.. No muy diferente es en Francia el caso de Doriot.
¿Cómo ha podido surgir el
fascismo en la historia europea y mundial? La explicación coyuntural no puede
sino desembarcar en trivialidades. Se debe comprender al fascismo primero como
un fenómeno cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal,
democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad.
Mas expresa también “la voluntad de ver la instauración de una civilización
heroica sobre las ruinas de una civilización bajamente materialista. El
fascismo quiere moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. No obstante
presentar esta vertiente tradicionalista, este movimiento contienen en sus
orígenes un carácter moderno muy pronunciado, y su estética futurista fue el
mejor cartel para la captura de intelectuales, de una juventud que se agobia en
las estrecheces de la burguesía. El elitismo, en el sentido de que una élite no
es una categoría social definida por el lugar que se ocupa en el proceso de
producción, sino un estado de espíritu, es otro componente mayor de esa fuerza
de atracción. El mito, como clave de interpretación del mundo; el
corporativismo, como ideal social que da a amplias capas de la población el
sentimiento de que hay nuevas oportunidades de ascenso y de participación,
constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce
los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden
psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad formando un cuerpo con
ella, identificar los propios intereses a los de la patria, comulgar en un
mismo culto los valores heroicos, con una intensidad que desplaza al boletín de
voto en la urna”. Es por todo esto que el estilo político desempeña un papel
tan esencial en el fascismo. El fascismo vino a probar que existe una cultura
no fundamentada en los privilegios del dinero o del nacimiento, sino sobre el espíritu
de banda, de camaradería, de comunidad orgánica, de “Bund”, como se dijo en
Alemania en la misma época.
Estos valores presentes en el
fascismo tocan la sensibilidad de muchos europeos. Poco conocido es que en
1933 Sigmund Freud saludaba a Mussolini como
un “héroe de cultura”. Si esto era así, ¿por qué Croce hubiera
debido votar contra él en 1924, por qué Pirandello hubiera
debido rehusar el asiento que el Duce le ofreció en la Academia Italiana? Las
realidades de los países europeos entre las dos guerras no son de una pieza: la
cultura italiana está representada por Marinetti, Gentile y
por Pirandello no menos que por Croce, y por Croce senador
no menos que por Croce antifascista, del mismo modo que por la
cultura alemana pueden hablar tanto Spengler, Heidegger,
o Moeller van der Bruck tanto como los hermanos Mann,
y la cultura francesa es tanto Gide, Sartre o Camus tanto
como Drieu la Rochelle, Brasillach o Céline…
Así, “El nacimiento de la
ideología fascista” otorga a su objeto una dignidad que no siempre se encuentra
en los variados estudios sobre el tema. Ello sólo puede ser saludable para
la historia de las ideas. Hagamos por nuestra parte algunas observaciones.
Primero, que, como es evidente, Sternhell trata en su obra del
fascismo latino, esto es, de las corrientes inconformistas surgidas en Francia
y en Italia. Un tema de discusión es ver si el fascismo italiano y el
nacional-socialismo alemán son cosas totalmente diferentes (esta es la tesis
de De Felice), o bien si el nacional-socialismo es una especie
dentro del fascismo genérico (tesis de Payne y Nolte).
Del nacional-socialismo se ha discutido si fue “antimoderno” o si presentaba
rasgos de una radical modernidad, dado que el innegable que el movimiento
desarrolló un radicalismo antiburgués operativamente muy atractivo para los
militantes comunistas.
El fascismo nace a la izquierda,
a partir de una revisión del marxismo. Este revisionismo se desarrolla y se
constituye en una corriente intelectual y política independiente a la cual
concurren otras tendencias que cohabitan con el socialismo: Nietzsche, Bergson, James,
y el nacionalismo integral. Al respecto es interesante comparar las diferentes
evoluciones del marxismo que siguió siendo tal y las diferentes ramas
“apóstatas”. El fascismo en una revisión del marxismo encontró que todos los
partidos socialistas consideraban al marxismo una herencia a la que debían
permanecer fieles. Sin embargo, en su evolución reciente todos esos partidos
han renunciado a la herencia de Marx, acomodándose a la economía
neoliberal. Siguen apegados, desde luego, a la matriz ilustrada, materialista e
igualitaria. Al contrario, los fascistas, animados de otra cultura, mantuvieron
siempre el espíritu revolucionario de ruptura con el orden burgués.
Sternhell insiste permanentemente en
el respeto de los sindicalistas revolucionarios, de los socialistas nacionales,
de los fascistas, por la propiedad privada y el capitalismo. ¿No habría que
distinguir entre propiedad privada y capitalismo que, después de todo,
históricamente no se identifican sin más? Todos los fascismos subrayaron
siempre la diferencia entre la propiedad ligada al hombre y el gran capital
financiero; entre el trabajo productivo y la servidumbre al interés del dinero
(G. Feder). No parece adecuado pasarla por alto. Quizás Payne ha
sido el autor más justo en este sentido.
Finalmente, es verdad que una
cosa es reconocer el componente irracional de la vida humana y otra hacer del
antirracionalismo una política. Sternhell, que durante toda su obra
se ha mantenido alejado de toda afección moralizante, al final nos advierte del
peligro del irracionalismo: “Cuando el antirracionalismo deviene un instrumento
político, un medio de movilización de las masas y una máquina de guerra contra
el liberalismo, el marxismo y la democracia; cuando se asocia a un intenso
pesimismo cultural a la par de un culto pronunciado por la violencia, entonces
el pensamiento fascista fatalmente toma forma” (p.451). La cuestión sería si
sólo los valores políticos de la ilustración y del liberalismo son legítimos;
si solo el chato optimismo hedonista puede pasar por perspectiva cultural, si
las masas han de ser movilizadas sólo en nombre del deporte.
Aquí, obviamente, la ciencia no
puede decir nada: estamos en el campo de la opción política.
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