lunes, 27 de abril de 2015

UNA VISIÓN ANTICONFORMISTA Y ANTIBURGUESA DE LA ACCIÓN



Hoy por hoy, el conformismo es programado, sugerido e impuesto como necesidad al amparo de ciertos sectores intelectuales que no encuentran otro asidero ideológico que no sea el de la última moda. “La alineación a un pensamiento correcto entraña necesariamente la sumisión a una actitud correcta, que en la sociedad de consumo comprende la buena voluntad hacia las instituciones, el optimismo democrático, la ambición de ser semejante a los colegas y de aspirar a ser el favorito del jefe, la satisfacción de ser un buen cliente y un buen ciudadano, esforzado en conseguir dinero para comprar cada vez más cosas que nos son inútiles. Todo ello a título individual, pero cediendo cada vez más nuestras responsabilidades (políticas, sociales, económicas, ecológicas. familiares, municipales...) a un Estado-Sistema que sufre un acelerado proceso de privatización multinacional. La conciencia industrial es completada con una educación industrial que encamina sus esfuerzos a hacer de nosotros unos consumidores teledirigidos. La administración y los tecnócratas, menos hipócritas que los académicos, hablan de nosotros como de “sujetos” (en su sentido de “sujetar”, “reprimir”, “dominar”) y nos califican de “recursos humanos”. Esta es una sociedad donde no existen virtudes, sino normas” [1]. Contra esta “normalidad” el fascismo sedujo a la juventud con las fuerzas apasionadas que logró despertar: fuerzas de ruptura, de defensa y de acción revolucionaria. No es el mito del bienestar el que puede desatar la energía de la juventud, sino el espectáculo de los grandes acontecimientos, la actividad universal, la pasión desenvuelta en el combate por aquellas causas en las que vale la pena darlo todo de sí. El fascismo conquistó un lugar en el corazón de las juventudes europeas cuando reclamó su atención heroica y militante. Drieu La Rochelle dejó escritas unas palabras muy profundas: “El fascismo no ha conquistado masas en Francia porque en Francia apenas hay vida”. Montherlant, en su “Equinoccio de septiembre”, señaló muy oportunamente: “Golpeándole en su rostro, así es como podemos liberar al hombre de su vida insípida. La inteligencia, la vivacidad, la personalidad, la hidalguía, todas estas palabras son sinónimos de energía”. De un modo generalizado, una cierta juventud metafísica, no obstante y a pesar de todo, subsiste en todo aquello que vive y vibra, en todo lo que se reconoce con aquello que dijo Boris Vian: “Detestamos todo lo que es plácido, monótono y mediocre. Las estrellas novas brillan mil veces más que sus ancianas y monótonas compañeras”. Drieu La Rochelle escribió verdadera poesía en su obra “Socialismo fascista”: “El fascismo es la vida aliada con la fuerza, el fascismo es el horror hacia la vida cómoda, es el desinterés de la propia existencia en aras de las grandes perspectivas; este es el motivo de su triunfo entre las juventudes, porque la verdadera juventud puede definirse como el instante en que la vida se convierte en un don de sí”. El fascista reconoce en la moral burguesa el verdadero ideal del capitalismo liberal, aunque a veces la primera denuncie al segundo; una moral que reduce todo el esfuerzo humano a las actividades materiales, que reduce toda ética a la actitud ante el mostrador. Enferma en su “sweet home”, la burguesía cree saborear su mediocre vida. Desbordada de derechos privados, exenta de deberes sociales, la conciencia burguesa es esencialmente una conciencia de la tranquilidad. Ortega y Gasset escribió: “Una de las características más tristes de nuestra era ha sido la proclamación de los derechos de la mediocridad y la institucionalización de la mediocridad como derecho” [2]. Esta situación le resulta intolerable al hombre fascista: “Se soporta la mediocridad en tanto que se es masa, pero se la ve como una humillación de la que se debe escapar gritando con justa cólera. El salir de la botella es una imposición moral para el fascista, para el hombre que ve una moral, casi una religión, en la voluntad y en el heroísmo” [3]. La imposibilidad que tienen las democracias burguesas de fundamentarse sobre valores éticos reales provoca que extiendan generosamente la mediocridad como medida terapéutica entre las masas. El burgués es un ser que desconoce que la ética debe ser vivida; para él, el pronunciar un sí o un no es una cuestión que debe ser debatida y negociada; es un ser que confunde el estancamiento con la prudencia, la pasividad con la sabiduría, la apatía con la estabilidad social. 

En Italia, en 1919, el programa futurista escandalizó a la sociedad burguesa de su época con sus proclamaciones republicanas (“Sólo Italia es soberana”), con su violencia anticlerical (“Una sola religión, la Italia del mañana”), con su revisión radical de las costumbres aceptadas (“Divorcio fácil, valorización progresiva del amor libre”), con su planteamiento revolucionario en el plano social (“Futura socialización de las tierras, sistema fiscal de imposición directa, derecho de reunión y de organización, libertad de prensa”), con sus posiciones políticas antecesoras del corporativismo fascista (“Transformación del parlamento, por una justa participación de industriales, de agricultores, de técnicos, de obreros y de comerciantes, en el gobierno del país... abolición del Senado”). En mayo de 1924, Benedetto Croce, en un artículo en “La Stampa”, describía las influencias del futurismo sobre el fascismo: “La determinación de descender a las calles para expandir sus ideas, de responder violentamente a sus difamadores, la sed de novedades, el ardor decidido de romper con las tradiciones degeneradas, la glorificación de la juventud... son todos motivos típicos del futurismo, concebidos como reacción ante la hipocresía parlamentaria y la indiferencia social de los viejos partidos”.[4] 

Para el fascismo, la moral cristiana y humanitaria se identifica con las reivindicaciones pseudosociales del marxismo. Este moralismo no es sino un artificio de las fuerzas subconscientes del hombre: es una voluntad de poder desviada, es la revancha más o menos inconsciente de los seres más inauténticos, de aquellos que sufren secretamente la mengua de su propia personalidad. La moral del falso humanismo es la venganza de aquellos que se ven incapacitados para obrar según las leyes espontáneas de la naturaleza. La actitud de pretender cambiar el nombre y la esencia de los valores y los contravalores es tremendamente significativa a este respecto. La impotencia pasa a ser la “abstención voluntaria”, la resignación no es sino el “desinterés por las cosas del mundo”, la inercia es “humildad”, la cobardía es un “sacrificio a la causa común”, etc. Aquí se enfrentan dos tipos de comportamiento: a las antítesis de la ética del honor (noble-bajo, digno-indigno, verdadero-falso, valeroso-cobarde, fiel-traidor, lógico-absurdo, racional-desequilibrado, honorable-deshonroso), la moral del pecado responde con antítesis abstractas que no son sino deformaciones de los verdaderos valores (bien-mal, humilde-insensato, sumiso-orgulloso, espiritual-carnal, dominador-dominado). De este modo es como nace en el corazón humano el germen de la enfermedad psíquica: el sentimiento de culpa. Por ello, la conciencia pura deviene en conciencia de culpabilidad. Por el contrario, en la ética del honor, la conciencia pura constituye un tribunal permanente donde cada uno se enfrenta, cara a cara, consigo mismo, frente a sus propias exigencias y a sus propios esfuerzos. En su “Homenaje a Zola”, Celine reflexiona de este modo: “La función de la moral socialburguesa no es sino la forja de un sentimiento de culpabilidad tan fuertemente arraigado que nos haga impotentes a la hora de reclamar justicia. La vida, que es la justicia máxima, lleva cincuenta siglos luchando contra la angustia” [5]. Por su parte, el hombre fascista considera, al igual que el “Zarathustra” de Nietzsche, que “la moral exterior está en contradicción con las condiciones de la existencia”. No se pueden refutar las condiciones de la existencia, pues el hombre, en palabras de Ortega y Gasset, es él más sus circunstancias. No se puede aspirar a una liberación abstracta de entes abstractos, somos hijos de nuestro destino particular y comunitario. Entre los valores rehabilitados por el fascismo hay algunos que son considerados como fundamentales: el desprecio por lo banal y por lo rutinario, el gusto por la grandeza; la negación de un idealismo mentiroso disimulado bajo una moral universal de idealismos confortables; el esfuerzo por repensar la idea de “orden”, arrancándola de sus compromisos burgueses; la certidumbre, en fin, de que existen valores de vida que valen más que la propia vida en sí, que merecen el sacrificio. En la axiología fascista la sangre del héroe tiene más valor que las lágrimas del santo, más que la tinta del sabio; la fidelidad y el honor están por encima de la humildad, la justicia es apreciada más que la caridad, la cobardía y la vergüenza son un mal peor que el pecado. El hombre fascista es el portaestandarte de una ética de la acción que fue la grandeza de Europa, una ética que debe renacer para poder relanzar esa grandeza perdida.

Notas:
[1] M. Bardeche, “Sparte e les sudistes”, Les Sept Couleurs 1969, pág. 46.
[2] “La rebelión de las masas”.
[3] Pierre Drieu La Rochelle: “La comedia de Charleroi”.
[4] Citado por A. Hamilton, “La ilusión fascista”.
[5] Citado por T. Kunnas, “La tentación fascista”.

Extraído de Los Principios de la Acción Fascista

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