Por James Connolly
En Irlanda actualmente varios organismos trabajan por la preservación del sentimiento nacional en los corazones del pueblo.
Sin
 duda, estos organismos, ya sean movimientos por la conservación del 
gaélico, sociedades literarias o comités para la conmemoración de hechos
 históricos, están haciendo un trabajo de perdurable beneficio para este
 país ayudándole a salvar de la extinción su historia nacional y racial, su lengua y las características de su pueblo.
Sin
 embargo, existe el riesgo de que una adhesión demasiado estricta a sus 
actuales métodos de propaganda y la consiguiente negligencia de temas 
cotidianos pueda acabar malogrando nuestros estudios históricos, 
estereotipándolos y convirtiéndolos en una adoración del pasado o 
cristalizando el nacionalismo en una tradición sin duda heroica y 
gloriosa, con todo una tradición tan sólo.
Las
 tradiciones pueden proporcionar, y con frecuencia ése es el caso, el 
material para un martirio glorioso, pero nunca pueden ser lo 
suficientemente fuertes como para cabalgar sobre la tormenta de una 
revolución exitosa.
Si
 el movimiento nacional de nuestros días no busca solamente volver a 
protagonizar las viejas tragedias de nuestro pasado, debe ser capaz de 
alzarse al nivel de las exigencias del momento presente.
Ha
 de demostrar al pueblo de Irlanda que nuestro nacionalismo no es 
exclusivamente una idealización mórbida del pasado, sino que es capaz de
 formular una respuesta diferente y sin ambages a los problemas del 
presente y un programa político y económico capaz de ajustarse a las 
necesidades del futuro.
Creo
 que la franca aceptación de la república como objetivo por parte de los
 más sufridos nacionalistas proporcionará del mejor modo este ideal 
político y social concreto.
No
 una república como la de Francia, donde una monarquía capitalista con 
un presidente electo parodia los abortos constitucionales de Inglaterra 
y, en alianza abierta con el despotismo moscovita, alardea 
descaradamente de su apostasía de las tradiciones revolucionarias.
No
 una república como la de Estados Unidos, donde el poder de la billetera
 ha establecido una nueva tiranía bajo las formas de libertad; donde, 
cien años después de que los pies del último casaca roja británico 
ensuciasen las calles de Boston, los terratenientes y hombres de 
finanzas han impuesto a los ciudadanos norteamericanos una servidumbre 
en comparación con la cual el impuesto de los días anteriores a la 
revolución era una mera bagatela.
¡No!
 La república que querría establecer para mis compatriotas debería ser 
aquella cuya mera mención fuera en todo momento como un rayo de luz para
 los oprimidos de todos los países, que mantuviera en todo momento la 
promesa de libertad y riqueza como recompensa por los esfuerzos en su 
nombre.
Al
 agricultor arrendatario, que se encuentra atrapado entre los 
terratenientes por una parte y la competición estadounidense por la 
otra, atrapado entre ambas muelas de este molino; a los trabajadores 
asalariados de las ciudades, que sufren las exacciones del impulso 
esclavista capitalista; a los jornaleros, que trabajan duramente toda su
 vida por un salario apenas suficiente para sustentar el cuerpo y el 
alma; de hecho, para todos y cada uno de los millones de esforzados 
trabajadores, sobre cuya miseria se sostiene el tejido aparentemente 
brillante de la civilización moderna, la República irlandesa puede ser 
una palabra que conjure su sufrimiento, un punto de encuentro para los 
desafectos, un refugio para los oprimidos, un punto de partida para los 
socialistas, entusiastas de la causa de la libertad humana.
Este
 vínculo de nuestras aspiraciones nacionales con las esperanzas de 
hombres y mujeres que han izado el estandarte de la revuelta contra el 
sistema capitalista y latifundista, del cual el Imperio británico es el 
más agresivo y resuelto defensor, en ningún caso debería suponer un 
elemento de discordia entre las filas de los nacionalistas más serios, 
sino que debería servirnos para ponernos en contacto con los frescos 
depósitos de fuerza física y moral suficientes para elevar la causa de 
Irlanda a una posición más avanzada de la que ha ocupado desde el día de
 Benburb.
Podrá
 alegarse que el ideal de una república socialista, implicando, como 
implica, una revolución política y económica, alienará seguramente a 
nuestros partidarios de clase media y aristócratas, que temerán la 
pérdida de sus propiedades y privilegios.
¿Qué significa esta objeción? ¡Que debemos conciliar con las clases privilegiadas de Irlanda!
Pero
 sólo puede desarmarse su hostilidad asegurándoles que en una Irlanda 
libre sus “privilegios” no se verán afectados, es decir, debe 
garantizárseles que, cuando Irlanda sea libre de todo dominio 
extranjero, los soldados irlandeses, vestidos de verde, protegerán las 
ganancias fraudulentas de los capitalistas y terratenientes de las 
“huesudas manos de los pobres” del mismo modo que, sin remordimientos, 
hacen los emisarios de Inglaterra hoy con sus uniformes escarlata.
Esas clases no se os unirán sobre ninguna otra base. ¿Y esperáis que las masas luchen por este ideal?
Cuando
 habláis de liberar Irlanda, ¿os referís a los elementos químicos que 
componen el suelo de Irlanda? ¿U os referís al pueblo irlandés? Si os 
referís a este último, ¿de qué proponéis liberarlo? ¿Del dominio de 
Inglaterra?
Todos
 los sistemas de administración política y la maquinaria gubernamental 
no son sino un reflejo de las formas económicas subyacentes.
El
 dominio inglés en Inglaterra no es sino símbolo del hecho de que los 
conquistadores ingleses en el pasado forzaron en este país un sistema de
 propiedad basado en el expolio, el fraude y el asesinato; que, 
actualmente, el ejercicio de los “derechos de propiedad” así originados 
implica la práctica continua del expolio legal y el fraude. El dominio 
inglés se descubrió como la forma más apropiada de gobierno para la 
protección del expolio, y el ejército inglés es la herramienta más 
flexible con la que ejecutar el asesinato judicial cuando los temores de
 las clases propietarias así lo demandan.
El
 socialista que quiera destruir de raíz la totalidad del sistema 
brutalmente materialista de civilización, que, exactamente como el 
idioma inglés, hemos adoptado como si fuera nuestro, es, sostengo, un 
enemigo mucho más mortífero para el dominio y tutela inglesas que el 
superficial pensador que imagina que es posible reconciliar la libertad 
de Irlanda con aquellas formas insidiosas pero desastrosas de 
sometimiento económico: la tiranía de los terratenientes, el fraude 
capitalista y la usura inmunda; funestos frutos de la conquista 
normanda, la trinidad impía de la cual Strongbow y Diarmuid MacMurchadha
 –el ladrón normando y el traidor irlandés– fueron convenientes 
precursores y apóstoles.
Si mañana expulsáis al Ejército inglés e izáis la bandera verde sobre el Castillo de Dublín, a menos que construyáis una República socialista todos vuestros esfuerzos habrán sido en vano.
Inglaterra
 os seguirá dominando. Os dominará a través de sus capitalistas, a 
través de sus terratenientes, a través de sus financieros, a través de 
su colección de instituciones individualistas y comerciales que ha 
sembrado en este país y regado con las lágrimas de nuestras madres y la 
sangre de nuestros mártires.
Inglaterra
 os seguirá dominando hasta vuestra ruina, incluso si vuestros labios 
ofrecen un homenaje hipócrita al altar de la libertad cuya causa habéis 
traicionado.
El
 nacionalismo, sin el socialismo, sin la reorganización de la sociedad 
sobre la base de una forma más amplia y desarrollada que la de la 
propiedad común que descansa en la estructura social de la antigua Erin,
 no es más que cobardía nacional.
Sería
 el equivalente a una declaración pública de que nuestros opresores han 
tenido éxito a la hora de inocularnos sus pervertidas concepciones de 
justicia y moral y que finalmente decidimos aceptarlas como si fueran 
las nuestras, al punto de no necesitar ya un ejército extranjero que nos
 las imponga.
Como
 socialista, estoy dispuesto a hacer todo lo que un hombre puede hacer 
para conseguir para nuestra patria su justa herencia: la independencia. 
Pero si me conmináis a rebajar, siquiera una pizca, las reivindicaciones
 de justicia social con el objetivo de conciliarnos con las clases 
privilegiadas, entonces me habré de negar.
Una
 acción así no sería honorable ni factible. No olvidemos que quien 
marcha en compañía del diablo nunca alcanza el cielo. Así que 
proclamemos abiertamente nuestra fe. La lógica de los acontecimientos 
nos acompaña.
James Connolly fue un histórico sindicalista irlandés, padre del socialismo nacionalista de este país. Fue uno de los líderes del Levantamiento de Pascua de 1916. Se dice que Lenin le admiraba profundamente, a pesar de no conocerlo en persona.

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